La crónica de Alban
La información que obtuve de la señorita Jethro me fue comunicada a condición de que no revelara el lugar donde reside. «Déjeme pasar tan completamente inadvertida» (me dijo) «como si hubiera muerto; quiero que algunos me olviden y que otros no lleguen a conocerme». Con esa única estipulación, me ha dejado en libertad de escribir la presente crónica de lo conversado durante la entrevista que sostuvimos. Creo que lo que he descubierto tiene demasiada importancia para las personas interesadas como para confiarlo a la memoria.
1. Me recibe
Tras encontrar el lugar donde vive la señorita Jethro con mucha menos dificultad de la que había anticipado (gracias a ciertas circunstancias que me favorecieron), le planteé claramente el objetivo de mi visita. Se negó a hablar conmigo sobre el asesinato cometido en Zeeland.
Estaba preparado para esa negativa y para tomar las medidas necesarias a fin de lograr una respuesta más satisfactoria. «Se sospecha que cierta persona cometió el asesinato, y hay motivos para creer que está usted en posición de decir si esa sospecha es o no justificada», dije. «¿Se negaría a responder si le planteo la pregunta directamente?»
La señorita Jethro me preguntó de quién se trataba.
Le dije el nombre del señor Miles Mirabel.
No es necesario, e indudablemente no me resultaría agradable, describir el efecto que esa respuesta produjo en la señorita Jethro. Después de darle un tiempo para que se serenara, procedí a brindarle algunas explicaciones para convencerla, desde un inicio, de mi buena fe. El resultado justificó mis expectativas. De inmediato depositó en mí su confianza.
Me dijo: «No debo vacilar en hacerle justicia a un inocente. Pero tratándose de un asunto tan grave como este, tiene usted derecho a juzgar por sí mismo si la persona que ahora le habla es alguien en quien puede confiar. Creerá que es verdad lo que le cuento sobre lo demás si comienzo —aunque mucho me cuesta— por contarle la verdad sobre mí».
2. Habla de sí misma
No intentaré dejar constancia de la confesión de una mujer sumamente desgraciada. Es la historia tan común de un pecado al que sigue un profundo arrepentimiento, y de los vanos esfuerzos por recuperar el lugar perdido en la estima social. Sin duda una historia demasiado conocida para que haya que volver a contarla.
Pero puedo, sin cometer ninguna inconveniencia, repetir lo que me dijo la señorita Jethro referente a hechos posteriores de su vida que están vinculados a mí personalmente. Me recordó la visita que me había hecho en Netherwoods y una carta dirigida a ella por el doctor Allday que leí por petición expresa de ella.
Me dijo: «Quizás recuerde que la carta contenía algunas duras reflexiones sobre mi conducta. Entre otras cosas, el doctor mencionaba que había acudido al sitio donde me alojé durante mi estancia en Londres sólo para enterarse de que me había dado a la fuga; y también que tenía motivos para pensar que había entrado al servicio de la señorita Ladd con referencias falsas».
Le pregunté si el doctor la había juzgado mal.
Me respondió: «No: en un caso, ignora algunos hechos; en el otro, tiene razón. Al salir de su casa, me percaté de que me seguía el hombre a quien le debo la vergüenza y el dolor de mi pasado. No puedo expresar el horror que me inspira. La única manera de escapar de él me la brindó un coche de alquiler vacío que pasó a mi lado. Llegué sin tropiezos a la estación del ferrocarril y regresé a mi hogar en el campo. ¿Me culpa por hacerlo?»
Era imposible culparla, y así se lo hice saber.
Después me confesó el engaño del que había hecho víctima a la señorita Ladd. «Tengo una prima a quien llamaban, como a mí, señorita Jethro», dijo. «Antes de su matrimonio trabajó como institutriz. Me compadecía y simpatizaba con mis ansias de recuperar la reputación que había perdido. Con su permiso, empleé las referencias que le valiera su trabajo de maestra. Alguien me delató (hasta el día de hoy sigo sin saber quién fue) y fui despedida de Netherwoods. Ahora que sabe que le dije una mentira a la señorita Ladd, podrá, con toda razón, llegar a la conclusión de que es muy probable que le diga otra a usted».
Le aseguré, con toda sinceridad, que no había arribado a ninguna conclusión de ese tipo. Alentada por mi respuesta, la señorita Jethro prosiguió de la siguiente manera.
3. Habla de Mirabel
«Hace cuatro años vivía cerca de Cowes, en la isla de Wight, en una casa que había alquilado a mi nombre un caballero que era dueño de un yate. Acabábamos de regresar de un breve crucero y la embarcación tenía la consigna de poner proa a Cherburgo en cuanto cambiara la marea».
