CAPÍTULO XLIII

Sondeos

Mirabel dejó que Francine entrara sola a la cabaña. Se sentía inquieto: comprendía la importancia de disponer de algún tiempo para reflexionar antes de volver a encontrarse con Emily.

El jardín del guardabosques estaba en la parte trasera de la cabaña. Después de atravesar la cancela, se topó con una pequeña glorieta en un recodo del sendero. No había nadie: entró y se sentó.

Hasta ese momento, había porfiado a ratos consigo mismo para restarle importancia a los sentimientos que Emily despertara en él. Ese engaño que se había impuesto a sí mismo había llegado a su fin. Después de lo que le contara Francine, ese hombre superficial y frívolo dejó de ofrecerle resistencia al arrollador influjo del amor. Le producía un enorme temor la pregunta terrible en la que no podía dejar de pensar: ¿habría dicho la verdad la celosa joven?

¿En qué método de indagación podría confiar para calmar su ansiedad? Preguntarle abiertamente a Emily sería tomarse una libertad que Emily seria la última persona del mundo en permitirle. En su reciente conversación con ella había sentido con más fuerza que nunca la importancia de mostrarse reservado. Se había atenido escrupulosamente a la línea de conducta de no aprovechar indebidamente la oportunidad que se le presentara al sacarla del mitin, o cuando caminaran uno junto al otro, casi libres de observadores, por las solitarias afueras del pueblo. La alegría y el buen humor de Emily no lo habían confundido: sabía que, a los ojos del amor, esas eran malas señales. Su única esperanza de despertar en ella un afecto más profundo consistía en confiar en la ayuda que podían brindarle el tiempo y el azar. Con un amargo suspiro, se resignó a mostrarse tan agradable y divertido como siempre: era posible que pudiera llevarla a hablar de Alban Morris si comenzaba, con toda inocencia, por hacerla reír.

Cuando se puso de pie para regresar a la cabaña, el pequeño terrier del guardabosque, que rondaba por el jardín, echó un vistazo hacia el interior de la glorieta. Al ver a un desconocido, el perro enseñó los colmillos y gruñó.

Mirabel retrocedió hasta la pared que quedaba a sus espaldas, temblando de pies a cabeza. Sus ojos se clavaron aterrorizados en el perro que se aproximaba, ladrando con aire de triunfo, por haber descubierto a un hombre asustado al cual podía intimidar. Mirabel gritó pidiendo socorro. Un peón que trabajaba en el jardín corrió al lugar y se detuvo, sonriendo divertido al ver a un hombre hecho y derecho despavorido ante un perro que ladraba. «¡He ahí un cobarde si los hay!», se dijo, después de brindarle protección a Mirabel.

El predicador esperó un minuto detrás de la cabaña para recuperarse. Se había puesto tan nervioso que su cabello estaba empapado de sudor. Mientras se lo secaba con el pañuelo, recuerdos que no eran los del perro le produjeron un estremecimiento. «¡Después de aquella noche en la posada, la menor cosa me amedrenta!», pensó.

Las jóvenes le dieron una ruidosa y burlona bienvenida.

—¡Oh, qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¡Aquí están las patatas ya cortadas y no hay quien las fría!

Mirabel se puso una máscara de alborozo con la desesperada resolución del actor que divierte a su público en momentos en los que atraviesa por dificultades domésticas. Asombró a la esposa del guardabosque al demostrarle que sí sabía cómo usar su sartén. La tortilla de Cecilia quedó dura, pero las jóvenes se la comieron. La salsa mayonesa de Emily era casi tan líquida como el agua, pero aun así la engulleron con ayuda de unas cucharas. Seguidamente llegaron las patatas, crujientes, secas, deliciosas, y Mirabel alcanzó una renovada popularidad.

—Es el único de nosotros que sabe cocinar —reconoció Cecilia con tristeza.

Cuando abandonaron la cabaña para dar un paseo por el parque, Francine se unió a Cecilia y a la señorita Plym. Dejó al señor Mirabel en manos de Emily, con la dichosa convicción de que había allanado el camino para que se produjera un desentendimiento entre ambos.

La alegría que reinara durante el almuerzo había hecho revivir el buen humor de Emily. Recordaba, festiva, el fracaso de su salsa. Mirabel la vio sonreír para sí misma.

—¿Podría preguntarle qué le causa risa? —dijo.

