CAPÍTULO LXVII

El verdadero consuelo

Emily dobló las páginas que le hicieran saber que su padre había muerto por su propia voluntad.

Cecilia aún la mantenía tiernamente abrazada. Lentamente, Emily inclinó la cabeza hasta apoyarla en el pecho de su amiga. Sufría en silencio. En silencio, Cecilia se inclinó y besó su frente. Los sonidos que penetraban en la habitación guardaban armonía con el momento. De una casa distante llegaban apagadas voces infantiles que entonaban la quejumbrosa melodía de un himno religioso y, de cuando en cuando, la brisa hacía chocar contra la ventana las primeras hojas muertas del otoño. Ninguna de las jóvenes supo durante cuánto tiempo los minutos se sucedieron sin que nada ocurriera, hasta que se produjo un cambio. Emily alzó la cabeza y miró a Cecilia.

—Me queda una amiga —dijo.

—No soy sólo yo, mi amor, ¡oh, tengo la esperanza de no ser sólo yo!

—Si, sólo tú.

—Hay algo que tengo que decirte, Emily, pero temo lastimarte.

—Querida, ¿recuerdas lo que leímos una vez en un libro de historia cuando estábamos en la escuela? Contaba la muerte de un torturado, en los viejos tiempos, a quien ataron a la rueda. Vivió lo suficiente para contar que la agonía, después del primer golpe de porra, embotó su capacidad para sentir el dolor de los demás. Imagino que el dolor del espíritu se atiene a las mismas reglas. Nada que me digas en este momento logrará lastimarme.

—Sólo quería preguntarte, Emily, si estuviste comprometida en matrimonio con el señor Mirabel.

—¡Nunca! Él me presionó para que accediera a un compromiso, pero le dije que no debía apresurarme.

—¿Qué te llevó a decirlo?

—Pensaba en Alban Morris.

Cecilia intentó en vano contenerse. Se le escapó un grito de alegría.

—¿Te alegras? —preguntó Emily—. ¿Por qué?

Cecilia no le respondió directamente.

—¿Me dejas que te cuente lo que querías saber hace un rato? —dijo—. Me preguntaste por qué el señor Morris había dejado el asunto en mis manos, en vez de hablar contigo personalmente. Cuando le hice esa misma pregunta, me pidió que leyera lo que había escrito. «No queda ni una sombra de duda sobre el señor Mirabel», dijo. «Emily es libre de casarse con él, y soy yo quien le proporciona esa libertad. ¿Puedo yo mismo decírselo? Por ella y por mí, no debe ser así. Todo lo que puedo hacer es dejar que los recuerdos de los viejos tiempos aboguen por mí. Si ellos fracasan, sabré que será más feliz con el señor Mirabel que conmigo.» «¿Y aceptará usted su decisión?» —le pregunté—. «Tengo que aceptarla, porque la amo», respondió. ¡Oh, qué pálida te ves! ¿Te he molestado?

—Me has hecho bien.

—¿Lo recibirás?

Emily señaló al manuscrito.

—¿En un momento como este? —dijo.

Cecilia se mantuvo fiel a lo que había resuelto.

—Un momento como este es el adecuado —respondió—. Es ahora, cuando más necesitas que te consuelen, que debes recibirlo. ¿Quién puede calmar tu pobre corazón dolorido como él puede hacerlo? —agarró impulsiva el manuscrito y lo lanzó donde no pudieran verlo—. No soporto mirarlo —dijo—. Emily, ¿me perdonarás si he cometido una indiscreción? Lo vi esta mañana antes de venir aquí. Tenía miedo de lo que podía suceder; me negué a contarte estas terribles noticias a menos que estuviera en un lugar cercano. Tu vieja sirvienta sabe adónde ir. Déjame enviarla…

La señora Ellmother abrió la puerta sin que la llamaran y se detuvo insegura en el umbral, sollozando y riendo histéricamente al mismo tiempo.

—¡Soy lo peor que existe! —exclamó la buena anciana—. He estado escuchando; he mentido; le dije que usted quería verlo. Despídame si quiere. ¡Ya lo envié a buscar! ¡Está aquí!

Un momento después, Emily estaba en sus brazos y se encontraban a solas. Sobre el pecho fiel de Alban le llegó al fin el bendito alivio que proporcionan las lágrimas: rompió a llorar.

—Oh, Alban, ¿podrás perdonarme?

Él le alzó la cabeza suavemente para verle el rostro.

—Amor mío, déjame mirarte —dijo—. Quiero recordar el día en que nos separamos en el jardín de la escuela. ¿Recuerdas la fe que me sostenía? Te dije entonces, Emily, que en nuestras vidas habría un momento de plenitud, y nunca perdí por completo esa amada convicción. ¡Mi bien, ese momento ha llegado!