Alban decide qué hacer
Durante los primeros días de la estancia de Mirabel en su hotel de Londres, en Netherwoods ocurrían sucesos que afectaban los intereses del hombre que era el blanco principal de su desconfianza. Poco después de su regreso a la escuela, la señorita Ladd se enteró de la existencia de un artista que podía ocupar el puesto que dejaría vacante Alban Morris. Era el día 23 del mes. Cuatro días después, el nuevo profesor estaría listo para asumir sus deberes, y Alban quedaría libre.
El día 24, Alban recibió un telegrama que lo sobresaltó. Quien le enviaba el mensaje era la señora Ellmother, y su texto era el siguiente; «Reúnase conmigo en su estación del ferrocarril a las dos».
En la sala de espera encontró a la anciana, que le dispensó una brusca bienvenida.
—Los minutos son preciosos, señor Morris; ha llegado usted con dos minutos de retraso —dijo—. El próximo tren a Londres hace una parada aquí en media hora y debo regresar en él.
—Cielo santo, ¿qué la trae por aquí? ¿Emily…?
—Emily está bastante bien de salud, si es eso lo que pregunta. En cuanto a qué me trae por aquí, la razón es que me resulta mucho más fácil (¡mala suerte!) hacer este viaje que escribir una carta. Una buena acción se paga con otra. No olvido cuán bondadoso fue usted conmigo allá en la escuela, y no puedo ver lo que está sucediendo en la casa, a sus espaldas, sin hacérselo saber. ¡Oh, no tiene que alarmarse por ella! Inventé una excusa para alejarme durante algunas horas y no la dejé sola. La señorita Wyvil fue a Londres de nuevo y el señor Mirabel pasa con ella la mayor parte del tiempo. Discúlpeme un momento. Tengo tanta sed después del viaje que casi no puedo hablar.
La anciana fue hasta el mostrador de la sala de espera.
—La molesto, jovencita, para que me sirva un vaso de cerveza.
Regresó junto a Alban de mejor humor.
—¡No está mal! Cuando le haya dicho lo que tengo que decirle, tomaré un poquito más, para que se me vaya de la boca el gusto al señor Mirabel. Espere un momento: tengo una pregunta que hacerle. ¿Cuánto más tiempo está obligado a quedarse aquí enseñando a pintar a las señoritas?
—En tres días me marcharé de Netherwoods —contestó Alban.
—¡Eso está muy bien! Puede que llegue a tiempo para devolverle la cordura a la señorita Emily.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que, si no se lo impide, se casará con el pastor.
—¡No puedo creerlo, señora Ellmother! ¡No lo creo!
—¡Ah, pobrecito, le consuela decirlo! Mire, señor Morris, la situación es la siguiente. Usted cayó en desgracia con la señorita Emily, y él se aprovecha. Fui lo bastante tonta como para que Mirabel me cayera simpático la primera vez que le abrí la puerta; ahora ya sé a qué atenerme. Me encandiló; y ahora la está encandilando a ella. ¿Le digo cómo? Haciendo lo que usted habría hecho de haber tenido la oportunidad. La está ayudando, o fingiendo que la ayuda, no sé cuál de las dos cosas, a encontrar al hombre que asesinó al pobre señor Brown. ¡Después de cuatro años! ¡Y cuando toda la policía de Inglaterra (con una recompensa para estimularla) hizo todo lo que pudo y no consiguió nada!
—¡Olvídese de eso! —dijo Alban impaciente—. Quiero saber cómo la ayuda Mirabel.
—Eso sí no puedo decírselo. No supondrá que me lo cuentan todo. Lo más que logro es coger al vuelo una palabra por aquí y otra por allá, cuando el buen tiempo los tienta a salir al jardín. Ella le dice que sospecha de la señora Rook y que averigüe más sobre la señorita Jethro. Y él tiene sus planes, y los escribe, lo que en mi opinión es exactamente lo contrario de hacer algo de utilidad. La gente que garabatea todo el tiempo no me resulta simpática. Al mismo tiempo, si estuviera en su lugar, no contaría demasiado con que fracase. Ese alfeñique de Mirabel —si no fuera por la barba creería que es una mujer, y una mujer enfermiza, además; se desmayó en nuestra casa el otro día—, ese alfeñique de Mirabel se ha tomado en serio el asunto. Para no tener que dejar sola a la señorita Emily entre el sábado y el lunes, buscó a un pastor desempleado para que lo sustituyera los domingos. Y lo que es más, la convenció (con algún fin en mente) para que se marchara de Londres la semana que viene.
—¿Regresa a Monksmoor?
—¡Nada de eso! El señor Mirabel tiene una hermana, una señora viuda; está inválida o algo así. Se trata de la señora Delvin. Vive lejos, en el norte, junto al mar, y la señorita Emily va a quedarse en su casa.
—¿Está segura?
—¿Segura? Vi la carta.
—¿Se refiere a la carta de invitación?
—Sí. La propia señorita Emily me la enseñó. Yo iré con ella «para cuidar de mi ama», como dice la señora. Diré algo a favor de la señora Delvin: su letra hace honor a la escuela donde estudió; y esa pobre criatura condenada a guardar cama redactó una invitación tan bonita que ni yo me habría resistido, y, como sabe, no soy blandita. No parece prestarme atención, señor Morris.
—Perdone, estaba pensando.
—¿Pensando en qué, si me disculpa el atrevimiento?
