CAPÍTULO LXI

En la habitación

Una mujer de cierta edad y aspecto pulcro se sentaba junto al lecho. Se puso de pie y se dirigió a Emily con una mezcla de pesar y confusión expresivamente impresa en el rostro.

—No tengo la culpa de que la señora Rook la reciba de esta manera —dijo—. Me veo obligada a seguirle la corriente.

Se hizo a un lado para dejar ver a la señora Rook con la cabeza apoyada en varias almohadas y el rostro insólitamente oculto detrás de un velo. Emily dio un paso atrás horrorizada.

—¿Tiene heridas en el rostro? —preguntó.

Fue la propia señora Rook quien respondió la pregunta. Su voz era débil y apagada, pero hablaba con la misma ansiedad que notara Alban Morris el día en que la mujer le pidió que le indicara el camino a Netherwoods.

—No son heridas exactamente, pero el aspecto personal constituye motivo de preocupación hasta en el lecho de muerte —explicó—. Estoy desfigurada por un imprudente uso del agua para hacerme volver en mí cuando caí al suelo, y no puedo hacer uso de mis efectos de aseo personal para volver a arreglarme. No quiero darle un susto. Por favor, perdóneme el velo.

Emily recordó el colorete de sus mejillas y el tinte de su pelo cuando se encontraran por primera vez en la escuela. ¡La vanidad —la más duradera de las debilidades humanas— aún seguía firmemente enraizada en la naturaleza de esta mujer, más poderosa que el tormento que le producía su conciencia, invulnerable al terror que le provocaba la muerte!

La buena dueña de casa aguardó un momento antes de retirarse de la habitación.

—¿Qué debo decir si llega el clérigo? —preguntó.

La señora Rook alzó su mano solemnemente.

—Dígale que una pecadora al borde de la muerte está expiando sus pecados. Dígale que esta joven ha llegado por disposición de una Providencia Omnisciente. Ningún mortal debe interrumpirnos —su mano cayó pesadamente sobre la cama—. ¿Estamos solas? —preguntó.

—Estamos solas —respondió Emily—. ¿Qué la hizo gritar antes de que yo entrara?

—¡No! No puedo permitir que me lo recuerde —protestó la señora Rook—. Debo calmarme. Cállese. Déjeme pensar.

Al recobrar la calma, recuperó también el gusto de hablar de sí misma, que era una de las características más sobresalientes de su carácter.

—Sabrá perdonarme si doy muestras de religiosidad —continuó—. Mis queridos padres eran personas ejemplares. Me criaron con sumo cuidado. ¿Es usted devota? Confiemos en eso.

Emily volvió a recordar el pasado.

Los tiempos idos regresaron a su memoria: los tiempos en los que aceptara la oferta de empleo de Sir Jervis Redwood y en que la señora Rook llegara a la escuela para acompañarla en su viaje al norte. La infeliz criatura había olvidado por completo su abundante charla después de beber hasta la última gota de la botella de buen vino. Igual que ahora se jactaba de su devoción, se había jactado entonces de su fe y su esperanza perdidas y había declarado sarcásticamente que sus opiniones librepensadoras eran resultado de su desgraciado matrimonio. Olvidado, todo olvidado en este momento postrero de dolor y miedo. Postrada por el temor a la muerte, su naturaleza íntima —despojada de los disfraces que asumiera posteriormente en el curso de su vida— quedaba a la vista. Las enseñanzas religiosas de la infancia, que ridiculizara en la insolencia que le inspiraran la salud y las fuerzas, revelaban su influencia latente, interrumpida, pero viva de principio a fin. La señora Rook recordaba con ternura a sus padres ejemplares y se enorgullecía de exhibir su religiosidad en el lecho del cual no habría de volver a levantarse.

—¿Ya le dije que soy una miserable pecadora? —preguntó, después de un intervalo de silencio.

Emily no pudo seguir soportándolo.

—Dígaselo al pastor, no a mí —respondió.

—Oh, pero tengo que decirlo —insistió la señora Rook—. Soy una miserable pecadora. Permítame darle un ejemplo —continuó con vulgar deleite en el recuerdo de sus debilidades—. En mis tiempos fui una bebedora. Cualquier cosa me venía bien cuando sufría una crisis, siempre que se me subiera a la cabeza. Como otros que se pasan de tragos, a veces hablaba de cosas que hubiera sido mejor mantener en silencio. Eso lo teníamos en cuenta —mi marido y yo— cuando estábamos al servicio de Sir Jervis. La señorita Redwood quiso ponernos en la habitación contigua a la suya, pero ese era un riesgo que no podíamos correr. Podía yo haber hablado del asesinato de la posada y ella haberme oído. Por favor, tenga en cuenta una cosa curiosa. Sea lo que fuere lo que dejaba escapar cuando me pasaba de copas, nunca se me fue una palabra acerca de la cartera. Me preguntará cómo lo sé. Querida mía, mi esposo me lo habría hecho saber si hubiera dejado escapar eso, y él sabe tan poco del asunto como usted. Portentosas son las obras de la mente humana, como dice el poeta, y la bebida hace olvidar las penas, como dice el proverbio. Pero ¿puede la bebida librar a una persona de los temores que la asaltan durante el día y de los que la asaltan durante la noche? Creo que de haber dejado escapar una palabra acerca de la cartera, habría recobrado la sobriedad al instante. ¿No tiene nada que comentarme sobre esta curiosa circunstancia?

