CAPÍTULO XLVI

Fingimientos

La señorita de Sor comenzó cautelosamente con una disculpa.

—Excúseme, señor Mirabel, que le recuerde mi presencia.

El señor Mirabel no respondió.

—Le ruego que me permita aclararle que no fue mi intención verlo besar la mano de Emily —continuó Francine.

Mirabel se puso de pie aún contemplando las rosas que Emily dejara sobre su asiento, tan absorto en sus pensamientos como si hubiera estado solo en el jardín.

—¿No merezco siquiera que se me tome en cuenta? —preguntó Francine—. ¡Ah, sé muy bien a quién debo su rechazo! —lo tomó del brazo con familiaridad y dejó oír una risa áspera—. Dígame ahora en confianza, ¿cree que Emily lo ama?

La impresión que le produjera la bondad de Emily aún permanecía fresca en la memoria de Mirabel: no se sentía de humor para someterse al celoso resentimiento de una mujer que le resultaba totalmente indiferente. A través del barniz de cortesía que recubría sus maneras subió a la superficie la insolencia subyacente, escondida, en las situaciones normales, de todo ojo humano. Le respondió al fin a Francine; le respondió sin piedad.

—El más caro deseo de mi corazón es que me ame —dijo.

Francine soltó su brazo.

—Y la fortuna favorece sus deseos —añadió, con una irónica pretensión de interés en las esperanzas de Mirabel—. Cuando el señor Morris nos abandone mañana, se irá con él el único obstáculo al que teme. ¿Estoy en lo cierto?

—No. Se equivoca.

—¿En qué sentido, si me hace el favor?

—En el siguiente sentido. No considero un obstáculo al señor Morris. Emily es demasiado delicada y amable para herir sus sentimientos, pero no lo ama. No hay ningún, interés avasallador en su mente que aparte de mí sus pensamientos. Se siente despreocupada y feliz, disfruta a plenitud su visita a esta casa y me asocia a ese disfrute. ¡He ahí mi oportunidad!

Calló de repente. Hasta ese momento, Francine lo había escuchado serena y fría, pero ahora demostró que sentía el latigazo de su desprecio. Una sonrisa espantosa asomó lentamente a su rostro pálido. Era la amenaza de esa venganza que no conoce miedo, ni conmiseración, ni remordimientos: la venganza de una mujer celosa. Mirabel estaba preparado para ser blanco de una furia histérica, de palabras de rabia. Esa sonrisa lo amedrentó.

—¿Y bien? —dijo Francine con un dejo de burla—. ¿Por qué no sigue?

Un hombre más osado quizás habría mantenido la pose audaz que el predicador había asumido. El corazón cobarde de Mirabel se lo impidió. Sintió deseos de echar mano de la primera excusa que se le ocurriera. Su inteligencia, paralizada por sus temores, era incapaz de inventar nada. Se valió de una endeble coartada evasiva que había leído en las novelas y visto en acción en el teatro.

—¿Es posible que crea que hablo en serio? —preguntó con aire de exagerada sorpresa.

De haberse tratado de cualquier otra persona, Francine habría visto de inmediato a través de esa inconsistente farsa. Pero el amor que ardía en su pecho era ese que acepta las menores migajas de consuelo que se le lanzan, el que se arrastra y suplica y se engaña deliberadamente en su propio e intensamente egoísta interés. La desventurada joven creyó a Mirabel de manera tan extática y absoluta que comenzó a temblar de pies a cabeza y se dejó caer en el asiento más cercano.

—Yo sí hablaba en serio —dijo con un soplo de voz—. ¿No se dio cuenta?

Mirabel mintió sin el menor pudor: negó de la manera más rotunda haberse dado cuenta.

—Por mi honor que pensé que se burlaba de mí y decidí seguir la broma.

Ella suspiró y, mirándolo con expresión de tierno reproche, dijo en voz muy queda:

—Me pregunto si debo creerle.

—¡Por supuesto que debe creerme! —le aseguró él.

Francine vaciló, por el placer de vacilar.

—No sé. Algunos hombres admiran mucho a Emily. ¿Por qué no sería usted uno de ellos?

—Por la mejor de las razones —respondió Mirabel—. Es pobre y yo también soy pobre. Esos son hechos que no requieren más explicación.