—Pensaba en la deuda de gratitud que hemos contraído con el señor Wyvil —contestó—. Si no lo hubiera persuadido de regresar a Monksmoor, nunca habríamos visto al famoso señor Mirabel con una sartén en las manos y no habríamos probado el único plato delicioso de nuestro almuerzo.

Mirabel intentó en vano imitar el tono ligero de su compañera. Ahora que estaba a solas con ella, las dudas que Francine había despertado en él hicieron añicos la prudente decisión que adoptara en el jardín. Resolvió correr el riesgo y decirle claramente a Emily por qué había regresado al hogar del señor Wyvil.

—Aunque soy sensible a la bondad de nuestro anfitrión, habría regresado a mi parroquia de no ser por usted —respondió.

Emily se negó a tomarlo en serio.

—¡Entonces ha descuidado los asuntos de su parroquia, y por mi culpa! —dijo.

—¿Soy acaso el primer hombre que descuida sus deberes por usted? —inquirió—. Me pregunto si los profesores de la escuela tenían valor para quejarse de usted cuando no atendía a sus lecciones.

Emily recordó a Alban y el rubor la delató. De inmediato cambió el tema de conversación. Mirabel no pudo seguir negándose a aceptar la conclusión de que Francine le había dicho la verdad.

—¿Cuándo nos deja? —preguntó ella.

—Mañana es sábado. Debo regresar, como de costumbre.

—¿Y cómo lo recibirá su parroquia abandonada?

Mirabel hizo un esfuerzo supremo por mostrarse tan divertido como siempre.

—Estoy seguro de conservar mi popularidad mientras tenga un tonel en la bodega Y algunas moneditas sueltas en el bolsillo —dijo—. Los sentimientos cívicos de los miembros de mi parroquia no van más allá del dinero y la cerveza. Antes de ir a aquel insoportable mitin, le dije a mi ama de llaves que iba a pronunciar un discurso sobre la reforma. No sabía de qué le hablaba. Le expliqué que gracias a la reforma se podría aumentar el número de los ciudadanos británicos que tienen derecho a votar en las elecciones al parlamento. De inmediato se le iluminó el rostro. «Ah», me dijo, «he oído a mi esposo hablar de las elecciones. Cuantas más haya (dice él) más dinero le darán por su voto. Soy una decidida partidaria de la reforma». Cuando salía de la casa, probé con el hombre que me arregla el jardín. No veía el asunto con el mismo optimismo que el ama de llaves. «No niego que una vez el parlamento me convidó a una buena comida gratis en la taberna», admitió. «Pero eso fue hace años, y (usted me perdonará, señor) no veo ninguna otra cena en camino. Claro que es cuestión de opiniones, pero yo no creo en la reforma». ¡Ahí tiene algunas muestras de los sentimientos cívicos de nuestro pueblo!

Hizo una pausa. Emily lo escuchaba, pero no había logrado dar con un tema que la divirtiera. Lo intentó con un tópico más íntimamente relacionado con sus propios intereses: el tópico del futuro.

—Nuestro buen amigo me ha pedido que prolongue mi estancia, una vez cumplidos mis deberes dominicales —dijo—. Confío en que la hallaré aquí la semana próxima.

—¿Le permitirán regresar los asuntos de su parroquia? —preguntó Emily pícara.

—Los asuntos de mi parroquia, si me obliga a confesarlo, no eran más que una excusa.

—¿Una excusa para qué?

—Una excusa para mantenerme lejos de Monksmoor en bien de mi tranquilidad. El experimento ha fracasado. Mientras esté usted aquí, no puedo mantenerme alejado.

Emily de nuevo se negó a aceptar que hablaba en serio.

—Debo decirle con toda claridad que malgasta sus halagos conmigo —dijo.

—No son halagos lo que le prodigo —respondió él grave—. Le ruego que me perdone por haberla hecho caer en ese error hablándole de mí —tras apelar a su indulgencia con ese acto de sumisión, aventuró otra leve alusión al hombre a quien odiaba y temía—. ¿Conoceré a otros amigos suyos cuando regrese el lunes? —prosiguió.

—¿A qué se refiere?

—Sólo preguntaba si el señor Wyvil espera nuevos invitados.

En cuanto hizo esa pregunta, se oyó a espaldas de ellos la voz de Cecilia que llamaba a Emily. Ambos se volvieron. El señor Wyvil se había reunido con su hija y sus dos amigas. Avanzó hacia Emily.

—Tengo una noticia inesperada —dijo—. Acaba de llegar un telegrama de Netherwoods. El señor Alban Morris ha obtenido una licencia y llegará mañana.