CAPÍTULO XLVIII

La indagación

Tras reponer sus desfallecientes fuerzas en el huerto de los frutales, Mirabel se sentó a la sombra de un árbol y reflexionó sobre la crítica posición en que lo colocaban los celos de Francine.

Si la señorita de Sor permanecía en casa del señor Wyvil, a Mirabel no parecía quedarle otra opción que la de marcharse de Monksmoor y confiar en una respuesta favorable a la invitación de su hermana para poder disfrutar sin impedimentos de la compañía de Emily bajo otro techo. Por más que lo intentó, no pudo llegar a una conclusión más satisfactoria. Absorto en sus preocupaciones, el tiempo pasó rápidamente. Había transcurrido casi una hora cuando se levantó para regresar a la casa.

Al llegar al zaguán lo sobresaltó un grito de terror proferido por una voz de mujer, procedente de las regiones de los altos. En ese mismo momento, el señor Wyvil, que pasaba por el corredor de los cuartos tras salir de la sala de música, fue abordado por su hija, que salía a toda prisa de la pieza de Emily en un estado tal de alarma que casi le resultaba imposible hablar.

—¡Se ha ido! —exclamó en cuanto vio a su padre.

El señor Wyvil la tomó en sus brazos y trató de calmarla.

—¿Quién se ha ido? —preguntó.

—¡Emily! ¡Oh, papá, Emily se ha marchado! Se enteró de una noticia terrible; ella misma me lo contó.

—¿Qué noticia? ¿Cómo se enteró?

—No sé cómo se enteró. Yo había regresado al salón para enseñarle mis rosas…

—¿Había alguien con ella?

—¡No! Me asustó, parecía totalmente fuera de sí. Me dijo: «Déjame sola. Tengo que irme a casa». Me dio un beso y subió corriendo a su cuarto. ¡Oh, soy tan tonta! Cualquier otra se habría preocupado de no perderla de vista.

—¿Cuánto tiempo la dejaste sola?

—No estoy segura. Pensé en ir a decírtelo. Y entonces me preocupé por ella, toqué a su puerta y entré a su habitación. ¡Se ha ido! ¡Se ha ido!

El señor Wyvil agitó la campanilla y confió a Cecilia al cuidado de su doncella. Mirabel ya se le había reunido en el corredor. Bajaron juntos y consultaron a Alban. Éste se ofreció para dirigirse inmediatamente a la estación del ferrocarril. El señor Wyvil lo siguió hasta la portería que daba al camino, al tiempo que Mirabel se dirigía a una segunda verja en el extremo opuesto del parque.

Fue el señor Wyvil quien obtuvo las primeras noticias de Emily. El portero la había visto salir del parque a toda velocidad. La había llamado: «¿Pasa algo, señorita?», y no había recibido respuesta. Al preguntarle cuánto tiempo había transcurrido desde ese momento, se mostró demasiado confundido para responder con seguridad. Sabía que había tomado el camino que llevaba a la estación, y nada más.

El señor Wyvil y el señor Mirabel volvieron a reunirse en la casa y procedieron a interrogar a los sirvientes. No lograron descubrir nada más.

La pregunta que se les ocurría a todos se derivaba de las palabras que Cecilia le repitiera a su padre. Emily había dicho que se había «enterado de una noticia terrible». ¿Cómo le habría llegado la noticia? En Monksmoor sólo se recibía el correo por las mañanas. ¿Habría llegado un mensajero especial con una carta para Emily? Los sirvientes estaban absolutamente seguros de que nadie había llegado a la casa. La única conclusión posible era que alguien le había comunicado verbalmente la mala noticia. Pero, de nuevo, no se pudo obtener ninguna evidencia. En todo el día no había habido ningún visitante, ni habían llegado nuevos invitados. La investigación llegó a un punto muerto.

Alban regresó de los ferrocarriles con noticias de la fugitiva.

