Emily sufre
A la señora Ellmother —que había quedado a cargo de la vivienda de Emily, y de cuando en cuando resentía la soledad de su situación— acababa de ocurrírsele probar la influencia reconfortante de una taza de té, cuando oyó un coche de alquiler frente a la casa. A continuación se oyó un violento repiqueteo de la campanilla de la puerta. Abrió… y halló a Emily en los escalones de la entrada. Una mirada a ese rostro amado y familiar fue suficiente para la vieja sirvienta.
—Dios nos asista, ¿qué ha ocurrido? —exclamó.
Sin una palabra de respuesta, Emily abrió la marcha hacia la pieza que fuera el escenario de la muerte de la señorita Letitia. La señora Ellmother vaciló en el umbral.
—¿Por qué me trae aquí? —preguntó.
—¿Por qué trató de impedirme que entrara? —respondió Emily.
—¿Cuándo traté de impedirle que entrara, señorita?
—Cuando vine de la escuela a cuidar a mi tía. ¡Ah, ahora recuerda! Es verdad. Le pregunto aquí, donde murió su vieja ama, ¿es cierto que mi tía me mantuvo engañada sobre la muerte de mi padre? ¿Y que usted lo sabía?
Se produjo un silencio de muerte. La señora Ellmother temblaba horriblemente, sus labios se entreabrieron, sus ojos recorrieron la habitación con una mirada idiotizada por el terror.
—¿Es su fantasma quien se lo dijo? —susurró—. ¿Dónde está su fantasma? El cuarto me da vueltas, señorita, y el aire me zumba en los oídos.
Emily se abalanzó para sostenerla. La señora Ellmother avanzó trastabillando hasta un asiento y alzó sus grandes manos huesudas en gesto de desquiciada súplica.
—No me asuste —dijo—. Apártese.
Emily la obedeció. La anciana se limpió el sudor frío que cubría su frente.
—Acaba de mencionarme la muerte de su padre —dijo en un exabrupto, con tono desafiante, dictado por la desesperación—. ¡Pues bien! Sabemos cómo fue y lo lamentamos; su padre murió repentinamente.
—¡Mi padre murió asesinado en la posada de Zeeland! En el trayecto de este largo viaje hasta Londres he hecho todo lo posible por ponerlo en duda. ¡Oh, Dios mío, ahora estoy convencida!
Mientras respondía así, miró a la cama. Torturantes recuerdos de la confesión involuntaria de su tía cuando era presa del delirio le tornaban insoportable la habitación. Salió corriendo. La puerta de la sala estaba abierta. Al entrar, pasó junto al retrato de su padre que su tía colgara en la pared, sobre el hogar. Se dejó caer en el sofá y prorrumpió en un acceso de llanto apasionado.
—¡Oh, mi padre, mi querido, gentil, amante padre; mi primero, mejor y más leal amigo!; ¡asesinado! ¡Asesinado! ¡Oh, Dios!, ¿dónde estaba tu justicia, dónde estaba tu misericordia cuando encontró esa muerte terrible?
Una mano se posó en su hombro, una voz le habló:
—¡Cálmate, hija mía! Dios sabe lo que hace.
Emily levantó la vista y vio que la señora Ellmother la había seguido.
—Pobrecita, la asusté en la otra habitación —dijo Emily, serenándose de repente.
—Ya se me pasó, querida. Soy vieja, y mi vida ha sido dura. La vida, cuando es dura, enseña. No me quejo —se interrumpió y comenzó de nuevo a temblar—. ¿Me creerá si le digo algo? —preguntó—. Se lo advertí a mi ama, que era muy terca. Parada junto al ataúd de su padre, se lo advertí. Por más que esconda la verdad (le dije) llegará el momento en que nuestra niña sabrá lo que le oculta ahora. Quizás todavía estemos vivas las dos, o al menos una. Yo soy la que quedo viva; para mí no hay reposo en la tumba. Quiero que me lo cuente; ya no tiene que tener miedo de asustarme o lastimarme. Quiero que me cuente cómo se enteró. ¿Fue algo accidental, querida? ¿O se lo contó alguien?
