Un conciliábulo de dos
A principios del siglo pasado, un miembro de la pintoresca raza de los ladrones y los asesinos, que practicaba los vicios de la humanidad en las tierras semisalvajes que baña el río Tweed, construyó una torre de piedra en la costa de Northumberland. Vivió feliz cometiendo atrocidades y murió arrepentido, bajo la guía espiritual de su sacerdote. Desde entonces, ha figurado en poemas y cuadros, y ha sido muy admirado por damas y caballeros modernos a los que habría ultrajado y robado de haber tenido la suerte de topárselos en los buenos y viejos tiempos.
Lo sucedió su hijo, quien no supo aprovechar el ejemplo paterno; en otras palabras, cometió el fatal error de luchar en beneficio de otros en vez de en el suyo propio.
En la rebelión del cuarenta y cinco, ese gentilhombre septentrional se alió formalmente con el príncipe Carlos y los highlanders[1]. Perdió la cabeza, y sus hijos perdieron su herencia. Con los años, las propiedades confiscadas fueron a dar a manos de extraños, el último de los cuales (que tenía cierta debilidad por las carreras de caballos) descubrió, con el paso del tiempo, que necesitaba dinero. A un comerciante retirado de apellido Delvin (originalmente de origen francés) le gustó lo agreste del lugar y compró la torre. Los médicos le habían ordenado a su esposa —que ya tenía la salud quebrantada— que llevara una vida tranquila junto al mar. La muerte de su esposo la dejó viuda, rica y sola, recluida en sus habitaciones de día y de noche, consumida por la enfermedad y con sólo dos intereses que la reconciliaban con la vida: escribir poemas en los intervalos que mediaban entre sus accesos de dolor y pagar las deudas de su hermano clérigo, que había triunfado en el púlpito pero no había prosperado en ninguna otra empresa.
En la última etapa de su existencia, la torre había sido objeto de sustanciales mejoras para acondicionarla como lugar de residencia. Se apreciaba un notable contraste entre las lúgubres paredes grises de su exterior y las habitaciones lujosamente amuebladas de su interior, que se alzaban de dos en dos hasta alcanzar los empinados ocho pisos del edificio. La escasa población de la zona seguía llamando la torre por el curioso nombre que recibiera en tiempos remotos: The Clink[2]. Se suponía que la habían bautizado así en alusión al sonido que hacían las piedras sueltas movidas de un lado a otro durante ciertas fases de las mareas en los huecos de las rocas sobre las que se alzaba la edificación.
La noche de su llegada al refugio de la señora Delvin, Emily se retiró a una hora temprana, fatigada por el largo viaje. Mirabel tuvo oportunidad de hablar con su hermana en privado en la habitación de esta última.
—Dime que me vaya si te molesto, Agatha, y déjame saber a qué hora puedo verte por la mañana —dijo.
—Mi querido Miles, ¿has olvidado que no logro dormir cuando hace buen tiempo? Desde hace años, mi canción de cuna son los recios vientos del Mar del Norte que soplan bajo mi ventana. ¡Escucha! No se oye nada allá afuera en esta noche apacible. Es la hora en que la marea hace sonar las piedras; este es el momento exacto, y no se las oye entrechocar. ¿Ya salió la luna?
Mirabel descorrió las cortinas.
—El cielo es un insondable abismo de negrura —respondió—. Si fuera supersticioso, creería que esa espantosa oscuridad es un mal presagio para el futuro. ¿Sufres, Agatha?
—En este momento no. Supongo que, lamentablemente, mi aspecto ha empeorado mucho desde la última vez que me viste.
De no ser por el fulgor febril de sus ojos, habría parecido un cadáver. Su frente cubierta de arrugas, sus mejillas hundidas, sus labios sin color referían una terrible historia de años de sufrimiento. El arreglo del cuarto acentuaba la apariencia fantasmal de su rostro. Esa mujer condenada, que moría lentamente día a día, adoraba los colores brillantes y las telas de suntuosa textura. El empapelado de las paredes, las cortinas, la alfombra, exhibían todos los matices del arco iris. Yacía en un lecho cubierto de seda púrpura, con colgaduras de terciopelo verde para no sentir el frío. Ricos encajes ocultaban su cabello ralo, prematuramente gris, y en sus dedos huesudos centelleaban anillos brillantes. La habitación refulgía a la luz de lámparas y velas. Hasta el vino colocado a su lado, que la mantenía viva, había sido trasvasado a una botella de lustroso cristal veneciano. «Mi tumba está abierta», solía decir, «y quiero que todos estos objetos hermosos me impidan contemplarla. Si me dejaran a oscuras, moriría de inmediato».