—En regresar a Londres con usted en lugar de esperar a que el nuevo profesor ocupe mi lugar.
—¡No haga eso, señor! No sería beneficioso, sino perjudicial, que apareciera ahora en la casa. Además, no sería justo con la señorita Ladd marcharse antes de que ese otro hombre se hiciera cargo de las señoritas. Puede confiar en que velaré por sus intereses; y no se acerque a la señorita Emily —ni siquiera le escriba— a menos que tenga algo que decirle acerca del asesinato, lo que estará ansiosa por oír. Descubra algo en esa dirección, señor Morris, mientras que el pastor sólo intenta o finge hacerlo, y respondo por los resultados. ¡Mire el reloj! En diez minutos más llegará el tren. Mi memoria ya no es lo que era, pero creo que le he dicho todo lo que tenía que decirle.
—¡Usted es la mejor de las amigas! —dijo Alban cálido.
—Olvídelo, señor. Si en pago quiere hacerme un favor de amigo, dígame qué sabe de la señorita de Sor.
—Regresó a Netherwoods.
—¡Ajá! La señorita Ladd cumple su palabra. ¿Le molestaría escribirme para contarme si la señorita de Sor vuelve a abandonar la escuela? ¡Santo Dios! Ahí está en el andén con su bolso de mano y su equipaje. ¡No deje que me vea, señor Morris! Si llega a entrar aquí, le dejaré las marcas de mis diez uñas en esa cara falsa que tiene, tan seguro como que soy cristiana.
Alban se colocó en la puerta para ocultar a la señora Ellmother. Allí, en efecto, estaba Francine, acompañada por una de las maestras de la escuela. Se sentó en un banco junto a la oficina de reservaciones, en un estado de huraña indiferencia, totalmente ensimismada, sin advertir nada. Movida por una ingobernable curiosidad, la señora Ellmother avanzó de puntillas hasta donde se encontraba Alban para echarle una ojeada. A una persona que conociera los hechos no podía caberle duda alguna acerca de lo sucedido. Francine no había logrado justificar su conducta y había sido expulsada del hogar de la señorita Ladd.
—¡Habría ido al fin del mundo para verlo! —dijo la señora Ellmother.
Regresó a su lugar en la sala de espera, perfectamente satisfecha.
Al salir de la oficina de reservas después de comprar los billetes, la maestra advirtió la presencia de Alban.
—Me alegraré cuando le haya entregado esa señorita a la persona que debe recibirla en Londres —dijo, mirando hacia Francine.
—¿La enviarán de regreso junto a sus padres? —preguntó Alban.
—Aún no lo sabemos. La señorita Ladd enviará una carta a Santo Domingo con el próximo correo. Mientras tanto, el agente de su padre en Londres —la misma persona que paga su mensualidad— se hará cargo de ella hasta que se reciban noticias del Caribe.
—¿Ella está de acuerdo?
—No parece preocuparle lo que le suceda. La señorita Ladd le dio todas las oportunidades para explicarse y excusarse, y no logró que reaccionara. Ya ve el estado en que se encuentra. Nuestra buena directora —que, como sabe, no pierde las esperanzas ni en el peor de los casos— cree que se siente avergonzada, y que es demasiado inmodesta y voluntariosa para reconocerlo. Yo pienso que algún desengaño secreto pesa sobre su mente. Quizás me equivoco.
No. La señorita Ladd se equivocaba y la maestra estaba en lo cierto.
La pasión de la venganza, de naturaleza esencialmente egoísta, es, de todas las pasiones, la de ángulo de visión más estrecho. Al satisfacer el odio hacia Emily que le inspiraban los celos, Francine había previsto correctamente las consecuencias que ello podría acarrearle al otro blanco de su enemistad: Alban Morris. Pero no había percibido el inminente peligro de otro resultado que, en un estado de ánimo más sereno, no se le habría escapado. Al triunfar sobre Emily y Alban había sido el instrumento indirecto para infligirse a sí misma el más amargo de todos los desengaños: había acercado a Emily y Mirabel. El primer anuncio de esa catástrofe le había llegado con el aviso de que Mirabel no regresaría a Monksmoor. Sus peores temores se habían visto después confirmados por una carta de Cecilia que ésta le enviara a Netherwoods. A partir de ese momento, ella, que había hecho infelices a otros, pagó con un sufrimiento tan hondo como el que había infligido. Completamente postrada, impotente, debido a que ignoraba la dirección de Mirabel en Londres, para hacerle una última apelación, se sentía, como ya se ha dicho, totalmente indiferente a lo que no tuviera que ver con ella. Cuando el tren se aproximó, se puso de pie, avanzó hasta el borde del andén y de repente dio un paso atrás, con un estremecimiento. La maestra miró aterrorizada a Alban. ¿La joven desesperada habría estado a punto de lanzarse bajo las ruedas de la locomotora? La idea pasó por la mente de ambos, pero ninguno de los dos quiso admitirla. Cuando el tren se detuvo, Francine subió tranquila al vagón, apoyó la cabeza en una esquina y cerró los ojos. La señora Ellmother ocupó su lugar en otro compartimiento y le hizo una señal a Alban de que se acercara a la ventanilla para decirle algo.
—¿Dónde puedo encontrarlo cuando vaya a Londres? —preguntó.
—En casa del doctor Allday.
—¿Qué día?
—El próximo martes.