¡Si pudiera encontrar un amigo!
Poco después de la partida de la señorita Ladd llegó un paquete para Emily con el nombre de un librero impreso en la etiqueta. Era grande y pesado.
—Lectura suficiente para toda una vida —comentó la señora Ellmother después de llevar el paquete a los altos.
Emily la llamó cuando se disponía a salir de la habitación.
—Quiero hacerle una advertencia antes de que llegue la señorita Wyvil —dijo—. No le diga, no le diga a nadie, cómo murió mi padre. Si les confiamos nuestro secreto a otras personas, lo comentarán. No sabemos cuán cerca de nosotros puede hallarse el asesino. El menor indicio puede ponerlo en guardia.
—¡Oh, señorita, todavía está pensando en eso!
—No pienso en nada más.
—Eso es malo para la mente, señorita Emily, y malo para el cuerpo, como se ve por su aspecto. Me gustaría que consultara con alguna persona prudente antes de meterse sola en este asunto.
Emily dejó escapar un suspiro de cansancio.
—En mi situación, ¿dónde encontrar a esa persona en quien pueda confiar?
—Puede confiar en el buen doctor.
—¿Le parece? Quizás me equivoqué cuando dije que no lo recibiría. Podría resultarme de alguna utilidad.
La señora Ellmother le sacó el máximo provecho a esa concesión, ante el temor de que Emily cambiara de idea.
—Puede que el doctor Allday venga a verla mañana —dijo.
—¿Quiere decir que lo mandó llamar?
—¡No se enfade! Lo hice por su bien, y el señor Mirabel estuvo de acuerdo conmigo.
—¡El señor Mirabel! ¿Qué le contó al señor Mirabel?
—Nada, salvo que usted está enferma. Cuando lo oyó, se ofreció a buscar al doctor. Vendrá mañana a interesarse por su salud. ¿Lo recibirá?
—Todavía no lo sé. Tengo otras cosas en las que pensar. Haga subir a la señorita Wyvil cuando llegue.
—¿Le preparo el cuarto de los huéspedes?
—No. Se quedará con su padre en su casa de Londres.
Emily dio esa respuesta casi con aire de alivio. Cuando llegó Cecilia, fue sólo mediante un esfuerzo que logró mostrar su agradecimiento por la simpatía de su amiga más querida. Terminada la visita, sintió una ingrata sensación de libertad: su mente se liberaba de los frenos que la contenían; podía volver a pensar en el único tema terrible que le interesaba ahora. Por encima del amor, la amistad, el natural disfrute de su juventud, señoreaba la desoladora decisión que la comprometía a vengar la muerte de su padre. Sus más caros recuerdos de él —que antaño fueran recuerdos tiernos— ahora la quemaban (para usar sus propias palabras) como una brasa. El amor que uniera en épocas pretéritas al padre y a la hija no era un sentimiento corriente. Todo el esplendor de la vida de Emily desde la infancia hasta la primera juventud —una vida sin madre, sin hermanos, sin hermanas— era obra de su padre. Aceptar la pérdida de ese único y amado compañero a causa de una cruel enfermedad era la prueba más difícil a la que se había visto obligada a resignarse. Pero verse separada de él por la mano asesina de un hombre era más de lo que la apasionada naturaleza de Emily podía sufrir pasivamente. Antes de que se hubiera cerrado detrás de su amiga la verja del jardín, había retornado a su idea fija, se había sumido totalmente en su única aspiración. Ya había desempaquetado y esparcido sobre la mesa los libros que ordenara con ese propósito en mente: eran libros que podían complementar su falta de experiencia y revelarle los peligros del curso que se había trazado. Hora tras hora, mientras la vieja sirvienta creía que su ama dormía, leyó absorta biografías en inglés y francés en las que se relataban las estratagemas mediante las cuales famosos policías habían capturado a los peores criminales de sus épocas. Después se dedicó a leer obras de ficción cuyo tema fundamental era el develamiento de crímenes ocultos. Pasó la noche y el alba se asomó a su ventana, y aún seguía abriendo libro tras libro mientras sentía desfallecer su valor, y no lograba más que llegar a la desalentadora convicción de su incapacidad para llevar adelante sus planes. Casi cada página que volvía le revelaba los inconmovibles obstáculos que ponían en su camino su edad y su sexo. ¿Podría ella mezclarse con las personas, o visitar las escenas, que les resultaban familiares a los hombres que siguieran (en la vida real y en la ficción) el rastro de los homicidas hasta llegar a sus cubiles para marcarlos con el estigma de Caín a fin de diferenciarlos de sus prójimos inocentes? ¡No! Una joven que adoptara o pretendiera adoptar esa tarea enfrentaría a cada paso insultos y ultrajes como abominable tributo a su juventud y a su belleza. ¿Qué proporción guardarían los hombres que la respetaran con los que podrían hacerla objeto de proposiciones que resultaba casi imposible imaginar sin estremecerse? Se arrastró exhausta hasta el lecho sintiéndose la más indefensa, la más descorazonada criatura que pisaba la vasta faz de la tierra: una joven consagrada a realizar la tarea de un hombre.
