CAPÍTULO LIII

Aparece el amigo

La señora Ellmother entró en la sala.

—Le dije que el señor Mirabel volvería —anunció—. Aquí está.

—¿Quiere que lo reciba?

—Lo deja a su decisión.

Por un momento, y sólo por un momento, Emily se sintió indecisa.

—Hágalo pasar —dijo.

Desde que pasó a la habitación, resultó visible la turbación de Mirabel. Por primera vez en su vida —en presencia de una mujer— el popular predicador se mostraba tímido. Él, que había estrechado cientos de hermosas manos con afectuosa presión; él, que había ofrecido elocuente consuelo en Inglaterra y en el extranjero a bellezas acongojadas, se dio cuenta de que cuando Emily lo recibió le cambiaron los colores del rostro y fue incapaz de pronunciar palabra. Pero aunque no estaba en su mejor momento —y, lo que es peor, era consciente de ello— no había nada despreciable en su aspecto y sus maneras. Su silencio y su confusión revelaban un cambio que inspiraba respeto. El amor había hecho madurar al mimado favorito de necias congregaciones, al afeminado animalito doméstico de salones y tocadores, hasta convertirlo en un Hombre, y ninguna mujer en la situación de Emily habría dejado de percibir que se trataba de un amor que ella había inspirado.

Igualmente incómodos, ambos buscaron refugio en las frases manidas que sugería la ocasión. Una vez agotadas, se produjo una pausa. Mirabel mencionó a Cecilia, como recurso para continuar la charla.

—¿Ha visto a la señorita Wyvil? —preguntó.

—Estuvo aquí anoche y espero verla hoy otra vez antes de que vuelva a Monksmoor con su padre. ¿Regresa usted con ellos?

—Sí, si usted lo hace.

—Yo me quedo en Londres.

—Entonces yo también me quedo en Londres.

El poderoso sentimiento que se albergaba en su interior al fin había logrado expresarse. En días más felices —cuando Emily rehusara insistentemente dejarlo hablar con seriedad— la joven habría tenido lista una respuesta vivaz. Ahora guardó silencio. Mirabel le suplicó que no lo malinterpretara, mediante una franca confesión de sus motivos, que lo mostraron a una nueva luz. El hombre fácil y locuaz que antes casi nunca pareciera hablar en serio, quería decir, seriamente quería decir lo que dijo a continuación.

—¿Me permite tratar de explicarme? —preguntó.

—Por supuesto, si así lo desea.

—Por favor, no me crea capaz de la presunción de dedicarle un cumplido hueco. No puedo pensar en usted, sola y en dificultades, sin sentir una preocupación que sólo tengo una forma de aliviar: debo estar cerca para saber de usted todos los días. ¡No repitiendo esta visita! A menos que usted lo desee, no cruzaré el umbral de su casa. La señora Ellmother me dirá si está usted más tranquila; la señora Ellmother me dirá si su fortaleza se ve sometida a nuevas pruebas. No tiene por qué mencionarle que he hablado con ella a la puerta; y puede ella estar segura, y usted también puede estarlo, de que no haré preguntas indiscretas. Soy capaz de compadecerla en su infortunio sin querer saber cuál es. Si puedo serle de la menor utilidad, piense en mí como en su servidor. Dígale a la señora Ellmother: «Quiero verlo», y será suficiente.

¿Qué mujer se habría resistido a una devoción tal? Los ojos de Emily eran tiernos al responderle.

—No sabe cómo me conmueve su bondad —dijo.

—No mencione mi bondad hasta que no la haya puesto a prueba —la interrumpió él—. ¿Puede un amigo (quiero decir, un amigo como yo) resultarle de alguna utilidad?

—De la mayor utilidad, si me atreviera a disponer de él.

—¡Le suplico que disponga de mí!

—Pero no sabe lo que me propongo, señor Mirabel.

—No necesito saberlo.

—Puedo estar equivocada. Todos mis amigos me dicen que estoy equivocada.

—No me importa lo que dicen sus amigos; no me importa nada en el mundo excepto su tranquilidad. ¿Acaso su perro le pregunta si está en lo cierto o equivocada? Soy su perro. Pienso en usted, y en nada más.

Emily rememoró lo ocurrido en los últimos días. La señorita Ladd, la señora Ellmother, el doctor Allday: nadie la había apoyado ni le había hablado como la apoyaba y le hablaba este hombre. Recordó la terrible sensación de indefensión y soledad que oprimiera su corazón poco antes de la llegada de Mirabel. Ni su padre se habría mostrado mucho más bondadoso con ella que este amigo a quien sólo conocía desde hacía unas pocas semanas. Lo contempló con los ojos empañados por las lágrimas; era incapaz de decir algo elocuente, ni siquiera algo que resultara apropiado.

—Es usted muy bueno conmigo —fue lo único que logró decir para agradecerle todo lo que le ofrecía. ¡Cuán pobre retribución parecía ser! ¡Y, sin embargo, cuánto significaba!

