Intrigas
El lunes Mirabel hizo su aparición, y con él regresó el demonio de la discordia. Alban había empleado la primera parte de la mañana en dibujar un boceto del jardín que pretendía regalarle a Emily. Cuando terminó su obra, se presentó en el salón, donde halló sólo a Cecilia y a Francine. Preguntó dónde se encontraba Emily. La pregunta había sido dirigida a Cecilia, pero fue Francine quien la respondió.
—No se puede molestar a Emily —dijo.
—¿Por qué?
—Está con el señor Mirabel en la rosaleda. Los vi conversando, evidentemente muy interesados en lo que estaban tratando. No los interrumpa, porque no hará más que molestar.
Cecilia protestó de inmediato contra esa afirmación.
—Está tratando de incomodarlo, señor Morris, no le crea. Estoy segura de que se alegrarán de verlo si se reúne con ellos en el jardín.
Francine se puso de pie para marcharse de la habitación. Cuando llegó junto a la puerta se volvió y miró a Alban.
—Inténtelo y verá que tengo razón —dijo.
—A veces Francine dice cosas muy desagradables —comentó Cecilia gentil—. ¿Cree usted que las piensa de veras, señor Morris?
—Es mejor que no le dé mi opinión —contestó Alban.
—¿Por qué?
—Porque no puedo ser imparcial. No me resulta simpática la señorita de Sor.
Se produjo un silencio. El respeto que se debía a sí mismo le prohibía a Alban realizar el experimento que Francine malévolamente sugiriera. Sus pensamientos —menos fáciles de dominar— erraban hacia el jardín. El intento de inspirarle celos había fracasado, pero, al mismo tiempo, era consciente de que Emily lo había defraudado. Después de lo que se dijeran en el parque, debía haber recordado que las mujeres están a merced de las apariencias. Si Mirabel tenía algo importante que decirle, ella podía haber evitado exponerse a las rencorosas y erradas interpretaciones de Francine: habría resultado fácil combinar con Cecilia para que una tercera persona se encontrara presente en la entrevista.
Mientras se encontraba sumido en esas reflexiones, Cecilia, turbada por el silencio, intentaba encontrar un tema de conversación. Alban apartó bruscamente sobre la mesa su cuaderno de dibujo. ¿Estaba disgustado con Emily? La misma pregunta se le había ocurrido a Cecilia cuando se produjera el intercambio de correspondencia a propósito de la señorita Jethro. Recordar esas cartas la condujo, por una natural asociación de ideas, a otro esfuerzo de memoria. Se acordó de la persona que fuera la causa de las mismas: sintió revivir su interés en el misterio de la señorita Jethro.
—¿Le contó Emily que leí su carta? —preguntó.
Alban se incorporó sobresaltado.
—Perdone. ¿A qué carta se refiere?
—Me refiero a la carta en que le contaba la extraña visita de la señorita Jethro. Emily se sintió tan perpleja y sorprendida que me la enseñó, y ambas consultamos con mi padre. ¿Le ha hablado a Emily acerca de la señorita Jethro?
—Lo intenté, pero no me pareció deseosa de insistir en el tema.
—¿Ha descubierto algo más después de escribirle a Emily?
—No. El misterio sigue siendo tan impenetrable como antes.
Cuando Alban contestaba en esos términos, Mirabel entró al invernadero procedente del jardín, evidentemente con intenciones de dirigirse al salón.
La aparición del hombre cuyo encuentro con Emily intentara misteriosamente impedir la señorita Jethro, en el mismo instante en que hablaba de esta última, no sólo constituyó una tentación para su curiosidad, sino que fue un incentivo directo (en aras del bienestar de Emily) para hacer un intento de descubrir algo. Alban continuó la conversación con Cecilia en tono lo bastante alto como para que se le oyera en el invernadero.
—La única posibilidad que veo de obtener alguna información es la de preguntarle al señor Mirabel —continuó.
—Me sería sumamente grato poder servir a la señorita Wyvil y al señor Morris.
Con esas palabras corteses Mirabel hizo su entrada teatral y miró a Cecilia con su irresistible sonrisa. La joven, sobresaltada por su súbita aparición, contribuyó inconscientemente a los designios de Alban. Su silencio le dio a este último la oportunidad de ser él quien respondiera.
—Hablábamos de una dama a quien usted conoce —le dijo con voz queda a Mirabel.
—¡No me diga! ¿Puedo preguntarle el nombre de la dama?
—Es la señorita Jethro.
Mirabel encajó el golpe con extraordinaria presencia de espíritu. Pero el color de su rostro reveló la verdad: palideció hasta dejar ver, incluso a ojos de Cecilia, a un hombre dominado por el miedo.
Alban le ofreció un asiento. Con un gesto, el predicador lo rechazó. A continuación, Alban probó con una disculpa.
—Me temo que, sin saberlo, he revivido algún recuerdo doloroso. Le ruego que me excuse.
La disculpa hizo que Mirabel se recobrara: comprendió la necesidad de ofrecer alguna explicación. En los animales medrosos, la única capacidad defensiva que está siempre lista para entrar en acción es la astucia. Mirabel era demasiado sagaz para no advertir la inferencia —la inevitable inferencia— que cualquiera habría deducido al ver el efecto que produjera en él el nombre de la señorita Jethro. Admitió que este había revivido «recuerdos dolorosos», y deploró la «sensibilidad nerviosa» que había permitido que ello resultara visible.
—No es usted culpable absolutamente de nada, mi estimado señor —continuó con la mayor amabilidad—. ¿Le parecería imprudente de mi parte que le pregunte cómo conoció a la señorita Jethro?
