Rivalidad
El sábado por la noche el reloj había avanzado en Monksmoor hasta media hora antes de la cena.
Cecilia y Francine, el señor Wyvil y Mirabel recorrían el invernadero. Haciendo gala de deferencia, habían dejado a Emily a solas con Alban en el salón. El profesor había perdido el tren de la mañana en Netherwoods, pero había llegado a tiempo para vestirse para la cena y ofrecer las debidas explicaciones.
Si a Alban le hubiera resultado posible referirse al anónimo, habría admitido que su primer impulso fue el de destruirlo y ratificar su confianza en Emily rechazando la invitación del señor Wyvil. Pero por más que intentó olvidarlas, las infames palabras que leyera no se habían borrado de su memoria. Si al principio lo habían irritado, terminaron por despertar sus celos. Sometido a esa capciosa influencia, se convenció de que había actuado al principio sin concederle una debida consideración al asunto. Obraba en su interés —podía hasta ser su deber— acudir al hogar del señor Wyvil y juzgar por sí mismo. Tras algunos terribles momentos de vacilación, había decidido hacer una transacción con su conciencia y consultar a la señorita Ladd. Esa excelente dama se había comportado exactamente como él esperaba. Había hecho arreglos para concederle una licencia desde el sábado hasta el martes siguiente. Debía repetirle ahora a Emily la excusa que utilizara en el telegrama que le enviara al señor Wyvil para justificar su inesperada aparición.
—Encontré a una persona que se encargara de mis clases y aproveché con mucho gusto esta oportunidad para volver a verla —dijo.
Después de observarlo con atención mientras le hablaba, Emily admitió, con su habitual franqueza, que advertía algo en sus maneras que le impedía sentirse totalmente a gusto.
—Me pregunto si tiene algún fundamento la duda que me ha asaltado —dijo. Para indescriptible alivio de Alban, de inmediato le explicó cuál era esa duda—. Temo haberlo ofendido con mi respuesta a su carta a propósito de la señorita Jethro.
En lo relativo a ese tema, Alban podía darse el lujo de hablar sin reservas. Le confesó a Emily que su carta lo había decepcionado.
—Esperaba que me respondiera con menos reservas, y comencé a temer que había cometido una imprudencia al escribirle sobre el asunto. Cuando se dé una mejor oportunidad, quizás le diga algunas palabras…
Se interrumpió, aparentemente por algo que había visto en el invernadero. Al mirar en esa dirección, Emily percibió que quien había llamado la atención de Alban era Mirabel. Recordaba de nuevo el vil anónimo. Sin unas palabras preliminares para Preparar a Emily, cambió de tema repentinamente.
—¿Qué piensa del clérigo? —preguntó.
—Me resulta muy simpático —contestó ella sin la menor cortedad—. El señor Mirabel es inteligente y agradable y sus éxitos no se le han ido a la cabeza. Estoy segura de que le gustará a usted también —dijo con toda inocencia.
El rostro de Alban le respondió, sin posibilidad de error, en sentido negativo, pero la atención de Emily se vio atraída en otra dirección por Francine. Se les reunía en busca de señales de un resultado alentador que su traición pudiera haber ya producido. Alban se había inclinado a sospechar de ella al recibir la carta. Se levantó y le hizo una inclinación cuando se acercó. Algo —era incapaz de darse cuenta de qué— le dijo, en el momento en que sus ojos se encontraron, que sus sospechas habían dado en el blanco.
En el invernadero, el siempre amable Mirabel se había apartado unos momentos de sus amigos a fin de buscar flores para Cecilia. A solas con su padre, Cecilia se volvió hacia él y le preguntó cuál de los dos caballeros —el señor Mirabel o el señor Morris— debía acompañarla a la mesa.
—El señor Morris, por supuesto —respondió él—. Es el nuevo invitado y ha resultado ser más que un igual, en términos sociales, de nuestro otro amigo. Cuando le mostré su habitación le pregunté si era familia de un hombre del mismo apellido que fue uno de mis compañeros de estudios, hace muchos años, en la universidad. Es el hijo menor de mi amigo. La familia está en la ruina, pero en sus tiempos fueron personas muy distinguidas.
Mirabel regresó con las flores en el momento en que avisaban que la cena estaba servida.
—Hoy debe acompañar a Emily a la mesa —le dijo Cecilia al salir del invernadero. Cuando llegaron al salón, Alban le ofrecía su brazo a Emily—. Papá me ha asignado su brazo, señor Morris —explicó Cecilia amablemente.
