CAPÍTULO LXIII

El descargo de Mirabel

El descubrimiento de la carta dio una nueva dirección a los pensamientos de Emily, lo que, al menos por un tiempo, alivió su mente del peso que la oprimía. ¿A qué pregunta de su padre había respondido la señorita Jethro, breve y tajantemente, «La respuesta es No»? Ni la carta ni el sobre ofrecían el menor indicio que pudiera ayudar a averiguarlo. Hasta el matasellos había sido puesto de manera tan descuidada que resultaba ilegible.

Emily seguía reflexionando sobre esas cuatro palabras misteriosas cuando la interrumpió la voz de la señora Ellmother a la puerta.

—Tengo que pedirle que me deje pasar señorita, aunque sé que quería que la dejaran sola hasta mañana. La señora Delvin dice que debe verla sin falta esta noche. Creo que va a mandar a buscar a los sirvientes para que la traigan hasta aquí, si se niega usted a hacer lo que le pide. No tiene que temer encontrarse con Mirabel.

—¿Dónde está?

—Su hermana le cedió su cuarto —respondió la señora Ellmother—. Tuvo en cuenta cómo se sentía usted antes de enviarme e hizo que corrieran las cortinas que separan el recibidor del dormitorio. Sospecho que mi mal carácter me llevó a equivocarme cuando le tomé ojeriza a la señora Delvin. Es una buena persona; lamento que no haya ido usted a verla en cuanto regresamos.

—¿Parecía enojada cuando te mandó aquí?

—¡Enojada! Cuando la dejé estaba llorando.

Emily ya no vaciló más.

Advirtió un cambio notable en el recibidor de la inválida —tan brillantemente iluminado en otras ocasiones— desde el mismo momento en que entró. Todas las lámparas habían sido cubiertas con pantallas, y las velas estaban apagadas.

—Mis ojos no soportan la luz tan bien como de costumbre —dijo la señora Delvin—. Venga y siéntese a mi lado, Emily; confío en brindarle alguna paz de espíritu. Me dolería que se marchara de mi casa con una impresión errónea sobre mí.

Sabiendo lo que sabía, habiendo sufrido como seguramente lo había hecho, la tranquila amabilidad de su voz implicaba una contención que inevitablemente despertó las simpatías de Emily.

—Perdóneme por haber sido injusta con usted —dijo—. Me avergüenza recordar que no quise verla cuando regresé de Belford.

—Me esforzaré por ser digna de esa buena opinión —contestó la señora Delvin—. Al menos en un aspecto puedo afirmar que puse su bienestar en primer lugar, cuando todavía no nos conocíamos personalmente. Traté de convencer a mi pobre hermano de que le contara la verdad, cuando descubrió la terrible situación en la que se hallaba situado con respecto a usted. Él era demasiado consciente de la ausencia de toda prueba que la indujera a creerle si intentaba defenderse; en dos palabras, fue demasiado pusilánime para seguir mi consejo. Ha recibido su castigo, y yo también he recibido mi castigo por engañarla.

Emily experimentó un sobresalto.

—¿Cómo me ha engañado usted? —preguntó.

—Con el proceder al que nos obligó nuestra conducta —dijo la señora Delvin—. Hemos parecido ayudarla sin hacerlo en realidad. Nuestros cálculos eran que podríamos inducirla a casarse con mi hermano y que después (cuando pudiera hablarte con la autoridad de un esposo) él la convencería de abandonar las averiguaciones. Cuando insistió usted en ir a ver a la señora Rook, Miles tenía en sus manos el dinero para sobornarlos a ella y a su esposo para que se marcharan de Inglaterra.

—¡Oh, señora Delvin!

—No intentaré disculparme. No espero que considere cuán fuerte era mi tentación de asegurar la felicidad de la vida de mi hermano mediante un casamiento con una mujer como usted. No le recuerdo que sabía —cuando puse obstáculos en su camino— que se consagraba usted apasionadamente a perseguir a un inocente.

Emily la oía con una mezcla de enojo y sorpresa.

—¿Inocente? —repitió—. La señora Rook reconoció su voz en el mismo instante en que lo oyó hablar.

Sin inmutarse por la interrupción, la señora Delvin prosiguió.

—Pero lo que sí le pregunto, a pesar del corto tiempo que hace que nos conocemos, es lo siguiente: ¿sospecha que planeaba yo deliberadamente convertirla en la esposa de un asesino?

Emily nunca había considerado en esos términos la grave cuestión que ahora se le planteaba. Cálida, generosamente, respondió a la interpelación que se le hacía.

—¡Oh, no piense eso de mí! Sé que le acabo de hablar cruel e irreflexivamente…

—Habló impulsivamente; eso es todo —la interrumpió la señora Delvin—. Mi único deseo antes de que nos separemos —¿cómo esperar que permanezca aquí, después de lo que ha sucedido?—, es contarle la verdad. No tengo ningún motivo interesado en mente, porque han muerto todas mis esperanzas de que se case con mi hermano. ¿Me puede decir si sabía que él y su padre no se conocían cuando se encontraron en la posada?

—Sí, lo sé.

