Camino a Londres
Las palabras de despedida habían sido pronunciadas. Emily y su acompañante se hallaban camino a Londres.
Durante un breve tiempo viajaron en silencio, solas en el vagón del tren. Tras someterse todo el tiempo que pudo a un embargo sobre el empleo de la lengua, la señora Ellmother comenzó la conversación mediante una pregunta.
—¿Cree que el señor Mirabel se recuperará, señorita?
—No tiene ningún sentido que me lo pregunte —dijo Emily—. Hasta el excelente doctor de Edimburgo es incapaz aún de pronosticar si se restablecerá o no.
—Como me prometió, usted ha depositado en mí su confianza, señorita Emily, y el resultado es que se me ha metido algo en la cabeza. ¿Puedo decírselo sin que se moleste?
—¿De qué se trata?
—Me alegraría que no se hubiera mezclado con el señor Mirabel.
Emily guardó silencio. La señora Ellmother, que se había propuesto un fin, se aventuró a hablar más francamente.
—Pienso a menudo en el señor Alban Morris —prosiguió—. Siempre me gustó, y siempre me seguirá gustando.
De repente, Emily bajó el velo de su sombrero para que le cubriera el rostro.
—¡No me hable de él! —dijo.
—No quería molestarla.
—No me molesta. Me hace sufrir. ¡Oh, cuán a menudo he deseado…! —se refugió en un rincón del coche y no dijo nada más.
Aunque no se destacaba por su delicado sentido del tacto, la señora Ellmother se percató de que el mejor curso que podía adoptar era el de guardar silencio. Incluso en la época en que confiara más ciegamente en Mirabel, el temor de haber actuado apresurada y cruelmente con Alban había inquietado en ocasiones a Emily. La impresión producida por los acontecimientos posteriores no sólo había intensificado esa sensación, sino que le había permitido ver los motivos de ese leal amigo desde un punto de vista enteramente nuevo. Si hubiera permanecido ignorante de la manera en que había muerto su padre —como se proponía Alban, como habría ocurrido de no ser por la perfidia de Francine—, cuán felizmente libre se vería de ciertos pensamientos que ahora le producía terror recordar. Se habría separado de Mirabel, cuando hubiera llegado a su término su estancia en la agradable mansión campestre, y lo habría recordado como a un agradable conocido y nada más. Él se habría ahorrado, y ella también se habría ahorrado, el golpe que tan cruelmente se abatiera sobre ambos. ¿Qué había ganado con la detestable confesión de la señora Rook? Su resultado era una perpetua zozobra provocada por sus torturantes especulaciones sobre el tema del asesinato. Si Mirabel era inocente, ¿quién era culpable? ¿La esposa traicionera, carente de compasión y de vergüenza; o el brutal esposo, que parecía capaz de cualquier barbaridad? ¿Cuál sería ahora su futuro? ¿Cómo acabaría todo? Presa de la desesperación de ese momento amargo —mientras veía a su fiel y anciana sirvienta contemplarla con ojos bondadosos y compasivos— el atormentado espíritu de Emily buscó refugio en un impetuoso desahogo; ¡precisamente el desahogo que había resuelto no permitirse hacía menos de un minuto!
Se inclinó hacia adelante en su rincón y se alzó bruscamente el velo.
—¿Espera ver al señor Alban Morris cuando regresemos? —preguntó.
—Me gustaría verlo, señorita, si usted no tiene objeción.
—¡Dígale que me avergüenzo de mí misma! ¡Y dígale también que le pido perdón de todo corazón!
—¡Alabado sea el Señor! —exclamó la señora Ellmother, y después, cuando ya era demasiado tarde, recordó el convencional comedimiento que convenía a la ocasión. «¡Santo Dios, qué tonta soy!», se dijo.
—Un tiempo hermoso, señorita Emily, ¿no le parece? —continuó, con una prisa desesperada por cambiar de tema.
Emily volvió a reclinarse en su rincón del coche. Sonrió por primera vez desde que se convirtiera en huésped de la señora Delvin en la torre.