El fin del desmayo
Emily recuperó su presencia de ánimo. Abrió la puerta para crear una corriente de aire en la habitación y pidió agua a gritos. Volvió junto a Mirabel y le aflojó la corbata. En ese momento llegó la señora Ellmother, justo a tiempo para evitar que la joven cometiera un error muy común en el tratamiento de las personas desmayadas, al levantarle la cabeza al clérigo. La corriente de aire y las salpicaduras de agua sobre el rostro pronto produjeron su acostumbrado efecto.
—Volverá en sí de inmediato —comentó la señora Ellmother—. Su tía a veces era dada a estos desvanecimientos, señorita, y algo sé de ellos. A pesar de esa barba tan grande, parece ser una criaturita debilucha. ¿Pasó algo que lo asustara?
¡Lejos estaba Emily de saber cuánto de verdad había en ese comentario casual!
—No hay nada que pueda haberla asustado —contestó—. Me temo que tiene algún problema de salud. Cuando hablábamos, palideció de repente y pensé que iba a ponerse enfermo. No le dio importancia y pareció recuperarse. Lamentablemente, yo estaba en lo cierto: era el aviso del desmayo; un minuto después cayó al suelo.
Un suspiro revoloteó sobre los labios de Mirabel. Abrió los ojos, le lanzó a la señora Ellmother una mirada de vago terror y volvió a cerrarlos. Emily le susurró a la sirvienta que se marchara de la habitación. La anciana sonrió mordaz al abrir la puerta, y después volvió la vista atrás con un súbito cambio de humor. Ver a su buena amita inclinada sobre el débil clérigo la hizo pensar, por una extraña asociación de ideas, en Alban Morris.
—Ah —musitó para sí misma al salir—, ¡ese sí es un Hombre!
En el aparador había vino: el vino que en vano le ofreciera antes Emily a Mirabel. Esta vez, el clérigo lo bebió con avidez. Recorrió la habitación con la vista, como si quisiera asegurarse de que estaban solos.
—¿He perdido mucho en su estimación? —preguntó con una leve sonrisa—. Me temo que, después de esto, tendrá una pobre opinión de su nuevo aliado.
—Mi única opinión es que debe cuidar más de su salud —contestó Emily con un sincero interés en su restablecimiento—. Permítame dejarlo descansar en el sofá.
Mirabel se negó a permanecer en la casa. Le preguntó a Emily, con súbito nerviosismo, si era posible que su sirvienta le consiguiera un coche de alquiler. La joven se aventuró a dudar de que tuviera fuerzas suficientes para marcharse solo. El predicador reiteró, lastimosamente reiteró, su petición. Se llamó de inmediato a un coche que pasaba. Emily lo acompañó a la verja.
—Sé lo que debo hacer —dijo él con tono apresurado y aire ausente—. Un poco de reposo y un tónico me ayudarán —la húmeda frialdad de su piel cuando se estrecharon la mano le produjo a Emily un estremecimiento—. ¿No pensará mal de mí por esto? —preguntó él.
—¡Cómo puede imaginar semejante cosa! —respondió ella con calidez.
—¿Me recibirá si vengo mañana?
—Estaré ansiosa por verlo.
En esos términos se separaron. Emily regresó a la casa compadeciéndolo de todo corazón.