CAPÍTULO LI

El doctor ve

Alban regresó a Netherwoods para seguir prestando allí sus servicios hasta que se encontrara otro profesor que pudiera ocupar su lugar.

La señorita Ladd lo siguió en un tren posterior. Emily era demasiado consciente de cuán importante resultaba la presencia de la directora para la buena marcha de la escuela como para permitirle que permaneciera en su casa. Quedó acordado que se escribirían y que el cuarto de Emily estaría esperando por ella en Netherwoods cada vez que sintiera deseos de ocuparlo.

Esa tarde la señora Ellmother preparó el té más temprano que de costumbre. Como estaba a solas con Emily, se le ocurrió que podía aprovechar esa situación para insinuar unas palabras a favor de Alban. Escogió mal el momento. En cuanto pronunció el nombre del profesor, Emily la hizo callar con una mirada y mencionó a otra persona: la señorita Jethro.

De inmediato, la señora Ellmother protestó a su manera terminante.

—¡Haga lo que quiera, pero no vuelva con eso! ¿Qué le importa la señorita Jethro?

—Estoy más interesada en ella de lo que supone. Sucede que sé por qué se marchó de la escuela.

—¡Con perdón, señorita, pero eso es totalmente imposible!

—Se marchó de la escuela por un motivo muy grave —insistió Emily—. La señorita Ladd descubrió que había usado referencias falsas.

—¡Santo Dios! ¿Quién se lo dijo?

—Ya ve que lo sé. Le pregunté a la señorita Ladd cómo le había llegado esa información. Prometió no revelar nunca el nombre de quien se lo comunicó. A ella no se lo dije, pero a usted puedo decírselo: me temo que tengo una idea de quién fue esa persona.

—¡No, no es posible que sepa quién era! —afirmó terca la señora Ellmother. ¿Cómo podría saberlo?

—¿Quiere que le repita lo que oí en ese cuarto de enfrente cuando mi tía agonizaba?

—¡Deje eso, señorita Emily! ¡Por Dios, deje eso!

—No puedo dejarlo. Me resulta terrible sospechar de mi tía sin más motivos que lo que dijo cuando deliraba. Dígame, si me quiere, ¿era su imaginación trastornada o era la verdad?

—Por la salvación de mi alma, señorita Emily, yo sólo puedo conjeturar, como usted. No puedo estar segura. Mi ama confiaba en mí tan sólo a medias. Me temo que a veces tengo la lengua muy dura. La ofendí, y desde ese momento sólo actuaba según su propio criterio. Lo que hizo, lo hizo a escondidas, en lo que a mí toca.

—¿Cómo fue que la ofendió?

—Me veré obligada a hablar de su padre para decírselo.

—Hable de él.

—¡Tenga en cuenta que él no tuvo la culpa! —dijo la señora Ellmother con aire solemne—. Si no estuviera segura de lo que le cuento, no lograría sacarme ni una palabra. ¡Ese hombre tan bueno y tan dulce —no se puede negar— sí estaba enamorado de la señorita Jethro! ¿Qué le pasa?

Emily recordaba su memorable conversación con la maestra caída en desgracia durante su última noche de escuela.

—Nada —respondió—. Siga.

—Si no hubiera tratado de que no lo supiéramos, a su tía nunca se le habría ocurrido que estaba enredado en un amorío vergonzoso. No niego que la ayudé en sus averiguaciones, pero fue sólo porque estaba segura desde el principio de que cuanto más supiera, más evidente sería la inocencia de mi amo. Solía ir a encontrarse en secreto con la señorita Jethro. En la época en que su tía todavía confiaba en mí, nunca logramos saber dónde. Fue después que lo descubrió por sí sola (no puedo decirle cuánto tiempo después), y gastó dinero empleando a unos miserables para que escarbaran en el pasado de la señorita Jethro. Sentía (y me perdona que se lo diga) el odio de las solteronas por una joven hermosa que hacía que su padre se alejara de la casa y (de cierta manera) interponía un secreto entre su hermano y ella. No le contaré cómo examinamos las cartas y otras cosas que su padre olvidaba guardar bajo siete llaves. Sólo le diré que en un diario que llevaba encontramos algo que me hizo avergonzarme de mí misma. Se lo leí a la señorita Letitia y le dije redondamente que no contara más conmigo. No, no tengo copia de sus palabras, las recuerdo sin necesidad de ninguna copia. «Incluso si mi religión no me prohibiera poner en peligro mi alma viviendo en pecado con esta mujer que amo» —así empezaba— «el recuerdo de mi hija me obligaría a conservarme puro. Ninguna conducta mía me hará nunca indigno del afecto y el respeto de mi hija». ¡Ya ve! La hago llorar; ya me voy. Le he dicho cuanto tenía que decirle. Sólo la señorita Ladd sabe de manera cierta si su tía fue inocente o culpable de la caída en desgracia de la señorita Jethro. Por favor, excúseme, tengo cosas que hacer en los bajos.