—Si hubieran conversado después de que se retiraron a descansar, quizás habrían intercambiado sus nombres. Pero su padre estaba preocupado, y mi hermano, después de un largo día de caminata, estaba tan cansado que se quedó dormido en cuanto puso la cabeza sobre la almohada. Sólo despertó con el alba. Lo que vio al mirar hacia la cama que quedaba en el lado opuesto del cuarto habría aterrorizado hasta al hombre más valiente que haya pisado la tierra. Su primer impulso, naturalmente, fue el de dar la alarma. Cuando se levantó, vio su propia navaja, una navaja manchada de sangre, sobre la cama, junto al cuerpo. Al descubrirla, perdió todo control. Presa del pánico, aterrorizado, agarró su morral, abrió la puerta del patio y huyó de la casa. Conociéndolo como lo conocemos, ¿puede resultarnos sorprendente? Más de un hombre ha sido ahorcado por asesinato con evidencias circunstanciales menos comprometedoras que las que acusaban al pobre Miles. El horror que le producían sus recuerdos era tan avasallador que me prohibió hasta mencionar la posada de Zeeland en las cartas que le enviaba al extranjero. «No me digas nunca» (me escribió) «quién era el infeliz al que asesinaron. Si llegara a saber su nombre, creo que me perseguiría hasta el último día de mi vida». No debiera molestarla con estos detalles, y, sin embargo, no dejo de tener cierta justificación. En ausencia de toda prueba, no puedo esperar que crea, como yo, en la inocencia de mi hermano. Pero al menos puedo demostrarle que hay algunos motivos para dudar. ¿Le concederá usted el beneficio de la duda?

—¡De buena gana! —contestó Emily—. ¿Estoy en lo cierto al suponer que todavía considera posible probar su inocencia?

—Todavía lo creo posible. Pero mis esperanzas son cada vez más tenues, a medida que pasan los años. Hay una persona vinculada a su huida de Zeeland, una persona de apellido Jethro…

—¡Se refiere a la señorita Jethro!

—Sí. ¿La conoce?

—La conozco, y mi padre también la conocía. Encontré una carta dirigida a él, y no dudo de que fue escrita por la señorita Jethro. Quizás sea posible que usted entienda lo que quiere decir. Por favor, léala.

—Soy totalmente incapaz de ayudarla —respondió la señora Delvin después de leer la carta—. Todo lo que sé de la señorita Jethro es que, de no ser por su intervención, mi hermano habría caído en manos de la policía. Ella lo salvó.

—Lo conocía, por supuesto.

—Eso es lo más notable: eran perfectos desconocidos.

—Pero tiene que haber tenido algún motivo.

—Esa es la base de todas mis esperanzas con respecto a Miles. Cuando le escribí a la señorita Jethro y le hice esa pregunta, me contestó que sólo la piedad la había movido a actuar como lo hizo. No le creo. Me parece sumamente improbable que consintiera en evitar la captura de un extraño que admitió ante ella (como hizo mi hermano) que era un fugitivo, sospechoso de haber cometido un asesinato. Estoy firmemente convencida de que la señorita Jethro sabe algo sobre ese espantoso suceso de Zeeland, y tiene alguna razón para mantenerlo en secreto. ¿Goza usted de alguna influencia con ella?

—Dígame dónde encontrarla.

—No puedo decírselo. Se mudó de la dirección en la que mi hermano la vio por última vez. Miles hizo todas las averiguaciones posibles, sin ningún resultado.

Cuando pronunciaba esas palabras desalentadoras, se corrieron las cortinas que separaban el cuarto del recibidor de la señora Delvin. Una sirvienta de avanzada edad se acercó al lecho de su ama.

—El señor Mirabel está despierto, señora. Está muy débil; casi no le siento el pulso. ¿Le doy un poco más de coñac?

La señora Delvin le tendió su mano a Emily.

—Venga a verme mañana en la mañana —dijo, y le hizo una seña a la sirvienta para que trasladara su lecho, provisto de ruedas, a la habitación contigua. Cuando las cortinas se cerraban a sus espaldas, Emily oyó la voz de Mirabel.

—¿Dónde estoy? —dijo con voz apagada—. ¿Todo esto es un sueño?

En la mañana, las posibilidades de que se restableciera parecían exiguas. Estaba sumido en un estado de deplorable debilidad mental y corporal. El escaso recuerdo de los acontecimientos que aún conservaba le parecía el recuerdo de un sueño. Mencionaba a Emily, y al hecho de haberse encontrado con ella inesperadamente. Pero a partir de ese punto, la memoria lo traicionaba. Decía que habían hablado de algo interesante, pero que era incapaz de recordar de qué se trataba. Y habían esperado juntos en una estación del ferrocarril, pero no sabía decir con qué propósito. Suspiraba y se preguntaba cuándo se casaría Emily con él; y después se durmió, más débil que nunca.

La señora Delvin, que no confiaba en el médico de Belford, le había enviado un mensaje urgente a un facultativo de Edimburgo, famoso por su habilidad para tratar enfermedades del sistema nervioso.

—No puedo esperar que llegue a este lugar remoto sin cierta demora —dijo—. Debo soportar la espera lo mejor que pueda.

—No la soportará sola —respondió Emily—. Aguardaré junto a usted la llegada del médico.

La señora Delvin alzó sus manos frágiles y consumidas hasta el rostro de Emily, la atrajo hacia sí y le dio un beso.