Mirabel decide qué hacer
Tras llegar al hotel en el que acostumbraba a quedarse cuando iba a Londres, Mirabel cerró la puerta de su cuarto. Contempló las casas de la acera de enfrente. Su mente estaba sumida en un estado tal de desconfianza enfermiza que cerró las persianas de la ventana. El desventurado clérigo se sentó en un rincón, solo y a oscuras, se cubrió el rostro con las manos y trató de entender lo que le había ocurrido.
Nada de lo que sucediera en la fatal entrevista con Emily podía haberle dado el menor aviso de lo que se le venía encima. El nombre del padre de la muchacha —absolutamente desconocido para él cuando huyera de la posada— sólo se le había comunicado al público en las crónicas de los periódicos sobre la investigación judicial. Cuando aparecieran esas crónicas, Mirabel estaba escondido, en circunstancias que le hacían imposible leer los periódicos. En la época en que el asesinato era todavía un tema de conversación, se encontraba en Francia —muy lejos de la ruta de los viajeros ingleses—, y permaneció en el continente hasta el verano de 1881. No había discreta maniobra que pudiera sacarlo de la situación en la que se hallaba. Le había prometido a Emily encontrar al sospechoso del asesinato de su padre, ¡y ese hombre era él! ¿Qué recurso le quedaba?
Si huía, su repentina desaparición constituiría en si misma una circunstancia sospechosa y, por tanto, provocaría averiguaciones que podrían arrojar graves resultados. Aun suponiendo que no tuviera en cuenta ese riesgo, ¿sería capaz de separarse de Emily, quizás para toda la vida? Incluso en medio del horror inicial que le produjera percatarse de su situación, la influencia que sobre él ejercía Emily —el hálito vivificador de la única capacidad viril de resistencia que lo ponía fuera del alcance de sus propios miedos—, había permanecido incólume. La sola posibilidad que se sentía incapaz de enfrentar era la de alejarse de Emily.
Después de llegar a esa conclusión, sus temores lo instaron a reflexionar sobre su seguridad.
La primera precaución a adoptar era la de apartar a Emily de los amigos cuyo consejo pudieran resultar hostiles a sus intereses, e incluso quizás peligrosos para su integridad. Para llevar a cabo ese plan, necesitaba un aliado en el cual pudiera confiar. Ese aliado estaba a su disposición, muy lejos, en el norte.
Cuando los celos de Francine comenzaran a limitar la libertad de su trato con Emily en Monksmoor, había considerado la posibilidad de hacer gestiones que les permitieran encontrarse en la casa de su hermana enferma, la señora Delvin. Le había hablado a Emily de ella y del padecimiento que la condenaba a su cuarto, en términos que ya habían despertado el interés de la joven. En su actual trance, decidió retomar el tema y acelerar el encuentro entre las dos mujeres que ya sugiriera en la mansión campestre del señor Wyvil.
No había tiempo que perder para llevar a vías de hecho ese proyecto. Le envió una nota a la señora Delvin con el correo de ese mismo día, en la que le confiaba, en primer lugar, la crítica situación en la que ahora se encontraba. Hecho lo anterior, su carta continuaba en los siguientes términos:
Querida Agatha, a tu sano juicio le podría parecer que me preocupo innecesariamente por el futuro. Sólo dos personas saben que soy el hombre que escapó de la posada de Zeeland. Tú eres una de ellas, y la otra es la señorita Jethro. En ti puedo confiar absolutamente; y teniendo en cuenta lo sucedido hasta ahora, debía sentirme seguro acerca de la señorita Jethro. Lo admito, pero no puedo superar la desconfianza que me inspiran los amigos de Emily. Le temo al astuto doctor; sospecho del señor Wyvil, odio a Alban Morris.
Hazme un favor, querida. Invita a Emily a hacerte una visita para así apartarla de esos amigos. La vieja sirvienta que la atiende debe estar incluida en la invitación, por supuesto. Tengo entendido que la señora Ellmother vela por los intereses de Alban Morris: cuando la tengamos segura en tu retiro septentrional, no tendrá ninguna posibilidad de crearnos problemas.
No hay ningún temor de que Emily rechace tu invitación.
En primer lugar, ya se siente interesada en ti. En segundo término, tomaré en consideración las pequeñas convenciones de la vida social, y en vez de viajar con ella hasta tu casa, la seguiré en otro tren que parta más tarde. En tercer lugar, me ha elegido para ser su consejero de confianza, y hará lo que le diga que haga. Me duele, real y verdaderamente me duele, verme obligado a engañarla, pero la otra alternativa es revelarle que soy el monstruo a quien busca. ¿Ha estado alguien antes en una situación semejante? Y, oh, Agatha, ¡la quiero tanto! Si no logro convencerla de que sea mi esposa, no me importa lo que me suceda. Solía pensar antes que la deshonra y la muerte en la horca eran las posibilidades más terribles que podía prever un hombre. En mi ánimo actual, me da lo mismo que una vida sin Emily termine de esa forma que de cualquier otra. Cuando estemos juntos en tu vieja torre contra la que embate el mar, haz todo lo que puedas, querida, para lograr que el corazón de esa dulce joven se incline hacia mí. Si permanece en Londres, ¿cómo estaré seguro de que el señor Morris no recobrará el lugar que ocupaba en su afecto? Sólo pensarlo me produce escalofríos.
Hay un último punto que debo mencionarte antes de poner fin a mi carta.
Cuando me escribiste por última vez, me contaste que no se esperaba que Sir Jervis Redwood viviera mucho más tiempo, y que después de su muerte se despediría a su servidumbre. ¿Podrías averiguarme que sucederá, en ese caso, con el señor y la señora Rook? En lo que a mí concierne, no dudo de que puedo confiar en que el cambio de mi aspecto, que me ha protegido durante todos estos años, impida que esos dos me reconozcan. Pero es de suma importancia que, dado el proyecto al que Emily se ha consagrado, no se encuentre con la señora Rook. Ya se han comunicado por carta, y la señora Rook le ha manifestado la intención (si se presenta la oportunidad) de visitarla en su casa. ¡Otra razón, y de peso, para sacar a Emily de Londres! No nos será difícil mantener a los Rook alejados de tu casa, pero admito que me sentiría más tranquilo si supiera que se han marchado de Northumberland.
Con esa confesión puso fin a su carta el hermano de la señora Delvin.