El profesor llegó a la estación poco después de la salida del tren de Londres. El empleado de la oficina reconoció la descripción de Emily y dijo que la joven había comprado un boleto para Londres. El jefe de la estación le había abierto la puerta del vagón y notó que la joven parecía muy agitada. Obtenida esa información, Alban le había enviado un telegrama a Emily en nombre de Cecilia: «Por favor envía unas pocas palabras para calmar nuestra preocupación y haznos saber si podemos serte de alguna utilidad».

Era evidente que eso era todo lo que podía hacerse, pero Cecilia no estaba satisfecha. Si su padre se lo hubiera permitido, habría partido en busca de Emily. Alban la calmó. Se disculpó ante el señor Wyvil por acortar su visita y anunció su intención de trasladarse a Londres en el próximo tren.

—Podríamos recomenzar nuestras averiguaciones con mejor éxito si indagamos quién fue la última persona que la vio y le habló antes de que su hija la encontrara a solas en el salón —añadió después de oír lo sucedido durante su ausencia—. Cuando salí de la habitación, la dejé con la señorita de Sor.

Se mandó a buscar a la doncella de la señorita de Sor. Francine había estado recorriendo el jardín a solas. En ese momento se encontraba en su habitación, cambiándose de ropa. Al enterarse de la súbita partida de Emily (informó la doncella) «se había sentido muy sorprendida e incapaz de entender qué significaba».

Cuando se reunió unos minutos después con sus amigos, en lo relativo a apariencia personal, Francine presentaba un fuerte contraste con los rostros pálidos y preocupados que la rodeaban. Tenía muy buen aspecto después de su paseo. En todo lo demás, guardaba perfecta armonía con los sentimientos prevalecientes. Se expresó con la mayor corrección; su interés conmovió a la pobre Cecilia hasta las lágrimas.

—Estoy convencido, señorita de Sor, de que tratará de ayudarnos —comenzó el señor Wyvil.

—Con el mayor placer —respondió Francine.

—¿Cuánto tiempo permanecieron juntas usted y la señorita Emily Brown después de que se marchara el señor Morris?

—Creo que no más de un cuarto de hora.

—¿Ocurrió algo fuera de lo común durante esa conversación?

—Nada.

Alban intervino por primera vez.

—¿Dijo usted algo que agitara u ofendiera a la señorita Brown? —preguntó.

—Su pregunta es bastante fuera de lo común —comentó Francine.

—¿Esa es su respuesta? —inquirió Alban.

—¡Mi respuesta es No! —dijo Francine presa de un súbito acceso de cólera.

Ahí terminó el tema. Al responderle al señor Wyvil, Francine lo había enfrentado sin turbarse. Cuando Alban intervino, nunca lo miró, salvo cuando despertó su ira. ¿Recordaba que el hombre que la interrogaba era el que sospechaba que ella había escrito el anónimo? Alban se mantenía en guardia contra sí mismo, sabiendo cuánto le disgustaba la joven. Pero no había manera de oponerse a la certeza que nacía en su mente. De alguna forma imposible de imaginar, Francine se vinculaba con la huida de Emily de la casa.

Cuando Alban partió hacia Londres no había llegado aún la respuesta al telegrama enviado desde la estación del ferrocarril. El suspenso comenzaba a resultarle insoportable a Cecilia: miró a Mirabel en busca de consuelo y no lo halló. Su oficio consistía en consolar, y su capacidad para realizar ese oficio era famosa entre sus admiradoras; pero cuando la encantadora hija del señor Wyvil tuvo necesidad de sus servicios, no logró hacer gala de sus mejores cualidades. Lo cierto es que estaba demasiado sinceramente preocupado y pesaroso para poder echar mano de sus acostumbrados recursos, consistentes en una emoción a la orden y una filosofía locuazmente piadosa. La influencia de Emily había hecho nacer el único sentimiento serio y verdadero que había ennoblecido la vida del popular predicador.

Al caer la tarde llegó al fin el tan esperado telegrama. Lo que podía decirse, dadas las circunstancias, lo decía en los siguientes términos:

«He llegado bien a casa; no os preocupéis por mí; escribiré pronto». Con esa promesa se vieron obligados a contentarse por el momento.