Mirabel se puso de pie al tiempo que manifestaba, considerado, que la dejaría para que se recobrara y aguardaría para saber si lo necesitaba.

—No —dijo ella—. No debo dejarlo ir. La más elemental gratitud me obliga a tomar una decisión antes de que se marche, y he decidido depositar en usted mi confianza —vaciló, su rostro se cubrió de un leve rubor—. Sé cuán desinteresadamente me ofrece su ayuda —continuó—. Sé que me habla como un hermano le hablaría a su hermana…

Mirabel la interrumpió gentilmente.

—No —dijo—. No puedo afirmar eso con sinceridad. Y, ¿puedo atreverme a recordarle por qué? Usted sabe por qué.

Emily experimentó un sobresalto. Sus ojos se posaron en él con momentáneo reproche.

—¿Es justo que me diga eso en mi situación? —preguntó.

—¿Sería justo permitirle que se engañara? —replicó él—. ¿Merecería que depositara en mí su confianza si la alentara a hacerlo con una mentira? No saldrá de mis labios, a menos que usted lo permita, ni una palabra más sobre las esperanzas de las que depende la felicidad de mi vida. Prometo, en mi consagración a sus intereses, olvidarme de mí mismo. Mis motivos pueden ser malinterpretados; mi posición incomprendida. Quienes ignoran la realidad pueden tomarme por ese otro hombre feliz por quien usted se interesa…

—¡Calle, señor Mirabel! La persona a quien se refiere no tiene sobre mí los derechos que supone.

—¿Me atreveré a decir cuán feliz me hace saberlo? ¿Me perdonará?

—Lo perdonaré si no dice una palabra más.

Sus ojos se encontraron. Totalmente embargado por la nueva esperanza que Emily le hiciera concebir, Mirabel fue incapaz de responderle. Sus nervios sensibles temblaban de emoción, como los nervios de una mujer; su delicada tez palideció lentamente hasta perder todo su color. Emily se alarmó: Mirabel parecía a punto de desmayarse. La joven corrió a la ventana para abrirla más.

—No se moleste, por favor —dijo él—. Las emociones súbitas me producen fácilmente cierta agitación, y en este momento mi felicidad me abruma un poco.

—Déjeme darle un vaso de vino.

—Gracias, de veras que no lo necesito.

—¿De verdad se siente mejor?

—Ya me siento muy bien, y deseoso de saber cómo puedo servirla.

—Es una larga historia, señor Mirabel; una historia terrible.

—¿Terrible?

—¡Sí! Primero déjeme decirle cómo puede serme útil. Busco a un hombre que cometió contra mí la maldad más cruel que un ser humano puede causarle a otro. Pero las probabilidades están todas en mi contra: no soy más que una mujer, y no sé siquiera cómo dar el primer paso para descubrirlo.

—Lo sabrá cuando yo la guíe.

Mirabel le recordó tiernamente lo que podía esperar de él, y ella lo recompensó con una mirada de gratitud. Sin ver nada, sin sospechar nada, avanzaban cada vez más hacia el desenlace.

—En una o dos ocasiones, cuando estábamos en Monksmoor, le hablé de mi pobre padre, y debo volver a hablarle de él —continuó Emily—. No podía usted tener interés en inquirir sobre un desconocido, y no puede haberse enterado de cómo murió.

—Perdón, pero el señor Wyvil me contó cómo había muerto.

—Se enteró usted de lo que yo le había contado al señor Wyvil: estaba equivocada —dijo Emily.

—¡Equivocada! —exclamó Mirabel en tono de cortés sorpresa—. ¿No fue una muerte súbita?

—Sí fue una muerte súbita.

—¿Causada por una enfermedad del corazón?

—No fue causada por ninguna enfermedad. Me engañaron sobre la muerte de mi padre y hace tan sólo unos pocos días que lo he descubierto.

A punto de asestarle la terrible conmoción que iba a provocarle, Emily se detuvo, dudando si sería mejor relatarle cómo lo había descubierto o pasar sin más al resultado de su descubrimiento. Mirabel supuso que había hecho una pausa para calmar su agitación. Estaba tan descomunalmente lejos de albergar la menor sospecha sobre lo que se avecinaba que hizo gala de ingenio con la esperanza de evitarle una pena.

—Me imagino el resto —dijo—. La causa de su triste pérdida fue un accidente fatal. Cambiemos de tema; cuénteme más acerca de ese hombre que debo ayudarla a encontrar. Seguir hablando sobre la muerte de su padre no logrará sino acongojarla.

—¿Acongojarme? —repitió ella—. ¡Su muerte me enloquece!

—¡Oh, no diga eso!

—¡Escuche! ¡Escuche! Mi padre murió asesinado en Zeeland, y el hombre que debe ayudarme a encontrar es el rufián que lo mató.

Emily se incorporó de un salto con un grito de terror. Mirabel había caído al suelo sin sentido.