Su hermano se sentó, pensativo, junto al lecho.
—¿Quieres que te diga lo que estás pensando? —preguntó ella.
Mirabel siguió la corriente de ese capricho momentáneo.
—¡Dime! —dijo.
—Quieres saber lo que pienso de Emily —respondió la señora Delvin—. En tu carta me contabas que estabas enamorado, pero no creí lo que decía tu carta. Siempre he dudado de que fueras capaz de sentir verdadero amor… hasta que vi a Emily. En el instante en que entró en mi habitación supe que nunca había apreciado lo suficiente a mi hermano. Sí estás enamorado de ella, Miles, y eres mejor persona de lo que pensaba. ¿Te parece que te he expresado lo que pienso?
Mirabel tomó su mano consumida y la besó agradecido.
—¡En qué situación me encuentro! —dijo—. Amarla como la amo y, si llegara a saber la verdad, ser la causa de su horror. ¡Ser el hombre a quien perseguiría hasta llevarlo a la horca, en cumplimiento de su deber para con la memoria de su padre!
—No has mencionado lo peor —le recordó la señora Delvin—. Has prometido ayudarla a encontrar a ese hombre. Tu única esperanza de convencerla de que se convierta en tu esposa depende de tu éxito en hallarlo. Y tú eres ese hombre. ¡He ahí tu situación! No puedes someterte a aceptarla. ¿Cómo escapar de ella?
—Tratas de amedrentarme, Agatha.
—Trato de exhortarte a que enfrentes con valentía tu situación.
—Hago todo lo que puedo —dijo Mirabel con huraña resignación—. Hasta el momento la fortuna me ha favorecido. Honestamente, no he podido complacer a Emily encontrando el paradero de la señorita Jethro. Se marchó sin dejar rastro del lugar donde la vi por última vez, y Emily lo sabe.
—No olvides que sí hay un rastro de la señora Rook, y que Emily espera que lo sigas —contestó la señora Delvin.
Mirabel se estremeció.
—Estoy rodeado de peligros por todas partes —dijo—. Haga lo que haga, resulta un error. Quizás también me equivoqué al traer a Emily.
—¡No!
—Podría fácilmente inventar una excusa y llevármela de regreso a Londres —insistió Mirabel.
—Y a pesar de que todo parece indicar lo contrario, la señora Rook podría dirigirse a Londres, de modo que llevaras a Emily a tiempo para recibirla en su casa —contestó su hermana, más sagaz—. En todos los sentidos, estás más seguro en mi vieja torre. Y no olvides que tienes mi dinero a tu disposición, si lo necesitas. Creo, Miles, que sin duda lo necesitarás.
—¡Eres la más querida y mejor de las hermanas! ¿Qué me recomiendas que haga?
—Lo que te habrías visto obligado a hacer de haber permanecido en Londres —respondió la señora Delvin—. Debes ir mañana a Redwood Hall, tal como Emily convino. Si la señora Rook no se encuentra allí, debes preguntar cuál es su dirección en Escocia. Si nadie la sabe, debes afanarte por tratar de conseguirla. Y cuando al fin encuentres a la señora Rook…
—¿Sí?
—Asegúrate, sea donde sea, de que puedes verla a solas.
Mirabel se alarmó.
—No me sometas a este suspenso —exclamó—. Dime lo que me propones.
—No te preocupes esta noche por lo que te propongo. Antes de decirte lo que tengo en mente, debo saber si la señora Rook está en Inglaterra o en Escocia. Tráeme esa información mañana y entonces tendré algo más que decirte. ¡Escucha! Se está levantando el viento, ha empezado a llover. Puede que logre dormir; pronto se dejará oír el mar. Buenas noches.
—¡Buenas noches, querida, y muchas, muchas gracias!