—La conocí en la escuela de la señorita Ladd —respondió Alban—. Fue, sólo durante un breve tiempo, una de las profesoras, y abandonó su puesto de modo más bien súbito —se interrumpió, pero Mirabel no hizo ningún comentario—. A los pocos meses volví a verla —prosiguió—. Fue a visitarme a mi casa, cerca de Netherwoods.
—¿Sólo para reiniciar la antigua amistad?
Mirabel hizo esa pregunta con una anhelante ansiedad por la respuesta que fue totalmente incapaz de ocultar. ¿Tendría alguna razón para temer lo que la señorita Jethro podía contarle sobre él a otra persona? Alban no se había comprometido de ningún modo a guardar silencio, y estaba decidido a no dejar de probar cuanto método pudiera contribuir a aclarar la misteriosa advertencia de la señorita Jethro. Repitió el contenido de la entrevista, tal como se lo comunicara a Emily por carta. Mirabel lo escuchaba sin hacer comentarios.
—Después de lo que le he contado, ¿no se le ocurre ninguna explicación? —preguntó Alban.
—Soy totalmente incapaz de ayudarlo, señor Morris.
¿Mentiría? ¿O diría la verdad? La impresión de Alban era que decía la verdad.
Las mujeres nunca se resignan tan fácilmente como los hombres a ver sus esperanzas defraudadas. Cecilia, quien había escuchado en silencio hasta ese momento, se aventuró ahora a hablar, animada por su interés de hermana en Emily.
—¿No sabe por qué la señorita Jethro intentó impedir que Emily Brown coincidiera con usted aquí? —le dijo a Mirabel.
—No sé más de sus motivos que usted —contestó Mirabel.
Alban intervino:
—Cuando se marchó de mi casa, la señorita Jethro lo hizo con la intención —abiertamente expresada— de tratar de evitar que usted aceptara la invitación del señor Wyvil. ¿Lo hizo?
Mirabel admitió que lo había hecho.
—Pero sin mencionar el nombre de la señorita Emily —añadió—. Me pidió por favor que pospusiera mi visita, ya que tenía motivos para desear que lo hiciera. Yo tenía mis motivos —dije haciéndole una galante inclinación a Cecilia— para estar deseoso de tener el honor de conocer al señor Wyvil y a su hija, y me negué.
Una vez más surgía la duda: ¿mentía? ¿O decía la verdad? Y una vez más, Alban llegó a la conclusión de que decía la verdad.
—Sólo queda algo que me gustaría saber —continuó Mirabel después de vacilar un momento—. ¿La señorita Emily ha sido informada sobre este extraño asunto?
—¡Por supuesto!
Mirabel parecía dispuesto a continuar sus preguntas, pero súbitamente cambió de idea. ¿Empezaba a dudar de que Alban hubiera hablado con franqueza al describirle la visita de la señorita Jethro? ¿Temía aún lo que esta hubiera podido contarle sobre él? Sea como fuere, cambió el tema de la plática y dio una excusa para marcharse de la habitación.
—Olvidaba lo que me trajo aquí —le dijo a Alban—. La señorita Emily quería saber si había terminado su boceto. Debo informarle que ya regresó.
Hizo una inclinación y se retiró.
Alban se puso de pie para seguirlo, pero se contuvo.
«No», pensó, «¡confío en Emily!». Volvió a sentarse junto a Cecilia.
Mirabel, entretanto, había regresado a la rosaleda. Encontró a Emily, como la dejara, dedicada a la labor de confeccionar una corona de rosas para que la llevara Cecilia en la tarde. Pero se había producido un cambio. Francine estaba con ella.
—Perdóneme por mandarlo a un encargo innecesario —le dijo Emily a Mirabel—. La señorita de Sor me informa que el señor Morris ya terminó su boceto. Ella lo dejó en el salón. ¿Por qué no vino con usted?
—Hablaba con la señorita Wyvil.
Mirabel respondió con aire ausente y los ojos clavados en Francine. Le lanzó una de esas miradas cargadas de significado que le dicen a una tercera persona: «¿Qué hace aquí?». Celosa, Francine se negó a entenderlo. Mirabel lo intentó con una indirecta más clara.
—¿Va a dar un paseo por el jardín? —dijo.
Francine permaneció inmutable.
—No, voy a quedarme aquí con Emily —respondió.
Mirabel no tuvo más opción que ceder. Imperativas preocupaciones lo obligaron a decir, en presencia de Francine, lo que había confiado en poder comunicarle a Emily en privado.
—Cuando me reuní con la señorita Wyvil y el señor Morris, ¿qué cree usted que hacían? —comenzó—. Hablaban de la señorita Jethro.
Emily dejó caer la corona de rosas sobre su regazo. Era fácil percatarse de que había recibido una desagradable sorpresa.
—El señor Morris me contó la curiosa historia de la visita de la señorita Jethro, pero tengo algunas dudas acerca de si me habló sin ninguna reserva —continuó Mirabel—. Quizás se expresó más libremente cuando habló con usted. ¿Tal vez la señorita Jethro le dijo algo que me disminuyó en su estimación?
—Por supuesto que no, señor Mirabel, hasta donde sé. De haber oído algo así, habría considerado que era mi deber contárselo. ¿Calmaría su preocupación que fuera a ver de inmediato al señor Morris y le preguntara francamente si nos ocultó algo a usted o a mí?
Mirabel le besó la mano agradecido.
—Su bondad me abruma —dijo, por una vez con sincera emoción.
Emily regresó inmediatamente a la casa. En cuanto se perdió de vista, Francine se acercó a Mirabel, temblando de rabia contenida.