La señorita Ladd aconseja
La señora Ellmother, perpleja y apesadumbrada, se sentó junto a los rescoldos de la lumbre de la cocina a reflexionar sobre los sucesos del día.
Había esperado a la puerta de la casa para intercambiar unas palabras amables con Alban después de que éste se despidiera de Emily. La desoladora desesperación de su rostro le aconsejó dejarlo ir en silencio. A continuación le había echado un vistazo a la sala. Pálida y fría, Emily yacía en el sofá, hundida en una inerme depresión del cuerpo y de la mente.
—No me hable. Estoy muy agotada —susurró.
Era obvio que el criterio sobre la conducta de Alban que le había expresado era al que se había aferrado durante el encuentro entre ambos. Se habían separado con sentimientos de dolor —tal vez de ira—, quizás para siempre. La señora Ellmother ayudó a Emily a incorporarse en un silencio compasivo, la condujo a los altos y aguardó a su lado hasta que se durmió.
En las horas muertas de la madrugada, las reflexiones de la fiel sirvienta —a ratos sobre el pasado, a ratos sobre el presente— avanzaron lenta y gradualmente en dirección al incierto futuro. Al ponderar hasta dónde era capaz la responsabilidad que había caído sobre sus hombros, sintió que era más de lo que podía o debía soportar por sí sola. ¿A quién volverse en busca de ayuda?
Los caballeros y las damas de Monksmoor eran unos extraños para ella. El doctor Allday estaba al alcance de la mano, pero Emily había dicho: «No envíes por él; me atormentará con sus preguntas y quiero, si es posible, mantener mi mente tranquila». Pero quedaba una persona a cuya siempre pronta bondad podía apelar la señora Ellmother, y esa persona era la señorita Ladd.
Habría sido fácil pedir el auxilio de la buena directora para consolar y aconsejar a una alumna favorita a la que amaba. Pero la señora Ellmother tenía otro objetivo en mente: estaba decidida a que la fría crueldad de la traicionera amiga de Emily no quedara impune. Si una anciana ignorante no podía hacer mucho, al menos podía contar la verdad y dejarle a la señorita Ladd la tarea de decidir si una persona como Francine merecía permanecer a su cuidado.
Sentirse justificada a dar ese paso era una cosa; ponerlo claramente por escrito era otra. Tras varios vanos intentos que le llevaron toda la noche, la señora Ellmother rasgó su carta y se comunicó con la señorita Ladd por la mañana mediante un mensaje telegráfico. «La señorita Emily confronta graves dificultades. No puedo dejarla sola. Además, tengo algo que decirle que no se puede contar por carta. ¿Nos haría el favor de venir a vernos?»
A inicios de la tarde, la llegada de un visitante llevó a la señora Ellmother a la puerta. La apariencia personal del desconocido le causó una impresión favorable.
Era un caballero apuesto y de pequeña estatura; sus maneras eran atrayentes, y su voz singularmente agradable.
—Vengo de la casa de campo del señor Wyvil y traigo una carta de su hija —dijo—. ¿Me permite aprovechar la oportunidad para preguntarle si la señorita Emily se encuentra bien?
—Lamento decirle que no, caballero. Está tan decaída que no se ha levantado de la cama.
Al escuchar esa respuesta, el rostro del visitante reveló una solicitud y un pesar tan grandes que la señora Ellmother se sintió favorablemente impresionada y añadió algo más:
—Mi ama ha tenido que soportar una dura prueba, caballero. Espero que la carta de la joven no le traiga malas noticias.
—Todo lo contrario, son noticias que se alegrará de saber. La señorita Wyvil vendrá al caer la tarde. ¿Me perdona que le pregunte si la señorita Emily ha consultado a un médico?
—No quiere oír de ver al médico, caballero. Es buen amigo de ella y vive muy cerca. Lamentablemente, estoy sola en la casa. Si pudiera dejarla un momento, iría al instante a pedirle consejo.
—¡Permítame que vaya yo! —propuso Mirabel vehemente.
El rostro de la señora Ellmother se iluminó.
—Es muy amable de su parte, caballero, si no le importa la molestia.
—Mi buena señora, nada es molestia tratándose de servir a su joven ama. Deme el nombre y la dirección del médico e indíqueme qué debo decirle.
—Hay algo con lo que debe tener cuidado —respondió la señora Ellmother—. Que no parezca que lo llamaron: mi ama se negaría a recibirlo.
Mirabel la entendió.
—No olvidaré pedirle que tome esa precaución. Tenga la amabilidad de decirle a la señorita Emily que vine a interesarme por ella; mi nombre es Mirabel. Volveré mañana.
