Debates
Mientras tanto, Emily había sido fiel a su promesa de intentar calmar la preocupación de Mirabel en lo tocante a la señorita Jethro. Al entrar en el salón en busca de Alban, lo encontró conversando con Cecilia, y al abrir la puerta oyó su nombre.
—¡Aquí está al fin! —exclamó Cecilia—. ¿Qué te retuvo todo este tiempo en la rosaleda?
—¿Se mostró el señor Mirabel más interesante que de costumbre? —preguntó Alban travieso. Toda la molestia que sintiera por la ausencia de Emily quedó olvidada en el momento en que ella hizo su aparición; de su rostro desapareció todo rastro de contrariedad cuando se miraron.
—Juzgue por sí mismo —contestó Emily con una sonrisa—. El señor Mirabel me estuvo hablando de un familiar que le resulta muy querido: su hermana.
Cecilia se mostró sorprendida.
—¿Y por qué a nosotros nunca nos ha hablado de su hermana? —preguntó.
—Es un tema triste, querida. Su hermana lleva una vida de sufrimientos; hace años que permanece recluida en su cuarto. Él le escribe constantemente. Las cartas que le ha enviado desde Monksmoor le han resultado interesantes a la pobrecita. Parece que le contó algo sobre mí y ella le ha enviado un amable mensaje en el que me invita a visitarla uno de estos días. ¿Entiendes ahora, Cecilia?
—¡Por supuesto que sí! Y dime, ¿la hermana del señor Mirabel es mayor o más joven que él?
—Mayor.
—¿Es casada?
—Es viuda.
—¿Vive con su hermano? —preguntó Alban.
—¡Oh, no! Tiene su propia casa, lejos, en Northumberland.
—¿Cerca de Sir Jervis Redwood?
—Creo que no. Su casa queda en la costa.
—¿Tiene hijos? —inquirió Cecilia.
—No; vive completamente sola. Ahora que te he contado todo lo que sé, Cecilia, tengo algo que decirle al señor Morris. No, no es necesario que te vayas; es sobre un tema que te interesa. Un tema que quizás habrá notado que no me resulta muy agradable —dijo volviéndose hacia Alban.
—¿La señorita Jethro? —adivinó Alban.
—Sí, la señorita Jethro.
La curiosidad de Cecilia se hizo patente al instante.
—Nosotros intentamos que el señor Mirabel nos aclarara algo, y fue en vano —dijo—. Tú eres su preferida. ¿Lo lograste?
—Ni siquiera lo intenté —contestó Emily—. Mi único objetivo es calmar la preocupación del señor Mirabel, si puedo lograrlo, con su ayuda, señor Morris.
—¿Cómo puedo ayudarla?
—No debe enfadarse.
—¿Parezco enfadado?
—Se ve usted serio. Es algo muy simple. El señor Mirabel teme que la señorita Jethro le pueda haber dicho algo desagradable sobre él que usted vacile en repetir. ¿Se inquieta sin motivos?
—Sin el menor motivo. No le he ocultado nada al señor Mirabel.
—Gracias por su aclaración —se volvió hacia Cecilia—. ¿Puedo enviar a uno de los sirvientes con un mensaje? Será mejor que ponga fin al suspenso en que se encuentra el señor Mirabel.
Se hizo venir al sirviente, a quien se despachó con el mensaje. Emily habría hecho bien, después de eso, en abstenerse de seguir hablando de la señorita Jethro. Pero lamentablemente, las dudas de Mirabel habían despertado en su mente una incertidumbre similar a la de él. Se inclinaba ahora a atribuirle el tono misterioso de la infortunada carta de Alban a algún posible ocultamiento originado en el afecto que le tenía.
—Me pregunto si yo tengo algún motivo para sentirme intranquila —dijo, medio en broma, medio en serio.
—¿Intranquila a causa de qué? —preguntó Alban.
—¡A causa de la señorita Jethro, por supuesto! ¿Dijo algo sobre mí que su amabilidad le aconsejó ocultarme?
Alban pareció un poco lastimado por la duda implícita en su pregunta.
—¿Fue por eso que respondió a mi carta con tanta reserva como si le escribiera a un extraño? —preguntó.
—¡Se equivoca de medio a medio! —le aseguró Emily con fuerza—. Me sentía perpleja y turbada, y le pedí consejo al señor Wyvil antes de escribirle. ¿Cambiamos de tema?
Alban habría cambiado de tema con mucho gusto, de no haber sido por esa desafortunada alusión al señor Wyvil. Sin quererlo, Emily había tocado un punto sensible. Ya se había enterado por Cecilia de la consulta de que fuera objeto su carta, y no le había parecido bien.
—Creo que hizo mal en molestar al señor Wyvil —dijo.
La alteración de su voz le indicó a Emily que se habría expresado con más aspereza de no haber estado Cecilia en la habitación. Creyó que se mostraba innecesariamente prevenido contra un proceder inofensivo, ¡y ella también retomó el tema después de que propusiera dejarlo menos de un minuto antes!
—No me indicó que debía mantener su carta en secreto —contestó.
Cecilia empeoró la situación, con la mejor de las intenciones.
—Estoy segura, señor Morris, de que mi padre se sintió feliz de poder asesorar a Emily.
Alban guardó silencio, un silencio desagradecido, opinó Emily, después de la amabilidad que le dispensara el señor Wyvil.
—Lo que es de lamentar es que el señor Morris le permitiera a la señorita Jethro marcharse sin dar ninguna explicación —comentó—. De haber estado en su lugar, habría insistido en saber por qué quería impedir que coincidiera con el señor Mirabel en esta casa.