«Cuando paseaba por mi jardín me asustó la repentina aparición de un hombre (evidentemente un caballero) que me resultaba totalmente desconocido. Era presa de un terror lastimoso e imploraba mi protección. En respuesta a mis primeras preguntas, mencionó la posada de Zeeland y la espantosa muerte de una persona cuyo nombre desconocía y en quien reconocí (en parte por la descripción que me hizo, en parte comparando las fechas) al señor James Brown. No diré nada de la conmoción que sufrí; no quiera usted saber lo que sentí. Lo que hice (contaba literalmente con un minuto para tomar una decisión) fue ocultar al fugitivo y utilizar en su favor la influencia de que gozaba con el dueño del yate. No volví a verlo. En cuanto la policía se perdió de vista, lo subieron a bordo y lo desembarcaron sano y salvo en Cherburgo».
Le pregunté qué la había inducido a correr el riesgo de proteger a un desconocido de quien se sospechaba que había cometido un asesinato.
Me dijo: «De inmediato escuchará la explicación. Primero terminemos con el señor Mirabel. Durante su larga estancia en el continente sostuvimos una correspondencia ocasional, en la que nunca aludíamos, por su expreso pedido, al horrible suceso ocurrido en la posada. Su última carta me llegó después de que se estableciera en Vale Regis. Al escribirme sobre la sociedad de los alrededores, me informó que le habían presentado a la señorita Wyvil, y que había recibido una invitación suya para visitar Monksmoor a fin de conocer a su amiga y compañera de escuela. Yo sabía que la señorita Emily tenía un aviso en el que se describían características personales del señor Mirabel que no habían desaparecido a pesar del cambio de aspecto de su cabeza y su rostro. Si recordaba, o por casualidad volvía a leer esa descripción mientras se alojaba en la misma casa que él, existía al menos la posibilidad de que sus sospechas despertaran. Ese temor me llevó a usted. Era un temor enfermizo, y, como demostraron los hechos, infundado, pero era incapaz de controlarlo. Como no logré producir en usted ningún efecto, fui a Vale Regis e intenté (de nuevo en vano) inducir a Mirabel a enviar una excusa a Monksmoor. Él, como usted, quiso conocer mis motivos. Si le digo que actuaba únicamente atendiendo al bienestar de la señorita Emily, y que sabía que le habían ocultado cómo se había producido la muerte de su padre, ¿tengo que añadir que sentí temor de confesar mis motivos?»
Entendí que la señorita Jethro podía muy bien haberse abstenido de aludir a la horrible muerte del señor Brown por temor a las consecuencias, si ello llegaba por casualidad a oídos de su hija. Pero ese sentimiento revelaba un interés extraordinario en preservar la paz de espíritu de Emily. Le pregunté a la señorita Jethro qué había hecho nacer en ella ese interés.
Me respondió: «Sólo hay una forma en que puedo responderle a cabalidad esa pregunta. Debo ahora hablarle de su padre».
Emily levantó la vista del manuscrito. Sintió la mano de Cecilia que la acariciaba con ternura. Oyó a Cecilia decir:
—Querida mía, a tu valor sólo le resta una última prueba. Me asusta lo que vas a leer cuando vuelvas la página. Y, sin embargo…
—Y, sin embargo, hay que hacerlo —contestó Emily suavemente—. No temas, Cecilia, he recibido una dura lección de entereza.
Emily comenzó a leer la siguiente página.
4. Habla del difunto
Por primera vez, la señorita Jethro pareció no saber cómo continuar. Me daba cuenta de que sufría. Se levantó, abrió una gaveta de su escritorio y sacó una carta.
Me dijo: «¿Querría leerla? La escribió el padre de la señorita Emily. Quizás ella sea más elocuente que yo».
A continuación copio la carta. Estaba formulada en los siguientes términos:
Dijiste que el adiós de hoy era un adiós para siempre. Por segunda vez te has negado a convertirte en mi esposa; y lo has hecho, para usar tus propias palabras, por piedad hacia mí.
Por piedad hacia mí, te imploro que reconsideres tu decisión.
Si me condenas a vivir sin ti —lo siento, lo sé— me condenas a una desesperación que no tengo fuerzas suficientes para soportar. Mira los pasajes que te marqué en el Nuevo Testamento. Te digo y te repito que tu arrepentimiento verdadero te ha hecho digna del perdón de Dios. ¿No serías entonces digna del amor, la admiración y el respeto de un hombre? ¡Piensa! Oh, Sarah, piensa cómo podrían ser nuestras vidas y permite que se unan en este mundo y para toda la eternidad.