Se apresuró a realizar su encargo, sólo para encontrar que llegaba tarde. El doctor Allday había salido de Londres, llamado para atender a un enfermo grave. No se esperaba que regresara hasta muy avanzada la tarde. Mirabel dejó un mensaje en el que decía que regresaría al anochecer.
La próxima visitante que llegó a la casa fue la leal amiga en cuya generosa naturaleza la señora Ellmother sabiamente había decidido confiar. La señorita Ladd había resuelto, desde el mismo momento en que leyera el telegrama, darle respuesta en persona.
—Si hay malas noticias, dígamelas de inmediato —pidió—. Ya no soporto el suspenso; el trajín de la escuela comienza a ser superior a mis fuerzas.
—No hay nada de qué alarmarse, señora, pero tengo mucho que contarle antes de que vea a la señorita Emily. Esta tonta cabeza mía se me va, al pensar en todo este asunto. No sé por dónde empezar.
—Empiece por Emily —sugirió la señorita Ladd.
La señora Ellmother siguió el consejo. Describió la inesperada llegada de Emily el día anterior y repitió lo que conversaran después. El primer impulso de la señorita Ladd después de recobrar la calma fue el de ir junto a Emily sin esperar a oír nada más. Sin osar detenerla, la señora Ellmother, no obstante, se aventuró a hacerle una pregunta.
—¿Tiene mi telegrama, señora?
La señorita Ladd se lo mostró.
—¿Podría hacer el favor de mirar otra vez la última parte?
La señorita Ladd la leyó: «Además, tengo algo que decirle que no se puede contar por carta». Retornó de inmediato a su asiento.
—¿Lo que aún no me ha contado tiene que ver con alguien que conozco? —dijo.
—Tiene que ver con la señorita de Sor, señora. Me temo que le voy a provocar un disgusto.
—¿Qué fue lo que le dije al entrar? —preguntó la señorita Ladd—. Cuéntemelo todo e intente —no es fácil, lo sé, pero inténtelo— comenzar por el principio.
La señora Ellmother pasó revista a sus recuerdos de los sucesos ocurridos y comenzó mencionando la curiosidad que había despertado en Francine el día que Emily las presentara. A partir de ahí, procedió a relatar lo sucedido en Netherwoods, el atroz intento de asustarla con la imagen de cera, el descubrimiento realizado por Francine esa noche en el jardín y las circunstancias en las cuales se lo comunicara a Emily.
El rostro de la señorita Ladd se encendió de indignación.
—¿Está segura de todo lo que me ha dicho? —preguntó.
—Completamente segura, señora. Espero no haber hecho mal contándoselo todo —añadió sencillamente la señora Ellmother.
—¿Mal? —repitió la señorita Ladd enardecida—. Si esa indigna jovencita no puede alegar nada en su descargo, es un baldón para mi escuela, y habré contraído con usted una deuda de gratitud por revelarme su verdadero carácter. Regresará a Netherwoods de inmediato y responderá a mi entera satisfacción o se marchará de mi casa. ¡Qué crueldad! ¡Qué hipocresía! En todo mi trato con jóvenes nunca había visto nada igual. Déjeme acudir junto a mi querida Emily y tratar de olvidar lo que acabo de oír.
La señora Ellmother condujo a la buena señora a la habitación de Emily, y tras volver al primer piso, salió al jardín. El esfuerzo mental que realizara había dejado su huella, consistente en un dolor de cabeza y una abrumadora depresión. «Una bocanada de aire me hará revivir», pensó.
Los jardines del frente y el fondo de la casa se comunicaban. Mientras daba lentas vueltas en torno a la vivienda, la señora Ellmother oyó unos pasos en el sendero de entrada, que se detuvieron junto a la verja. Miró por encima de la reja y descubrió a Alban Morris.
—¡Pase, caballero! —dijo, alegrándose de verlo.
El hombre la obedeció en silencio. Cuando pudo verle el rostro de cerca, la señora Ellmother sufrió una conmoción. Nunca antes había parecido tan envejecido y macilento el amigo que fuera tan bondadoso con ella en Netherwoods.
—¡Oh, señor Alban, ahora veo cuánto lo ha hecho sufrir! No tome al pie de la letra sus palabras. Anímese, caballero, las jóvenes cambian pronto de opinión.
Alban estrechó su mano.
—No puedo hablar de eso —dijo—. El silencio me ayuda a sobrellevar mi infortunio como le corresponde a un hombre. He recibido algunos golpes duros en la vida: no parecen haber embotado mi capacidad de sufrimiento como creí que lo habían hecho. ¡Gracias a Dios que ella no sabe cuánto me ha hecho sufrir! Quiero pedirle perdón por haberme dejado llevar ayer por mis emociones. Hubo un momento en que le hablé con dureza. No. No quiero importunarla con mi presencia; le he puesto por escrito que lo lamento. ¿Podría usted entregarle mi carta? Adiós y gracias. No debo demorarme; la señorita Ladd me espera en Netherwoods.