Cecilia hizo otro desafortunado intento de hacer una juiciosa intervención. En esta ocasión, se trató de una gentil reprimenda.
—Recuerda, Emily, la situación en la que se encontraba el señor Morris. No podía mostrarse descortés con una dama. Y me imagino que la señorita Jethro tenía algún motivo de peso para no querer dar explicaciones.
Francine abrió la puerta de la sala y escuchó las últimas palabras de Cecilia.
—¡De nuevo la señorita Jethro! —exclamó.
—¿Dónde está el señor Mirabel? —preguntó Emily—. Le envié un mensaje.
—Lamenta informarte que está ocupado en este momento —contestó Francine con maliciosa urbanidad—. Pero no dejen que interrumpa su conversación. ¿Quién es esa señorita Jethro cuyo nombre está en boca de todos?
Alban no logró seguir guardando silencio.
—Ya terminamos con ese tema —dijo cortante.
—¿Porque llegué yo?
—Porque ya hemos hablado más que suficiente sobre la señorita Jethro.
—No ponga palabras en boca de los demás, señor Morris —respondió Emily, a quien había molestado el tono tajante de la interrupción de Alban—. Yo aún no he terminado con la señorita Jethro, se lo aseguro.
—Querida, no sabes dónde vive —le recordó Cecilia.
—¡Ya lo averiguaré! —le respondió Emily acalorada—. Quizás el señor Mirabel lo sepa. Le preguntaré al señor Mirabel.
—Ya me imaginaba que encontrarías alguna razón para volver junto al señor Mirabel —comentó Francine.
Antes de que Emily lograra responderle, una de las doncellas entró a la habitación con una corona de rosas en las manos.
—Señorita, el señor Mirabel le manda estas flores —dijo la mujer dirigiéndose a Emily—. El chico que las trajo me dijo que debía ponerlas en su cuarto. Me pareció que era un error y se las he traído aquí.
Francine, que era quien estaba más cerca de la puerta, tomó las rosas de manos de la doncella con el pretexto de alcanzárselas a Emily. Su celosa vigilancia detectó el pedacito visible de la carta de Mirabel, trenzado con las flores. ¿Emily lo habría engatusado para que sostuviera una correspondencia secreta con ella?
—Un pedacito de papel que cayó por casualidad entre tus rosas —dijo, estrujándolo entre las manos, como con la intención de botarlo.
Pero Emily era demasiado rápida para ella. Tomó a Francine de la muñeca.
—Haya caído o no por casualidad, estaba entre mis flores y me pertenece —dijo.
Francine le entregó la carta con una mirada que habría intimidado a Emily de haberla percibido. Emily le pasó las rosas a Cecilia.
—Estaba haciendo una corona para que la uses esta noche, querida, y la olvidé en el jardín. Aún no está terminada.
Cecilia se mostró encantada.
—¡Qué linda! —exclamó—. ¡Y qué amable de tu parte! La terminaré yo misma.
Se marchó al invernadero.
—No tenía idea de que se trataba de una carta —dijo Francine mientras contemplaba con ojos ferozmente atentos a Emily mientras esta alisaba el papel arrugado.
Después de leer lo que Mirabel le escribiera, Emily levantó la vista y vio que Alban, estaba a punto de seguir a Cecilia al invernadero. El profesor había percibido algo en el rostro de Francine que no lograba entender, pero que le hacía sumamente desagradable la idea de permanecer en la habitación. Emily lo siguió y lo abordó.
—Voy a regresar a la rosaleda —dijo.
—¿Con algún propósito específico? —inquirió Alban.
—Con un propósito que me temo que no aprobará. Me propongo preguntarle al señor Mirabel si conoce la dirección de la señorita Jethro.
—Confío en que la ignore igual que yo —respondió Alban grave.
—¿Vamos a discutir a causa de la señorita Jethro como discutimos una vez a causa de la señora Rook? —preguntó Emily, que había recobrado de repente su buen humor—. ¡Vamos! ¡Vamos! Estoy segura de que en el fondo, siente tantos deseos como yo de aclarar este asunto.
—Con una diferencia: yo pienso en las consecuencias y usted no.
Pronunció esas palabras con su mayor gentileza y bondad y confirmó hacia el invernadero.
—Qué importan las consecuencias si llegamos a la verdad —le gritó ella mientras él se alejaba—. ¡Detesto que me engañen!
—No hay nadie en el mundo que tenga más motivos que tú para decirlo.
Emily miró a sus espaldas sobresaltada. Alban ya no las oía. Era Francine quien había respondido.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Francine vaciló. Una palidez espectral cubría su rostro.
—¿Te sientes mal? —preguntó Emily.
—No, estoy pensando.
Tras aguardar un momento en silencio, Emily avanzó hacia la puerta del salón. De repente, Francine alzó una mano.
—¡Detente! —gritó.
Emily quedó inmóvil.
—He tomado una decisión —dijo Francine.
—¿Una decisión? ¿Cuál?
—Acabas de preguntarme qué quería decir.
—Así es.
—Pues he tomado la decisión de responderte. Señorita Emily Brown, lleva usted una vida lamentablemente frívola en esta casa. Voy a darle algo más serio en lo que pensar que su coqueteo con el señor Mirabel. ¡Oh, no se impaciente! Ya llego. Sin saberlo usted, hace años que es víctima de un engaño, un cruel engaño, un vil engaño enmascarado de piedad.
—¿Te refieres a la señorita Jethro? —preguntó Emily asombrada—. Creí que no os conocíais. Acabas de preguntar quién era.
—No sé nada de ella. No me importa. No estoy pensando en la señorita Jethro.
—¿En quién estás pensando?
—Estoy pensando en tu difunto padre —respondió Francine.