Hasta ese momento, Emily había dejado que la mujer desvariara, con la esperanza de obtener información que una pregunta directa quizás no desvelaría. No obstante, resultaba imposible dejar pasar la alusión a la cartera. Después de darle tiempo para que se recobrara del agotamiento que su laboriosa respiración revelaba, Emily le formuló la pregunta.

—¿A quién pertenecía la cartera?

—Aguarde un momento —dijo la señora Rook—. Todo en su momento, ese es mi lema. No debo empezar por la cartera. ¿Por qué empecé por ella? ¿Cree que este velo sobre la cara me confunde? Suponga que me lo quite. Pero antes debe prometerme —prometerme solemnemente— que no me mirará a la cara. ¿Cómo puedo contarle sobre el asesinato (el asesinato, sabe, forma parte de mi confesión) con este encaje haciéndome cosquillas en la piel? Apártese y póngase de espaldas. Gracias. Ahora me lo quitaré. ¡Ja! El aire me refresca. Ya sé por dónde iba. ¡Santo cielo, he olvidado algo! Lo he olvidado a él. ¡Y después del susto que me dio! ¿Lo vio en el descanso de la escalera?

—¿A quién se refiere? —preguntó Emily.

La voz desfalleciente de la señora Rook se hizo todavía más queda.

—Acérquese; esto tengo que decírselo al oído —dijo—. ¿Qué a quién me refiero? —repitió—. Me refiero al hombre que durmió en la otra cama de la posada; al hombre que cometió el crimen con su navaja. Ya se había ido cuando eché un vistazo en la accesoria por la mañana, antes de que acabara de amanecer. ¡Oh, he cumplido con mi deber! Le dije al señor Rook que no lo perdiera de vista en los bajos. No tiene idea de cuán tonto y obstinado es mi esposo. Me dijo que yo no podía reconocer al hombre, porque no lo había visto. ¡Ja! Cuando no se ve, queda el oído. Oí y lo reconocí.

A Emily la recorrió un escalofrío de pies a cabeza.

—¿Qué fue lo que reconoció? —dijo.

—Su voz —respondió la señora Rook—. Juraría ante todos los jueces de Inglaterra que es su voz.

Emily se precipitó hacia el lecho. Miró, muda de horror, a la mujer que había pronunciado esas palabras terribles.

—¡Está incumpliendo su promesa! —gritó la señora Rook—. ¡Muchacha mentirosa, está incumpliendo su promesa!

Agarró el velo y volvió a ponérselo. La vista de su rostro, aunque había sido momentánea, tranquilizó a Emily. El extravío de sus ojos, acentuado por las manchas de colorete medio lavadas debajo de ellos; el cabello despeinado, con mechones grises que asomaban por entre el pelo teñido, constituían un espectáculo que habría sido grotesco en otras circunstancias, pero que ahora le recordó a Emily las últimas palabras del señor Rook, en las que le advirtiera que no debía creer lo que decía su esposa e incluso manifestara su convicción de que su mente estaba perturbada. Emily se apartó del lecho, presa de un abrumador sentimiento de culpa. Aunque sólo por un momento, había dejado que una mujer que había perdido la cabeza hiciera tambalear su fe en Mirabel.

—Trate de perdonarme —dijo—. No tenía la intención de incumplir mi promesa. Sus palabras me asustaron.

La señora Rook rompió a llorar.

—En mis tiempos fui una mujer hermosa —murmuró—. Aún diría usted que soy hermosa, si esos lerdos que me rodeaban no hubieran estropeado mi aspecto. ¡Oh, me siento tan débil! ¿Dónde está mi medicina?

La botella estaba sobre la mesa. Emily le dio la dosis prescrita, con lo que revivieron sus fuerzas desfallecientes.

—Soy una persona extraordinaria —prosiguió—. Todos los que me han conocido han admirado mi voluntad. Pero siento que mi mente está —¿cómo expresarlo?— un poco extraviada. ¡Tenga piedad de mi pobre alma pecadora! Ayúdeme.