Atento a cumplir sin demoras la promesa hecha a Mirabel, el doctor fue a visitar a Emily por la mañana temprano, antes de la hora en que solía dirigirse a su consultorio.
—¿Y bien? ¿Qué le ocurre a su linda patrona? —preguntó, a su manera abrupta, cuando la señora Ellmother le abrió la puerta—. ¿Es amor? ¿O celos? ¿O un vestido nuevo que tiene una arruga?
—Ya se lo contará la propia señorita Emily, señor. Me tiene prohibido decir nada.
—¿Pero a pesar de eso se propone decirme algo?
—¡No bromee, doctor Allday! Las cosas aquí están demasiado serias para bromas. Prepárese para una sorpresa, sólo le digo eso.
Antes de que el doctor pudiera preguntarle a qué se refería, Emily abrió la puerta de la sala.
—¡Pase! —dijo impaciente.
El primer saludo del doctor Allday fue estrictamente profesional.
—Hija mía, no esperaba verla así —comenzó—. Parece gravemente enferma.
Intentó tomarle el pulso. Emily retiró su mano.
—Es mi mente la que está enferma —respondió—. Tomarme el pulso no me curará de mi ansiedad y mi pena. Quiero un consejo; quiero ayuda. Querido doctor, usted ha sido siempre un buen amigo: séalo ahora mejor que nunca.
—¿Qué puedo hacer?
—Prometa que guardará el secreto que voy a contarle. Y escuche, escuche con paciencia, hasta que haya terminado.
El doctor Allday prometió y escuchó. Al menos hasta cierto punto, estaba preparado para una sorpresa, pero esta repentina revelación era más de lo que podía soportar con ecuanimidad. Contempló a Emily embargado por una silenciosa consternación. La joven lo había sorprendido y conmocionado, no sólo por lo que le revelara, sino por lo que inconscientemente dejaba adivinar. ¿Sería posible que la apariencia personal de Mirabel le hubiera producido la misma impresión que la que despertara en su imaginación? Su primer impulso, cuando se serenó lo suficiente para hablar, lo indujo a plantearle la pregunta con todo cuidado.
—Si por casualidad se topara con ese sospechoso, ¿cuenta con algún medio para identificarlo? —dijo.
—Ninguno, doctor. Si reflexiona en el asunto…
El doctor la interrumpió, convencido del peligro de alentarla y resuelto a actuar a partir de ese convencimiento.
—Con mi profesión tengo bastante para mantenerme ocupado —dijo—. Pídale a su otro amigo que reflexione sobre el asunto.
—¿Qué otro amigo?
—El señor Alban Morris.
En el instante en que pronunció ese nombre, se percató de que había despertado recuerdos penosos.
—¿Se ha negado el señor Morris a ayudarla? —inquirió.
—No le he pedido ayuda.
—¿Por qué?
No había otra alternativa (con un hombre como el doctor Allday) que ofenderlo o responderle. Emily adoptó este último camino. En esta ocasión no tuvo motivo para quejarse de su silencio.
—Su opinión sobre la conducta del señor Morris me sorprende —contestó— me sorprende más de lo que soy capaz de expresar —añadió al recordar que él también era culpable de haberla mantenido ignorante de la verdad.
En consideración a una consideración equivocada, padecía ahora su paz de espíritu.
—Sea bueno conmigo y no me lo tenga en cuenta si estoy equivocada —dijo Emily—. No puedo rebatir sus argumentos; sólo puedo decirle lo que siento. Usted ha sido siempre tan bondadoso conmigo, ¿puedo seguir contando con su bondad?
El doctor Allday volvió a su silencio original.
—¿Puedo al menos preguntarle si sabe algo sobre ciertas personas…? —continuó Emily, y se interrumpió, desalentada por la fría e inquisitiva expresión de los ojos del anciano.
