CAPÍTULO LX

Afuera de la habitación

Emily encontró a Mirabel en el salón de espera de la estación de Belford. Su súbita aparición quizás lo asombró, pero su rostro expresó una emoción más grave que la sorpresa: la miró como si lo hubiera alarmado.

—¿No recibió mi mensaje? —preguntó—. Le dije al mozo que deseaba que esperara por mi regreso. Le envié una nota a mi hermana, por si el muchacho cometía algún error.

—El mozo no cometió ningún error —respondió Emily—. Estaba demasiado ansiosa para detenerme a hablar con la señora Delvin. ¿Supuso realmente que podría soportar el suspenso de esperar a que usted regresara? ¿Cree que no puedo resultar de ninguna utilidad, yo, que conozco a la señora Rook?

—No le permitirán verla.

—¿Por qué no? Usted parece estar esperando para verla.

—Espero por el regreso del pastor de Belford. Se encuentra en Berwick y lo han enviado a buscar, a apremiantes instancias de la señora Rook.

—¿Está agonizando?

—Tiene miedo de morir, no sé si con razón o sin ella. La caída le produjo una lesión interna. Tengo esperanzas de verla cuando regrese el pastor. Como su hermano en el sacerdocio, resulta perfectamente conveniente que le pida que utilice su influencia en mi favor.

—Me alegra verlo tan diligente.

—Siempre soy diligente cuando se trata de sus intereses.

—No me crea desagradecida —contestó Emily amablemente—. No soy una desconocida para la señora Rook, y si le hago llegar mi nombre, quizás me resulte posible verla antes del regreso del clérigo.

Se interrumpió. De pronto, Mirabel se había movido hasta colocarse entre ella y la puerta.

—Me veo realmente obligado a rogarle que desista de esa idea —dijo—. No sabe qué espectáculo horrendo puede contemplar, qué agonías de dolor esté sufriendo esa infeliz mujer.

Su conducta le hizo sospechar a Emily que quizás actuaba movido por una razón que no quería confesar.

—Si tiene alguna razón para querer que me mantenga alejada de la señora Rook, hágame saber de qué se trata —dijo—. ¿No confiamos el uno en el otro? Al menos, yo he hecho todo lo que he podido para dar el ejemplo.

Mirabel pareció incapaz de encontrar una respuesta.

Mientras aún vacilaba, el jefe de la estación salió por la puerta. Emily le pidió que le indicara dónde quedaba la casa adonde habían llevado a la señora Rook. El hombre avanzó hasta un extremo del andén y señaló hacia la casa. Emily y la señora Ellmother se marcharon de inmediato de la estación. Mirabel las acompañó, todavía dando argumentos, todavía planteando obstáculos.

Un anciano que le lanzó a Mirabel una mirada de reproche les abrió la puerta de la casa.

—Ya se le ha dicho que no se dejará pasar a ningún extraño para ver a mi esposa —dijo.

Alentada al descubrir que el hombre era el señor Rook, Emily le dio su nombre.

—Quizás haya oído a la señora Rook hablar de mí —añadió.

—La he oído hablar de usted a menudo.

—¿Qué ha dicho el médico?

—Piensa que puede superarlo. Pero ella no le cree.

—¿Podría decirle que tengo muchos deseos de verla, si se siente lo bastante bien para recibirme?

El señor Rook miró a la señora Ellmother.

—Las dos quieren subir —inquirió.

—Esta es mi sirvienta y una vieja amiga —respondió Emily—. Me esperará aquí abajo.

—Puede esperarla en la sala; conozco bien a las buenas gentes de esta casa.

Señaló a la puerta de la sala y después abrió la marcha hacia el primer piso. Emily lo siguió. Mirabel, tan terco como siempre, siguió a Emily.

El señor Rook abrió una puerta al final del descanso de la escalera y, al volverse para decirle unas palabras a Emily, se percató de la presencia de Mirabel de pie detrás de ella. Sin hacer ningún comentario, el anciano apuntó significativamente hacia los bajos. Su decisión era, evidentemente, inconmovible. Mirabel apeló a Emily para que lo ayudara.

—Me recibirá si usted se lo pide —dijo—. ¿Me deja esperarla aquí?

El sonido de su voz fue seguido de inmediato por un grito procedente del cuarto: era un grito de terror.

El señor Rook se apresuró a pasar a la habitación y cerró la puerta. Menos de un minuto después, volvió a abrirla, con la duda y el horror visiblemente pintados en el rostro. Se acercó a Mirabel, lo sometió a un detallado escrutinio, y dio un paso atrás con aspecto de alivio.

—Está equivocada —dijo—. Usted no es el hombre.

Ese extraño proceder le produjo un sobresalto a Emily.

—¿A qué hombre se refiere? —preguntó.

El señor Rook no hizo caso de la pregunta. Todavía con la vista clavada en Mirabel, volvió a señalar a los bajos. Con ojos extraviados, moviéndose mecánicamente, como un sonámbulo en medio de un sueño, Mirabel obedeció en silencio. El señor Rook se volvió hacia Emily.

—¿Se asusta usted con facilidad? —dijo.

—No le entiendo —contestó Emily—. ¿Quién va a asustarme? ¿Por qué le habló al señor Mirabel de esa manera tan extraña?

El señor Rook volvió la vista hacia la puerta de la habitación.

—Quizás allí dentro se entere de por qué. Si fuera yo quien decidiera, no la recibiría, pero es imposible razonar con ella. Una advertencia, señorita. No se apresure a creer lo que mi esposa pueda decirle. Se ha llevado un susto —abrió la puerta—. Creo que ha perdido la cabeza —susurró.

Emily cruzó el umbral. El señor Rook cerró suavemente la puerta a sus espaldas.