—¿Cómo puedo ayudarla?

—Quiero recordar. Algo sucedió en el verano, cuando conversábamos en Netherwoods. Me refiero al momento en que ese insolente profesor de la escuela dejó ver que sospechaba de mí. (¡Señor, y qué susto me dio cuando apareció después en casa de Sir Jervis!) Usted se tiene que haber dado cuenta de que sospechaba de mí. ¿Cómo fue que lo dejó ver?

—Le enseñó a usted mi medallón —respondió Emily.

—¡Oh, el horrible recordatorio del asesinato! —exclamó la señora Rook—. No fui yo quien lo mencioné: no me culpe a mí. Pobre niña inocente, tengo algo terrible que contarle.

El horror que le inspiraba la mujer forzó a Emily a hablar.

—¡No me lo diga! —gritó—. Sé más de lo que usted supone; sé lo que ignoraba cuando vio el medallón.

La señora Rook se molestó por la interrupción.

—Aunque es inteligente, hay cosas que no sabe —dijo—. Me acaba de preguntar de quién era la cartera. Era de su padre. ¿Qué le sucede? ¿Llora?

Emily recordaba a su padre. La cartera era el último presente que le había hecho: era un regalo de cumpleaños.

—¿Se perdió? —preguntó con tristeza.

—No, no se perdió. Pronto oirá más de ella. Séquese los ojos y dispóngase a escuchar algo interesante. Voy a hablarle del amor. Yo, querida mía, he tenido que ver con el amor. ¿Por qué no habría de ser? No soy la primera mujer de buen ver, casada con un viejo, que ha tenido un amante.

—¡Miserable! ¿Y eso qué tiene que ver con esta historia?

—¡Todo, grosera! Mi amante era como todos los demás; apostó a los caballos y perdió. Me lo confesó el día en que su padre llegó a nuestra posada. Me dijo: «Tengo que conseguir el dinero o irme a América y decirte adiós para siempre». Yo era lo bastante necia como para quererlo. Me partió el corazón oírlo hablar así. Le dije: «Si consigo el dinero que necesitas, y más, ¿me llevarás contigo adonde quiera que vayas?». Por supuesto, me dijo que Sí. Supongo que habrá oído hablar de la investigación que realizaron en nuestra posada el juez y el jurado. ¡Oh, qué idiotas! Creyeron que yo dormía la noche del asesinato. No había pegado ojo… me sentía tan infeliz y tan tentada.

—¿Tentada? ¿Qué la tentaba?

—¿Cree que me sobraba el dinero? Me tentaba la cartera de su padre. Lo había visto abrirla para pagar su cuenta antes de irse a dormir. Estaba llena de billetes. ¡Oh, que cosa tan avasalladora es el amor! Quizás ya lo haya experimentado.

Una vez más, la indignación de Emily venció a su prudencia.

—¡No da muestras ni de una pizca de decencia en su lecho de muerte! —dijo.

La señora Rook olvidó su religiosidad; de inmediato replicó con insolencia:

—¡Es usted muy impulsiva jovencita, pero ya le llegará su hora! —respondió—. Pero tiene razón, me desvío del asunto; no soy lo suficientemente sensible a la solemnidad de la ocasión. Por cierto, ¿se ha dado cuenta del lenguaje que empleo? Heredé esa forma correcta de hablar de mi madre, una mujer cultivada, que se casó con un hombre de menor rango que el de ella. Mi abuelo paterno era un caballero. ¿Ya le conté que llegó un momento, durante esa noche terrible, en que no pude permanecer en mi cama? La cartera… no hacía más que pensar en esa cartera llena de billetes. Mi esposo dormía profundamente. Yo agarré una silla y me subí a ella. Miré hacia donde dormían los dos hombres, a través del cristal que había encima de la puerta. Su padre estaba despierto; caminaba de un lado a otro de la habitación. ¿Qué dice? ¿Qué si daba muestras de agitación? No me di cuenta. No sé si el otro hombre estaba dormido o despierto. Sólo veía la cartera asomando por debajo de la almohada. Su padre seguía caminando de un lado a otro. Pensé para mis adentros: «Esperaré hasta que se canse y entonces le echaré otro vistazo a la cartera». ¿Dónde está el vino? El médico dijo que podía tomar un vaso de vino cuando me apeteciera.

Emily encontró el vino y se lo alcanzó. Se estremeció al tocar accidentalmente la mano de la señora Rook.

El vino ayudó a la mujer a recuperar las fuerzas.

—Debo de haberme levantado más de una vez —prosiguió—. Y más de una vez me debe de haber faltado el valor. No recuerdo con claridad lo que hice hasta las primeras luces de la mañana. Creo que esa debe de haber sido la última vez que miré por el cristal de la puerta.