—¿Qué personas? —dijo.
—Personas de las que sospecho.
—Nómbremelas.
Emily nombró a la dueña de la posada de Zeeland: ahora era capaz de interpretar correctamente la conducta de la señora Rook cuando le pusieran entre las manos el medallón en Netherwoods. El doctor Allday le respondió seca y brevemente: ni siquiera conocía a la señora Rook. Emily mencionó a continuación a la señorita Jethro y se percató de inmediato de que había logrado despertar su interés.
—¿Qué sospechas tiene sobre la señorita Jethro? —preguntó.
—Sospecho que sabe más sobre la muerte de mi padre de lo que está dispuesta a admitir —contestó Emily.
Los modales del doctor mejoraron.
—Estoy de acuerdo —dijo con franqueza—. Pero conozco un poco a esa dama. Le prevengo que no desperdicie tiempo y energías tratando de descubrir un punto débil en la señorita Jethro.
—No es esa la opinión que me inspiró en la escuela —replicó Emily—. Por otro lado, no sé qué puede haber sucedido desde entonces. Quizás he perdido la estimación que me tenía.
—¿Por qué?
—A causa de mi tía.
—¿A causa de su tía?
—Desearía estar equivocada, confío en ello, pero temo que mi tía haya tenido algo que ver con el despido de la señorita Jethro de la escuela, y en ese caso es posible que se haya enterado —continuó Emily. Sus ojos, que estaban clavados en el doctor, de pronto se iluminaron—. ¡Usted sabe algo sobre ese asunto! —exclamó.
El doctor ponderó durante unos momentos si debía o no contarle acerca de la carta que había encontrado en la casa, dirigida a la señorita Ladd por la señorita Letitia.
—Si le dijera que sus temores están bien fundados, ¿eso haría que se mantuviera alejada de la señorita Jethro? —preguntó.
—Sentiría vergüenza de dirigirle la palabra, incluso si nos encontráramos por casualidad.
—Muy bien. Puedo asegurarle categóricamente que su tía fue la persona que hizo que expulsaran a la señorita Jethro de la escuela. Cuando llegue a casa, le enviaré una carta que lo prueba.
Emily inclinó la cabeza.
—¿Por qué es ahora que me entero? —dijo.
—Porque antes de hoy no tenía ningún motivo para contárselo. Si no otra cosa, al menos he logrado mantenerla alejada de la señorita Jethro.
Emily lo miró alarmada. El doctor siguió hablando sin parecer percatarse de que le había producido un sobresalto.
—Quisiera Dios que pudiera con la misma facilidad impedir el enloquecido proyecto que se ha propuesto.
—¿El enloquecido proyecto? —repitió Emily—. Oh, doctor Allday. ¿Será tan cruel que me abandone en el momento en que más necesito su ayuda?
Esa apelación lo conmovió. Habló con más amabilidad; la condenaba, pero le inspiraba compasión.
—Pobre hija mía, cruel sería si lo alentara. Se está consagrando a una empresa tan escandalosamente improcedente para una joven como usted que le puedo afirmar que la contemplo con horror. ¡Reflexione, se lo ruego, reflexione; y déjeme oírle decir que renuncia a ella, no a causa de mis pobres súplicas, sino de su buen juicio! —su voz se quebró; se le humedecieron los ojos—. Si me quedo un momento más, haré el tonto —exclamó furioso—. Adiós.
Partió.
Emily fue hasta la ventana y contempló la hermosa mañana. ¡No había nadie que la compadeciera, nadie que la entendiera, nada que le hablara a su pobre ser mortal de esperanza y aliento, salvo el cielo brillante, tan lejano! Le volvió la espalda a la ventana. «El sol brilla para el asesino igual que brilla para mí», pensó.
Se sentó a la mesa y trató de calmar el tumulto de su mente, de pensar serenamente en qué paso dar. Todos y cada uno de sus escasos amigos opinaban que cometía un error. ¿Acaso ellos habían perdido al único ser que amaban en el mundo en manos de un homicida que seguía libre? Todo lo que había de fiel, todo lo que había de leal en el carácter de la joven la hacia aferrarse a su desesperada decisión como con un puño de hierro. Si cedía en ese momento de tristeza, no era porque dudara de su proyecto, sino porque sentía su desamparo.
—¡Oh, si fuera un hombre! —se dijo—. ¡Oh, si pudiera encontrar un amigo!