La mente de Emily vagaba muy lejos de la señora Ellmother. Se levantó del sofá con las manos apretadas sobre el corazón dolorido.
—El único deber de mi vida; pienso en el único deber de mi vida —dijo—. ¡Mire! Ya me calmo, ya me he resignado a mi triste suerte. ¡Nunca, nunca volverá a ser igual que antes el querido recuerdo de mi padre! A partir de este momento, es la horrible memoria de un crimen. El crimen ha quedado impune; el asesino se les ha escapado a otros. A mí no se me escapará —hizo una pausa y miró con aire ausente a la señora Ellmother—. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Quiere saber cómo me enteré? ¡Naturalmente! ¡Naturalmente! Siéntese aquí, siéntese, mi vieja amiga, en el sofá, conmigo, y trasládese mentalmente a Netherwoods. Alban Morris…
La señora Ellmother se apartó de Emily consternada.
—¡No me diga que él tuvo algo que ver con esto! ¡El más bondadoso, el mejor de los hombres!
—El hombre que menos merece su buena opinión o la mía —respondió Emily inflexible.
—¡Y es usted quien lo dice! —exclamó la señora Ellmother.
—Lo digo. ¡Él —que se las ingenió para cautivarme— participaba en la conspiración para mantenerme engañada, y usted lo sabe! ¡Me oyó hablar de la crónica que apareció en los periódicos sobre el asesinato de mi padre —es más, me oyó hablar de ella serenamente, sin concederle importancia, en la inocente creencia de que se trataba del asesinato de un desconocido— y no abrió los labios para impedir esa horrible profanación! ¡Ni siquiera me dijo que hablara de otra cosa, que no me escucharía! ¡No hablemos más de él! No quiera Dios que lo vuelva a ver. ¡No! Haga lo que le digo. Trasládese mentalmente a Netherwoods. Una noche dejó que Francine de Sor la asustara. Huyó de ella hacia el jardín. ¡Tranquila! ¿Debo darle, a su edad, ejemplo de control sobre si misma?
—Quiero saber dónde está ahora Francine de Sor, señorita Emily.
—Está en la mansión campestre de la que acabo de marcharme.
—¿Y adónde irá después, si me hace el favor? ¿Regresará a la escuela de la señorita Ladd?
—Eso imagino. ¿Qué interés tiene en saber adónde irá después?
—No la volveré a interrumpir, señorita. Es cierto que huí hacia el jardín. Puedo adivinar quién me siguió. ¿Cómo se orientó, en la oscuridad, hasta el lugar en que estábamos yo y el señor Morris?
—La guió el olor del tabaco. Sabía quién fumaba. Lo había visto hablar con usted ese mismo día. Siguió el aroma. Oyó lo que se dijeron y me lo ha repetido. ¡Oh, mi vieja amiga, la maldad de una joven decidida a vengarse me ha dado la luz, mientras que usted, mi niñera, y él, mi enamorado, me dejaban en las sombras: ella me ha contado cómo murió mi padre!
—¡Es una forma muy amarga de decirlo, señorita!
—¿Es verdad?
—No. No es verdad en lo que a mí respecta. Bien sabe Dios que nunca se lo habría ocultado si su tía me hubiera hecho caso. Rogué y supliqué, me arrodillé a sus pies, le advertí, como acabo de contarle. ¿Tengo que recordarle a usted cuán testaruda era la señorita Letitia? Insistió. Me puso a escoger entre marcharme de su lado, de una vez y para siempre, o ceder. No habría cedido ante ninguna otra persona en todo el mundo. Soy obstinada, como me ha dicho usted a menudo. Pues bien, la obstinación de su tía venció a la mía: la quería demasiado para decirle que no. Además, si me pregunta de quién fue la culpa en primer lugar, tengo que decirle que no fue de su tía, sino que fue por miedo que hizo lo que hizo.
—¿Quién la asustó?
—Su padrino, el gran cirujano londinense, que estaba de visita en nuestra casa en esa época.
—¿Sir Richard?