—Sí, pero Emily está decidida a conquistarlo. Se casaría mañana con usted, si se lo pidiera. ¡No intente negarlo! Además, besó su mano.

—¡Oh, señorita de Sor!

—¡No me llame señorita de Sor! Llámeme Francine. Quiero saber por qué besó su mano.

Mirabel le siguió la corriente con inagotable servilismo.

—¡Permítame besar su mano, Francine! Y déjeme explicarle que besar la mano de una dama no es más que una forma de agradecerle su bondad. Debe admitir que Emily…

Francine lo interrumpió por tercera vez.

—¿Emily? —repitió—. ¿Ya se tratan con tanta confianza? ¿Lo llama ella Miles cuando están a solas? ¿Hay alguna forma de fascinación que esa encantadora criatura no haya puesto en práctica? Sin duda le contó qué vida tan solitaria es la suya en su pobre y reducido hogar.

Hasta Mirabel sintió que no debía dejar pasar esa afirmación.

—No me ha contado nada de su vida —respondió—. Lo que sé de ella, lo sé gracias al señor Wyvil.

—¡Oh, claro! Por supuesto, le preguntó al señor Wyvil por su familia. ¿Qué le contó?

—Me contó que había perdido a su madre cuando era una niña, y que su padre había muerto de repente, hace unos años, de una enfermedad del corazón.

—¿Y qué más? ¡Dejémoslo! Alguien se acerca.

Quien se aproximaba no era más que un sirviente. Mirabel se sintió agradecido por la interrupción. Animada por sentimientos de naturaleza exactamente opuesta, Francine se dirigió a él cortante.

—¿Qué quiere?

—Traigo un mensaje, señorita.

—¿De quién?

—De la señorita Brown.

—¿Para mí?

—No, señorita —se volvió hacia Mirabel—. La señorita Brown desea hablarle, señor, si no está usted ocupado.

Francine se controló hasta que el hombre se alejó lo suficiente para dejar de oírlos.

—¡Mi palabra que esto es una desvergüenza! —declaró indignada—. Emily no puede dejarlo a solas conmigo cinco minutos, sin querer verlo de nuevo. ¡Si después de lo que me ha dicho corre a su lado, es usted el más indigno de los hombres! —exclamó, al tiempo que amenazaba a Mirabel con la mano extendida.

El predicador era el más indigno de los hombres. Llevó hasta el último extremo su cobarde rendición.

—No tiene más que decirme qué quiere que haga —contestó.

Hasta Francine esperaba cierta resistencia de un ser cuya forma externa era la de un hombre.

—¿Lo dice en serio? —preguntó—. Quiero que defraude a Emily. ¿Se quedaría aquí y me dejaría presentarle sus excusas?

—Haría cualquier cosa con tal de complacerla.

Francine le lanzó una mirada de despedida. Hizo un intento desesperado por expresarle verbalmente su admiración.

—¡No es usted un hombre, sino un ángel! —dijo.

Una vez a solas, Mirabel se sentó a descansar. Recapituló la conducta que había seguido y se sintió muy complacido. «Ni un hombre de cada cien habría logrado manejar a esa diablesa como lo he hecho», pensó. «¿Cómo le explicaré la cuestión a Emily?»

Mientras trataba de hallar una respuesta a esa pregunta, sus ojos se posaron por azar en la corona de rosas, aún sin terminar.

—¡Lo que necesitaba! —dijo.

Sacó su libreta de notas y escribió lo siguiente en una hoja en blanco: «Acabo de escenificar un drama de celos que supera cualquier descripción con la señorita de Sor. Violento mis sentimientos para evitarle un tormento similar. En vez de obedecer al instante el mensaje que tan amablemente me enviara, me quedo aquí un rato, sólo por consideración a usted».

Después de arrancar la página y trenzarla con las rosas, de modo que sólo se viera una punta del papel, Mirabel llamó a un muchacho que trabajaba en el jardín y le dio sus indicaciones, acompañadas de un chelín.

—Lleva estas flores al ala de los sirvientes y dile a una de las doncellas que las ponga en el cuarto de la señorita Brown. ¡Espera! ¿Por dónde se va al huerto de los frutales?

El muchacho le dio las indicaciones necesarias. Mirabel se alejó caminando lentamente, con las manos en los bolsillos. Sus nervios habían sufrido una conmoción; pensó que unas frutas lo refrescarían.