—La señorita Ladd está en la casa en estos momentos, caballero.
—¡Aquí, en Londres!
—En los altos, con la señorita Emily.
—¿En los altos? ¿Emily está enferma?
—Está mejorando, caballero. ¿Quiere ver a la señorita Ladd?
—¡No hay duda de que debería hacerlo! Tengo algo que decirle, y no debo perder tiempo. ¿Puedo esperar en el jardín?
—¿Y por qué no en la sala, caballero?
—La sala me trae a la mente recuerdos de días más felices. Con el tiempo quizás tenga valor suficiente para volver a ver esa habitación. Ahora no.
«Si no se reconcilia con ese buen hombre, mi hija de crianza es lo que nunca he creído que fuera: una tonta», pensó la señora Ellmother cuando regresaba a la casa. Media hora después, la señora Ladd se reunió con Alban en el pequeño espacio sembrado de césped que quedaba en la parte posterior de la casa.
—Le traigo la respuesta de Emily —dijo—. Léala antes de decirme nada.
Alban la leyó:
No debe suponer que me ha ofendido, y puede estar seguro de que le agradezco el tono en que está escrita su nota. Por mi parte, intento escribir con ánimo indulgente; desearía poder escribirle, además, para expresarle mi conformidad. Es imposible. Sigo sin lograr entender sus motivos. Usted no es un familiar mío; no tenía ninguna obligación de guardar el secreto; me oyó hablar del asesinato de mi padre como si se tratara del de un desconocido; ¡y me mantuvo —deliberada, cruelmente— engañada! Ese recuerdo me quema como una brasa. ¡No puedo, oh, Alban, no puedo seguir teniendo de usted la buena opinión que tenía, y que he perdido! Si desea ayudarme a soportar mi carga, le suplico que no vuelva a escribirme.
Alban le extendió la carta en silencio a la señorita Ladd. Ella le indicó con un gesto que la conservara.
—Sé lo que Emily le escribió, y le dije lo que ahora le digo a usted: está equivocada, equivocada en todos los sentidos —dijo—. Su impulsividad la lleva, desafortunadamente, a sacar conclusiones apresuradas, y una vez que se las ha formado, se atiene a ellas con todo el vigor de su carácter. En este asunto, no mira sino su lado de la cuestión, y es ciega al suyo.
—¡Pero no lo hace a propósito! —la interrumpió Alban.
La señorita Ladd lo miró admirada.
—¿Defiende usted a Emily? —dijo.
—La amo —respondió Alban.
La señorita Ladd se compadeció de él, como se había compadecido la señora Ellmother.
—Tiempo al tiempo, señor Morris —continuó—. El peligro al que hay que temer es el de que cometa alguna acción insensata en ese intervalo. ¿Quién puede saber cómo terminará todo si persiste en su actual manera de pensar? ¡Hay algo de monstruoso en una joven que declara que es su deber perseguir a un asesino y llevarlo ante la justicia! ¿No le parece?
Alban siguió defendiendo a Emily.
—Me parece un impulso natural; natural y noble —dijo.
—¡Noble! —exclamó la señorita Ladd.
—Sí, porque nace de un amor que no se extinguió con la muerte de su padre.
—¿Entonces la secunda?
—¡Lo haría de todo corazón, si me diera esa oportunidad!
—Dejemos el tema, señor Morris. La señora Ellmother me ha dicho que tiene usted algo que comunicarme. ¿De qué se trata?
—Tengo que pedirle que me permita renunciar a mi puesto en Netherwoods —contestó Alban.
La señorita Ladd no sólo experimentó sorpresa sino también —lo que era muy raro en ella— ciertas sospechas. Se le ocurrió que después de lo que Alban le comunicara a Emily, quizás meditaba en algún proyecto desesperado con la esperanza de recuperar el lugar que perdiera en su favor.
—¿Se ha enterado de un empleo mejor? —preguntó.
—No me he enterado de ningún empleo. Mi estado mental me impide prestarles la debida atención a mis alumnas.
—¿Es esa su única razón para marcharse de mi escuela?
—Es una de mis razones.
—¿La única que le parece necesario comunicarme?
—Sí.
—Lamentaré perderlo, señor Morris.
—Créame, señorita Ladd, que le agradezco su amabilidad.
—¿Tendría la bondad de dejarme que le diga algo más? —respondió la señorita Ladd—. No pretendo inmiscuirme en sus secretos. Sólo confío en que no tenga en mente ningún proyecto irreflexivo.
—No la entiendo, señorita Ladd.
—Sí, señor Morris, sí me entiende.
La directora de la escuela estrechó la mano de Alban Morris y regresó junto a Emily.