—Sí, Sir Richard. Dijo que no respondía por las consecuencias si le contábamos la verdad, con su delicado estado de salud. Ah, después de eso se hizo todo lo que él quiso. Fue con la señorita Letitia a la investigación judicial, se ganó al juez y a los periodistas; logró que el nombre de su tía no apareciera en los periódicos; se hizo cargo del ataúd; contrató al funerario y a sus hombres, ninguno de Londres; redactó el certificado… ¡quién si no él! ¡Todos se quitaban el sombrero ante el hombre famoso!
—Pero sin duda los sirvientes y los vecinos hicieron preguntas.
—¡Cientos de preguntas! ¿Qué le importaban a Sir Richard? Eran como niños entre sus manos. Y tenga en cuenta que lo ayudó la suerte. Para empezar, el nombre era muy corriente. ¿Quién iba a identificar a su pobre padre entre los miles de James Brown? Después, la casa y las tierras fueron a manos del heredero varón, como le llamaban, el hombre con quien su padre había chocado hacía tiempo, que trajo consigo a su propia servidumbre. Mucho antes de que usted regresara de casa de los amigos con quienes pasaba un tiempo —¿no lo recuerda?— ya nos habíamos marchado de allí, estábamos a millas y millas de distancia, y los antiguos sirvientes andaban desperdigados, buscando colocarse donde podían. ¿Cómo podía usted sospechar de nosotros? En ese sentido, no teníamos nada que temer, pero me remordía la conciencia. Traté otra vez de convencer a la señorita Letitia cuando recuperó usted la salud. Le dije: «ya no hay temor de una recaída; cuénteselo poco a poco, pero dígale la verdad». ¡No! Su tía la quería demasiado. Me acobardaba con unos terribles accesos de llanto cuando trataba de convencerla. Y eso no era lo peor. Me echaba en cara cuán excitable era su padre. Me recordaba que la tristeza por la muerte de su madre lo había postrado con unas fiebres cerebrales. Me decía: «Emily salió a su padre. Yo misma te lo he oído decir. Tiene su misma constitución y sus mismos nervios sensibles. ¿No sabes cuánto lo amaba, cómo habla de él hasta el día de hoy? ¿Quién puede decir (si no somos cuidadosas) el terrible mal que podemos causar?». Fue así como mi ama me convenció. Me contagió sus miedos; fue como si me hubiera pegado una enfermedad. ¡Oh, querida mía, écheme la culpa si eso le hace bien, pero no olvide todo lo que he sufrido desde entonces! Me vi obligada a huir del lado de mi ama agonizante, aterrorizada por lo que pudiera decir mientras usted velaba junto a su lecho. He vivido temiendo lo que pudiera preguntarme, he ansiado regresar junto a usted y me ha faltado el valor para hacerlo. ¡Míreme ahora!
La pobre mujer trató de sacar su pañuelo, pero su mano trémula se enredó, inútil, en su vestido.
—Ni siquiera me puedo secar las lágrimas —dijo con voz desfalleciente—. ¡Trate de perdonarme, señorita!
Emily rodeó con sus brazos el cuello de su vieja niñera.
—Es usted quien tiene que perdonarme —dijo con tristeza.
Permanecieron en silencio unos momentos. A través de la ventana abierta al jardincito les llegaba un único sonido: el suave temblor de las hojas movidas por el viento vespertino.
La campanilla de la puerta rompió destempladamente el silencio. Ambas experimentaron un sobresalto.
El corazón de Emily latía con fuerza.
—¿Quién puede ser? —dijo.
La señora Ellmother se levantó.
—¿Digo que no puede recibir a nadie? —preguntó antes de salir de la habitación.
—¡Sí! ¡Sí!
Emily oyó cómo se abría la puerta; oyó voces que hablaban en voz baja en el zaguán. Pasaron unos momentos. Entonces la señora Ellmother regresó. No dijo nada. Emily le preguntó.
—¿Es una visita?
—Sí.
—¿Le ha dicho que no puedo recibir a nadie?
—No pude.
—¿Por qué no?
—No sea dura con él, querida. Es el señor Alban Morris.