La cocina
El día que siguió al del mitin político fue de despedidas en la agradable mansión campestre.
A la señorita Darnaway la reclamaban sus deberes en el parvulario de su casa. El viejo terrateniente que hacía honor al oporto del señor Wyvil fue el siguiente en marcharse, ya que tenía invitados que atender en su hogar. A esas le siguió una pérdida mucho más notoria. Los tres jóvenes bailarines tenían compromisos que los llamaban a nuevas esferas de actividad en otros salones. Los tres manifestaron, con la misma fastidiosa elegancia en sus modales que «lamentaban mucho tener que marcharse»; los tres fueron en coche hasta la estación del ferrocarril vistiendo los mismos atuendos de viaje perfectos, de color neutral; y los tres divergieron sólo en un punto: cada uno de ellos estaba firmemente convencido de que fumaba el mejor puro que se conseguía en Londres.
La mañana que siguió a esas partidas habría resultado muy aburrida de no haber sido por la presencia de Mirabel.
Concluido el desayuno, la doliente señorita Julia se instaló en el sofá con una novela. Su padre se retiró al otro extremo de la casa para profanar el arte de la música con el más expresivo de los instrumentos musicales. A solas con Emily, Cecilia y Francine, Mirabel hizo una de sus felices sugerencias.
—Hemos quedado librados a nuestros propios recursos —dijo—. Cubrámonos de gloria inventando una diversión totalmente nueva para este día. Jóvenes, sesionad en consejo y yo seré vuestro secretario —se volvió hacia Cecilia—. Los reunidos esperan por las palabras de la dueña de casa.
La modesta Cecilia apeló a sus amigas de escuela. Se dirigió en primer término (siguiendo la recomendación del secretario) a Francine; que era la mayor. Todos advirtieron un nuevo cambio en la voluble joven. Estaba mohína y silenciosa y dijo con aire de cansancio:
—Me da lo mismo lo que hagamos. ¿Queréis salir a montar a caballo?
La irrecusable objeción a esa forma de entretenimiento era que ya se había echado mano de ella más de una vez. Cuando le llegó el turno a Emily, todos esperaban algo ingenioso y sorprendente, pero ella también los defraudó.
—Sentémonos bajo los árboles y pidámosle al señor Mirabel que nos cuente algo —fue todo lo que pudo sugerir.
Mirabel puso su pluma sobre la mesa y se encargó de rechazar esa propuesta.
—Recordad que yo también quiero divertirme hoy —replicó—, no podéis pretender que me entretenga con mis propias historias. Le ruego a la señorita Wyvil que proponga un esparcimiento que incluya al secretario.
Cecilia se sonrojó y dio muestras de sentirse incómoda.
—Creo que se me ha ocurrido una idea —anunció después de unos momentos de vacilación—. ¿Qué les parece si vamos a la cabaña del guardabosque?
En ese punto se le acabó el valor y volvió a vacilar.
Mirabel anotó con aire grave esa media propuesta.
—¿Y qué haremos al llegar a la cabaña del guardabosque? —preguntó.
—Le pediremos a la esposa del guardabosque que nos preste su cocina —continuó Cecilia.
—Que nos preste su cocina —repitió Mirabel—. ¿Y qué haremos en la cocina?
Cecilia bajó la vista hasta posarla en sus lindas manos, cruzadas sobre su regazo, y contestó con voz queda:
—Cocinar nuestro almuerzo.
¡Esa sí era una diversión totalmente novedosa, en el mejor sentido de la palabra! El encantador interés de Cecilia en los placeres de la mesa le había hecho tener una inspiración tan feliz que los agradecidos asistentes a la reunión, incluida Francine, le ofrecieron el tributo de sus aplausos. Los miembros del consejo eran jóvenes, de modo que sus temerarias digestiones contemplaban sin temor la perspectiva de consumir una comida preparada por meros aficionados. Lo único que les preocupaba era qué cocinarían.
—Yo puedo hacer una tortilla —se aventuró a decir Cecilia.
—Si se consigue fiambre de pollo, me comprometo a acompañar la tortilla con una mayonesa —añadió Emily.
—Hay clérigos de la Iglesia de Inglaterra lo bastante inteligentes como para freír patatas, y yo soy uno de ellos —anunció Mirabel—. ¿Y después? ¿Un pudín? Señorita de Sor, ¿sabe hacer un pudín?
Francine exhibió otro costado nuevo de su carácter: un costado retraído y humilde.
—Me avergüenza decir que no sé cocinar —confesó—. Es mejor que me dejen fuera del asunto.