Alban vaciló, aparentemente sin entender lo que decía. Mirabel intervino haciendo gala de sus mejores modales.
—El señor Wyvil le concede el honor de acompañar a su hija al comedor.
El rostro de Alban se ensombreció ominosamente cuando el elegante y menudo clérigo le ofreció su brazo a Emily y siguió al señor Wyvil y a Francine, que ya salían de la habitación. Cecilia miró a su silencioso y hosco acompañante y casi envidió a su perezosa hermana, que cenaba —con el pretexto de un conveniente dolor de cabeza— en su habitación.
Habiendo decidido que debía tratar a Alban Morris con sumo cuidado, Mirabel esperó un poco antes de disponerse a guiar la conversación, como era la costumbre. Entre la sopa y el pescado hizo una interesante confesión dirigida a Emily en la más estricta confianza.
—Siento una súbita simpatía por su amigo, el señor Morris —dijo—. En mi caso, las primeras impresiones resultan decisivas. Me gustan o me disgustan las personas al calor de un primer impulso. Ese hombre despierta mis simpatías. ¿Es un buen conversador?
—Diría que Sí, si usted no estuviera presente —respondió Emily afablemente.
Mirabel no se dejaba vencer, ni siquiera por una mujer, en el arte de prodigar cumplidos. Miró con admiración a Alban (sentado frente a él) y dijo:
—Prestemos atención.
Esa halagadora sugerencia no sólo complació a Emily, sino que sirvió solapadamente a los propósitos de Mirabel. En otras palabras, le permitió observar lo que sucedía del otro lado de la mesa.
El instinto de caballerosidad de Alban lo había llevado a controlar su irritación y a lamentar haberla dejado ver. Deseoso de complacer, mostró sus mejores virtudes. La gentil Cecilia perdonó y olvidó la mirada de enojo que la sobresaltara. El señor Wyvil estaba encantado con el hijo de su viejo amigo. Emily se sentía secretamente orgullosa de la buena opinión que su admirador despertaba, y Francine se percataba con placer de que el profesor reafirmaba su derecho a la preferencia de Emily de la manera más proclive a desalentar a su rival. Esas diversas impresiones —producidas mientras el enemigo de Alban se mantuvo en un ominoso silencio— comenzaron a modificarse imperceptiblemente a partir del momento en que Mirabel decidió que había llegado la hora de tomar la iniciativa. Un comentario de Alban le ofreció la oportunidad que había estado esperando. Se mostró de acuerdo con el comentario; abundó sobre él; estuvo brillante y familiar, instructivo y divertido… y todo a propósito del comentario. De nuevo el humor de Alban se vio sometido a una dura prueba. El avieso objetivo de Mirabel no había escapado a su sagacidad. Hizo todo lo posible para poner obstáculos en el camino de su adversario, y una y otra vez resultó derrotado con el mayor ingenio. Si interrumpía, el afable clérigo se allanaba, sólo para después continuar. Si expresaba una opinión contraria, el modesto señor Mirabel decía de la manera más amable: «Quizás me he equivocado», y abordaba el tópico desde el punto de vista de su oponente. Nunca se había sentado a la mesa del señor Wyvil tan perfecto cristiano: no dejaba escapar ni una palabra dura, ni una mirada de impaciencia. Cuanta más resistencia hacía Alban, más terreno perdía en la estimación general. Cecilia estaba decepcionada; Emily sentía pesar; la favorable opinión del señor Wyvil comenzaba a vacilar; Francine se mostraba contrariada. Al término de la cena, cuando el coche esperaba a la luz de la luna para llevar al pastor de regreso junto a su rebaño, el triunfo de Mirabel era rotundo. Había convertido a Alban en involuntario instrumento con el cual exhibir públicamente su carácter perfecto y su perfecta cortesía a la luz más favorecedora y brillante.
Así terminó el día. El domingo prometía transcurrir de manera muy tranquila en ausencia del señor Mirabel. Llegó la mañana… y con ella algunas dudas de que esa promesa se cumpliera.
Francine había pasado una noche intranquila. La aparición de Alban Morris en Monksmoor no había producido el alentador resultado que hasta entonces previera. Con su torpeza, el profesor le había permitido a Mirabel mejorar su situación —mientras que él mismo perdía terreno— en el favor de Emily. Si se permitía que se repitiera en futuras ocasiones esa primera consecuencia desastrosa del encuentro entre los dos hombres, Emily y Mirabel se aproximarían más que nunca y el propio Alban sería el infortunado responsable de ello. Francine se levantó el domingo antes de que estuviera puesta la mesa del desayuno, resuelta a probar el efecto de un oportuno consejo.