Comenzó a temblar. Se arrancó el velo de la cara. Rompió a llorar lastimosamente.

—¡Señor, ten piedad de una pecadora! Acércate —le dijo a Emily—. ¿Dónde está? ¡No! No me atrevo a decirle lo que vi; no me atrevo a decirle lo que hice. ¡Cuándo se está poseída por el demonio, no hay nada, nada que no se pueda hacer! ¿De dónde saqué el valor para abrir la puerta? ¿De dónde saqué el valor para entrar? Cualquier otra mujer habría perdido el sentido al hallar sangre entre sus dedos después de tomar la cartera…

Emily sintió un mareo; su corazón latía con furia. Trastabilló hasta la puerta y la abrió para escapar de la habitación.

—¡Soy culpable del robo, pero inocente del derramamiento de su sangre! —gritó descompasadamente a sus espaldas la señora Rook—. Ya se había cometido el crimen —la puerta del patio estaba abierta de par en par y el hombre se había ido cuando miré por última vez. ¡No se vaya! ¡No se vaya!

Emily volvió la vista para mirarla.

—No puedo acercarme a usted —dijo con voz desfalleciente.

—Acérquese para ver esto.

La señora Rook se abrió el cuello de la bata de dormir y se sacó una cinta que le rodeaba el cuello. La cartera colgaba de la cinta. Se la extendió a Emily.

—La cartera de su padre —dijo—. ¿No va a tomar la cartera de su padre?

Por un momento, y sólo por un momento, Emily sintió repulsión por el sacrilegio de que había sido objeto su regalo de cumpleaños. Después, el caro recuerdo de las manos amadas que tan a menudo tocaran esa reliquia atrajo a la hija afectuosa al lado de la mujer que abominaba. Sus ojos se posaron con ternura en la cartera. Antes de esconderse en ese pecho réprobo, había sido su cartera. Todo lo que le quedaba ahora era su amada memoria: esa amada memoria la hacía sagrada y le permitía tomarla en sus manos. Cogió la cartera.

—Ábrala —dijo la señora Rook.

En la cartera había dos billetes de cinco libras.

—¿Eran de él? —preguntó Emily.

—No, son míos. Es lo poco que he conseguido ahorrar para devolver lo que robé.

—¡Oh!, ¿hay algo de bueno en esta mujer después de todo? —exclamó Emily.

—¡No hay nada de bueno en esta mujer! —respondió desesperada la señora Rook—. No hay más que miedo: miedo del infierno ahora, miedo de la cartera en el pasado. Dos veces traté de deshacerme de ella, y dos veces volvió a mis manos para recordarme el deber contraído con mi desventurada alma. Traté de lanzarla al fuego. Dio contra la baranda y cayó en el guardafuegos a mis pies. Salí y la arrojé al pozo. Volvió con el primer cubo de agua que se sacó. A partir de ese momento, empecé a ahorrar todo lo que podía. ¡Reparación! ¡Expiación! Le digo que la cartera se hizo de una lengua, y que esas eran las palabras sublimes que hacía sonar en mis oídos de la mañana a la noche —se encorvó para recuperar el aliento, se detuvo y se golpeó el pecho—. La escondí aquí, para que nadie la viera y nadie pudiera quitármela. ¿Superstición? ¡Oh, sí, superstición! ¿Quiere que le diga algo? Usted también se volvería supersticiosa si le hubieran destrozado el corazón como me lo destrozaron a mí. ¡Me abandonó! El hombre por quien me perdí me abandonó el mismo día en que le entregué el dinero robado. Sospechó que era robado; el muy cobarde se puso a salvo y me dejó librada a la dura condena que me impondría la ley si se descubría el robo. ¿Qué opina de un castigo como ese? ¿Acaso no he sufrido? ¿Acaso no he expiado mi culpa? Compórtese a la altura de una cristiana y diga que me perdona.

—La perdono.

—Diga que orará por mí.

—Lo haré.

—¡Ah, eso me consuela! Ahora puede irse.

Emily la miró implorante.

—¡No me despida sin saber más que cuando llegué acerca del asesinato! ¿No hay nada, verdaderamente nada, que pueda decirme?

La señora Rook apuntó a la puerta.

—¿No se lo dije ya? ¡Baje y verá el monstruo que escapó al alba!

—¡Más suave, señora, más suave! Está hablando demasiado alto —gritó una voz burlona desde afuera.

—Es el médico —dijo la señora Rook. Cruzó las manos sobre el pecho y exhaló un profundo suspiro—. Ya no quiero ningún médico. He hecho las paces con mi Creador. Estoy preparada para morir. Estoy lista para ir al Cielo. ¡Váyase! ¡Váyase!