No puedo seguir escribiendo. Me agobia una fatiga de muerte. Mi mente está en un estado que me resulta desconocido. Soy presa de tal confusión que a veces creo que te odio. Y entonces me recupero de mi ofuscación y sé que nunca antes un hombre amó a una mujer como te amo yo a ti.
Tendrás tiempo para escribirme con el correo de esta tarde. Haré una parada en Zeeland mañana, en mi viaje de regreso, y buscaré tu carta en la oficina de correos. Te prohíbo que me envíes explicaciones y excusas. Te prohíbo que hagas crueles alusiones a tu deber. Envíame una respuesta que no me mantenga en suspenso ni por un momento.
Te lo pido por última vez. ¿Accedes a ser mi esposa? La respuesta es Sí o No.
Le devolví la carta con el único comentario que las circunstancias me permitían.
«¿La respuesta fue No?»
Ella inclinó la cabeza en silencio.
Proseguí, muy a mi pesar, porque no habría querido herirla de haber sido posible. Le dije: «Murió, víctima de la desesperación, por sus propias manos… ¿y usted lo supo?»
Levantó la vista. «¡No! Decir que lo supe es ir demasiado lejos. Mejor sería decir que lo temí».
«¿Lo amaba?»
Me dirigió una mirada de grave sorpresa. «¿Tengo yo derecho a amar? ¿Podía acaso deshonrar a un hombre honorable permitiéndole que se casara conmigo? Me mira como si me considerara responsable de su muerte».
«Inocentemente responsable», le dije.
Ella seguía aún la cadena de sus propios pensamientos. «¿Cree que tan siquiera por un momento podía suponer que se mataría cuando le escribí mi respuesta? Era un hombre profundamente religioso. De haber estado en sus cabales, habría retrocedido ante la idea del suicidio como ante la de un crimen».
Al reflexionar en el asunto me sentí inclinado a concordar con ella. Es posible que, en medio de su terrible situación, la visión de la navaja (lista para usar, con los demás implementos de aseo personal, por su compañero de viaje) tentara fatalmente a un hombre que veía destruida su última esperanza y cuya mente estaba atormentada por la desesperación. Habría carecido de toda piedad si, hasta ahí, hubiera considerado responsable a la señorita Jethro. Pero me resultaba difícil aprobar el curso que adoptara al permitir que la muerte del señor Brown se atribuyera a un asesinato sin dejar oír una palabra de protesta. «¿Por qué guardó silencio?», le dije.
Sonrió con amargura.
«Una mujer habría sabido por qué sin necesidad de preguntar», respondió. «Una mujer habría comprendido que me espantaba la posibilidad de confesar públicamente mi vergonzoso pasado. Una mujer habría tenido en cuenta las razones que me asistían para compadecer al hombre que me amaba, y para aceptar cualquier responsabilidad antes que asociar su memoria, ante el mundo, a una pasión indigna, que terminaba en el suicidio, por un ser envilecido. E incluso si hubiera cometido ese cruel sacrificio, ¿habría creído la opinión pública a una persona como yo, en contra de las evidencias de un médico y el veredicto de un jurado? ¡No, señor Morris! No dije nada, y estaba resuelta a no decir nada mientras estuviera en mis manos la elección. El día en que el señor Mirabel me imploró que lo salvara, esa elección dejó de ser mía, y ya sabe lo que hice. Y ahora de nuevo, cuando las sospechas (después de todo este tiempo transcurrido) han seguido el rastro de ese hombre inocente y lo han encontrado, sabe lo que he hecho. ¿Qué más quiere de mí?»
«Su perdón por no haberla entendido, y un último favor», le dije. «¿Puedo repetirle lo que me ha dicho a la única persona que debe saber, que tiene que saber lo que me ha contado?»
No era necesario indicar más claramente que hablaba de Emily. La señorita Jethro me concedió su permiso.
«Hágalo», respondió. «Dígale a su hija, de mi parte, que el agradecido recuerdo de ella es mi único refugio contra los pensamientos que me torturaban cuando conversamos durante su última noche en la escuela. Ella ha hecho que este corazón muerto sienta un soplo vivificante cuando pienso en ella. Nunca volveremos a encontrarnos en nuestro peregrinar por este mundo: le imploro a ella que me compadezca y me olvide. Adiós, señor Morris, adiós para siempre».
Confieso que mis ojos se llenaron de lágrimas. Cuando pude ver de nuevo con claridad, estaba solo en la habitación.