Su cuarto estaba ubicado en la parte delantera de la casa. El hombre al que buscaba pronto se dejó ver desde su ventana, cuando se dirigía a dar un paseo matutino por el parque. Lo siguió de inmediato.
—Buenos días, señor Morris.
Alban se quitó el sombrero y le dedicó una inclinación, sin dirigirle la palabra ni mirarla.
—Hay un detalle en el que nos parecemos: a ambos nos gusta respirar el aire fresco antes del desayuno —continuó la joven amable.
Alban respondió, ni más ni menos, lo que la urbanidad le exigía:
—Sí.
Algunas jóvenes se habrían sentido desalentadas. Francine siguió adelante.
—No es culpa mía, señor Morris, que no seamos mejores amigos. Por alguna razón que no pretendo averiguar, parece usted desconfiar de mí. Realmente no sé qué puedo haber hecho para merecerlo.
—¿Está segura? —preguntó Alban al tiempo que le dirigía una súbita mirada escudriñadora.
El rostro duro de Francine se puso tenso; miró a Alban a los ojos con expresión de impávido desafío. En ese momento, por primera vez, supo que Alban sospechaba que ella era la autora del anónimo. Todas las cualidades perversas de su carácter hicieron que lo encarara sin la menor vacilación. Una anciana encallecida no habría resistido la conmoción de verse descubierta con más diabólica compostura que la que exhibía la joven.
—Quizás pueda explicarse —dijo.
—Ya me he explicado —respondió él.
—Entonces tendré que contentarme con no saber a qué se refiere —replicó Francine—. Me proponía, dado lo mucho que quiero a Emily, sugerirle —en bien suyo y de cosas que le son muy queridas— que fuera más cuidadoso en su conducta hacia el señor Mirabel. ¿Está dispuesto a escucharme?
—¿Quiere que le responda esa pregunta con franqueza, señorita de Sor?
—Insisto en que me la responda con franqueza.
—En ese caso, no estoy dispuesto a escucharla.
—¿Puedo saber por qué? ¿O me dejará nuevamente sin saber a qué se refiere?
—La dejaré, si me lo permite, librada a su propia perspicacia.
Francine lo miró con una sonrisa maligna.
—Uno de estos días, señor Morris, se verá obligado a confiar en mi perspicacia.
Y tras pronunciar esas palabras, regresó a la casa.
Esa fue la única turbulencia que empañó la perfecta tranquilidad del día. Lo que Francine se había propuesto con el fin de aprovecharse de Alban para conseguir sus propósitos, lo logró, unas horas más tarde, la influencia benéfica de Emily sobre el hombre que la amaba.
Pasaron juntos la tarde, sin verse molestados por ninguna interrupción, en las apartadas soledades del parque. En el curso de la conversación, Emily encontró una oportunidad para aludir discretamente a Mirabel.
—No debe sentir celos de nuestro avispado amiguito —dijo—. Me resulta simpático y lo admiro, pero…
—¿Pero no lo ama?
Emily sonrió ante la ansiedad que evidenciaba Alban al hacer la pregunta.
—No existe el menor temor de que ello ocurra —respondió ella risueña.
—¿Ni siquiera si llega a saber que él la ama?
—Ni siquiera en ese caso. ¿Ya está contento? Prométame no volver a mostrarse descortés con el señor Mirabel.
—¿Por él?
—No, por mí. No me gusta ver que se deja usted opacar por otro hombre. No me gusta que me defraude.
La alegría de oírla decir esas palabras lo transfiguró: la belleza viril de sus años juveniles y felices pareció retornar a Alban. Tomó la mano de Emily: la agitación que experimentaba le impedía pronunciar palabra.
—Se olvida del señor Mirabel —le recordó ella con suavidad.
—Seré la cortesía y la amabilidad mismas con el señor Mirabel; me resultará tan simpático y admirable como a usted. Oh, Emily, ¿me quiere usted un poco, sólo un poquito?
—No lo sé.
—¿Me deja tratar de averiguarlo?
—¿Cómo? —preguntó ella.
Su hermosa mejilla estaba muy cerca de él. El delicado rubor que la cubrió decía: «Respóndame aquí»… y Alban le respondió.