Pero Cecilia ya estaba en su salsa. Su plan de operaciones era lo bastante abarcador para incluir hasta a Francine.
—Lavarás la lechuga, querida, y les sacarás el hueso a las aceitunas para la mayonesa de Emily. ¡No te desanimes! Tendrás compañía; mandaremos a buscar a la señorita Plym a la casa parroquial: es la más indicada para picar el perejil y los cebollinos para mi tortilla. ¡Oh, Emily, qué mañana va a ser! —sus adorables ojos azules chispearon de alborozo; le dio a Emily un beso que Mirabel tendría que haber sido mucho más o mucho menos que un hombre para no codiciar—. ¡Les digo que estoy tan entusiasmada que no sé ni qué hacer! —exclamó Cecilia, que había perdido por completo la cabeza.
El íntimo conocimiento que tenía Emily de su amiga le sirvió para aplicar el remedio más eficaz.
—¿No sabes qué hacer? —repitió—. ¿Y tu sentido del deber? Dale tus órdenes a la cocinera.
Cecilia recobró la calma de inmediato. Se sentó al escritorio y confeccionó una lista de comestibles de los reinos animal y vegetal en la que una de cada dos palabras estaba subrayada dos o tres veces. Era digna de ver la seriedad de su rostro cuando llamó a la cocinera y ambas celebraron una reunión confidencial en un rincón.
Cuando partieron hacia la cabaña del guardabosque, la joven ama de casa encabezaba una procesión de sirvientes que llevaban las materias primas de la comida.
La seguía Francine, custodiada por la señorita Plym, quien se tomaba muy en serio sus responsabilidades y clamaba por instrucciones en el arte de picar perejil. Mirabel y Emily marchaban juntos, muy a la zaga; eran los únicos dos miembros de la partida cuyas mentes no colmaba, de una u otra manera, la cocina.
—Nuestro juego de niños no parece interesarla —comentó Mirabel.
—Pienso en lo que me comentó sobre Francine —respondió Emily.
—Le digo algo más —replicó él—. Cuando advertí durante la cena el cambio que había experimentado, le dije a usted que se traía algo entre manos. Hoy se aprecia otro cambio en ella, que me hace pensar que ya llevo a vías de hecho lo que se proponía.
—¿Contra mí? —preguntó Emily.
Mirabel no le respondió directamente. A él le resultaba imposible hacerle ver a Emily que, si bien con toda inocencia, se había expuesto al odio que los celos provocaban en Francine.
—El tiempo nos dirá lo que aún no sabemos —contestó evasivamente.
—Parece tener fe en el tiempo, señor Mirabel.
—La mayor fe. El tiempo es enemigo inveterado del engaño. Más tarde o más temprano, todo lo que permanece oculto está destinado a salir a la luz.
—¿Sin excepciones?
—Sí, sin excepciones —respondió categórico.
En ese momento, Francine se detuvo y volvió la vista para mirarlos. ¿Pensaba que Mirabel y Emily ya habían pasado demasiado tiempo conversando? La señorita Plym, todavía con el perejil en mente, retrocedió para indagar sobre los conocimientos de Emily. Ambas siguieron caminando juntas, y dejaron que Mirabel avanzara hasta alcanzar a Francine. Éste advirtió, en cuanto la miró, cuánto esfuerzo le costaba sofocar esas emociones que el orgullo femenino siente el mayor interés en mantener ocultas. Antes de que intercambiaran una sola palabra, lamentó que Emily los hubiera dejado solos.
—Me gustaría compartir su alegre disposición —comenzó Francine abruptamente—. Me siento de mal humor o desanimada, no sé exactamente. ¿Algunas veces se molesta en pensar en el futuro?
—Lo menos posible, señorita de Sor. En una situación como la mía, la mayoría de las personas tiene alguna perspectiva de futuro; yo no tengo ninguna.
Mirabel hablaba con tono grave, consciente de no encontrarse en una situación cómoda. Aun de haber sido el hombre más modesto del mundo, habría visto en el rostro de Francine que la joven lo amaba.