De vez en cuando, mientras realizaba sus labores domésticas, la señora Ellmother pensaba en Mirabel. Habían pasado varias horas y el doctor no había aparecido. ¿Estaba tan ocupado que no podía dedicarles ni unos minutos de su tiempo? ¿O sería que el atractivo caballerito, después de prometer con tanta liberalidad cumplir su encargo, no lo había hecho? Esa última sospecha era injusta con Mirabel, quien se había comprometido a regresar a casa del doctor y había cumplido su palabra.

El doctor Allday estaba de nuevo en su consultorio y recibía a sus pacientes. Cuando le llegó su turno, Mirabel no tuvo motivos para quejarse de la bienvenida de que lo hizo objeto. Al mismo tiempo, después de que manifestara el objetivo de su visita, algo extraño comenzó a traslucirse en las maneras del doctor.

Le lanzó a Mirabel una mirada de incómoda curiosidad e inventó una excusa para que su visitante cambiara de posición, de modo que la luz cayera sobre el rostro de Mirabel.

—Tengo la impresión de que lo he visto antes en algún momento —dijo el doctor.

—Me avergüenza decir que no lo recuerdo —respondió Mirabel.

¡Ah, es muy probable que me equivoque! Pasaré a ver a la señorita Emily, caballero. Puede confiar en ello.

De nuevo a solas en su consultorio, el doctor Allday no hizo sonar la campanilla para llamar al próximo paciente que esperaba por él. Sacó su diario de la gaveta del escritorio y buscó las anotaciones del pasado mes de julio.

Al llegar al día 15, recorrió con la vista las primeras líneas que escribiera: «Visita de una dama misteriosa que se hace llamar señorita Jethro. Nuestra conversación condujo a resultados sumamente inesperados».

No: eso no era lo que buscaba. Miró un poco más abajo y a partir de un punto leyó ininterrumpidamente lo siguiente:

«Visité a la señorita Emily, muy preocupado por lo que podría descubrir en los papeles de su tía. Todos los papeles destruidos, gracias a Dios, excepto el recorte de periódico donde se ofrece una recompensa por la captura del asesino, que encontró en aquel álbum. Le devolví el recorte. Emily se mostró muy sorprendida de que después de circular por todas partes una descripción tan detallada, el malhechor hubiera escapado. Me leyó la descripción con su voz hermosa y clara: “Su edad se calcula entre los veinticinco y los treinta años. Es un hombre bien proporcionado y de pequeña estatura. Tez rubia, rasgos delicados, ojos azul claro. Pelo rubio bastante corto. Rostro completamente afeitado, a excepción de unas patillas estrechas”, etc. Emily no comprende cómo pudo disfrazarse el fugitivo. Le hice ver que podía cambiar el aspecto de su cabeza y su rostro de modo muy efectivo (con ayuda del tiempo) dejándose crecer el pelo y cultivando su barba. Emily no quedó convencida, a pesar de lo evidente del caso. Cambió el tema de conversación.»

El doctor dejó a un lado su diario e hizo sonar la campanilla.

«Curioso», pensó. «Ese pequeño clérigo tan presumido me recordó la conversación que sostuve con Emily hace más de dos meses. Me pregunto si sería por sus cabellos ondulantes. ¿O sería su espléndida barba? ¡Santo Dios! ¿Y si resultara que…?»

Lo interrumpió la entrada de su paciente. A ese lo siguieron otros enfermos. Durante el resto de la tarde, la mente del doctor Allday estuvo ocupada en asuntos profesionales.