Cuando los presentaran, la heredera se encontraba aún sometida a la influencia de los instintos más mezquinos de su naturaleza calculadora y egoísta. Había pensado entonces: «Con mi dinero para ayudarlo, la celebridad de este hombre haría el resto; la mejor sociedad de Inglaterra estaría encantada de recibir a la esposa de Mirabel». Con el paso de los días, esas despreciables aspiraciones habían cedido su lugar a fuertes emociones. Inconscientemente, Mirabel le había inspirado la única pasión lo bastante fuerte para dominar a Francine: la pasión sensual. Locas esperanzas se arremolinaban en su interior. Deseos ilimitados que nunca antes sintiera se habían mezclado con una capacidad para el mal que se desarrollara como horrible excrescencia en el curso de unas pocas noches: una capacidad que permitía adivinar la posibilidad de intentos aún más viles que el de calumniar a Emily en un anónimo para deshacerse de una supuesta rival. Sin esperar a que se lo ofreciera, tomó el brazo de Mirabel y lo apretó contra su pecho mientras caminaban lentamente. El temor de que la descubrieran, que la había preocupado después de poner su infame carta en el correo, desapareció en ese momento inspirador. Cuando Mirabel le hablaba, inclinaba la cabeza para sentir su aliento en el rostro.
—Existe una extraña similitud entre su situación y la mía —dijo con voz queda—. ¿Acaso hay algo alentador en mi porvenir? Estoy lejos de mi hogar, y a mi madre y mi padre no les importaría no volver a verme. ¡La gente habla de mi dinero! ¿De qué le sirve el dinero a un ser tan desgraciado y solitario como yo? Tal vez escriba a Londres y le pida a mi abogado que se lo done a alguien que lo merezca. ¿Por qué no a usted?
—¡Mi querida señorita de Sor…!
—¿Hay algo malo, señor Mirabel, en querer hacer de usted un hombre próspero?
—¡No debería ni mencionarlo!
—¡Qué orgulloso es usted! —dijo ella mimosa—. ¡Oh, me horroriza pensar que está usted en ese pueblo miserable, ocupando una posición tan indigna de su talento y sus méritos! Y me dice que no debo ni mencionarlo. ¿Le habría dicho eso a Emily si mostrara tantos deseos como yo de verlo ocupar el lugar que le corresponde en el mundo?
—Le habría respondido exactamente lo mismo que a usted.
—Ella nunca lo pondrá en una situación incómoda, señor Mirabel, haciendo gala de una sinceridad como la mía. Emily sabe guardarse sus secretos.
—¿Y hay que culparla por eso?
—Depende de lo que sienta por ella.
—¿A qué se refiere?
—Suponga que se entera de que está comprometida en matrimonio —insinuó Francine.
Las maneras de Mirabel, que hasta ese momento habían sido estudiadamente frías y formales, sufrieron una súbita alteración. Miró a Francine con franca ansiedad.
—¿Lo dice en serio? —preguntó.
—Dije «suponga». No sé con exactitud si está comprometida.
—¿Qué es lo que sí sabe?
—¡Oh, cuánto se interesa en Emily! Hay quienes la admiran. ¿Es usted uno de ellos?
La experiencia de Mirabel con las mujeres le indicó que lo mejor era emplear el silencio para incitarla a expresarse con claridad. El experimento resultó exitoso. Francine retornó a la pregunta que él le hiciera y la respondió de manera abrupta.
—Puede o no creerme, como quiera. Sé de un hombre que está enamorado de ella. Ha tenido sus oportunidades y las ha aprovechado bien. ¿Le gustaría saber quién es?
—Me gustaría saber cualquier cosa que usted tenga a bien contarme.
Mirabel hizo todo lo posible para que su respuesta tuviera un tono de normal cortesía, y quizás habría logrado engañar a un hombre. El oído femenino, más agudo, le permitió percibir a Francine que estaba enojado. La joven aprovechó al máximo ese cambio que la favorecía.
—Me temo que disminuya su buena opinión sobre Emily cuando le diga que ha alentado a un hombre que no es más que profesor de pintura de una escuela —continuó con voz queda—. Al mismo tiempo, hay que decir que una persona en su situación —me refiero a que no tiene dinero— no se puede dar el lujo de mostrarse demasiado difícil de complacer. Por supuesto, nunca le ha mencionado al señor Alban Morris, ¿no es cierto?
—No, que recuerde.
Sólo tres palabras, pero Francine se sintió satisfecha.
Lo único que faltaba para rematar el obstáculo que acababa de colocar en el camino de Emily era la entrada en escena de Alban Morris. Tal vez vacilara, pero si quería realmente a Emily, tarde o temprano el anónimo lo llevaría a Monksmoor. Por el momento, Francine había logrado su objetivo. Soltó el brazo de Mirabel.
—He aquí la cabaña —dijo contenta—. ¡Cecilia ya se ha puesto un delantal! Adelante, a cocinar.