Discursos
El lunes llegó a Monksmoor un joven labrador de Vale Regis.
En lo que toca a su persona, no merecía un momento de atención. En lo tocante al recado que traía, tenía suficiente importancia como para cubrir la mansión con un velo de melancolía. El perjuro de Mirabel había roto su promesa, y el labrador era el heraldo del infortunio con quien enviaba sus excusas. Para su enorme contrariedad (decía en su nota) los asuntos de su parroquia le impedían ausentarse. No contaba sino con la indulgencia del señor Wyvil para que lo perdonara y les comunicara a las damas (en papel de cartas perfumado) cuán sinceramente lo lamentaba. Todos creyeron en los asuntos de la parroquia, salvo Francine.
—El señor Mirabel ha dado la mejor excusa que se le ocurrió para acortar su visita, y no me sorprende —dijo lanzándole a Emily una mirada cargada de significado.
Emily jugaba con uno de los perros, ejercitando las habilidades que este había aprendido. Le puso un trocito de azúcar en equilibrio sobre el hocico; estaba demasiado absorta en su juego para prestarle atención a Francine.
Cecilia, como dueña de casa, se sintió en la obligación de intervenir.
—Ese es un comentario chocante —respondió—. ¿Quieres decir que hemos ahuyentado al señor Mirabel?
—No acuso a nadie —comenzó Francine con rencoroso candor.
—¡Ahora nos acusará a todos! —la interrumpió Emily, como si hablara con el perro.
—Pero cuando una joven se empeña en fascinar a un hombre, le guste a él o no, al hombre sólo le queda una alternativa: alejarse —continuó Francine.
Volvió a mirar a Emily, más directamente que la vez anterior.
Hasta la gentil Cecilia se sintió molesta por el comentario.
—¿A quién te refieres? —dijo cortante.
—¡Querida!, ¿acaso hay que preguntar? —replicó Emily.
Al decir esas palabras le lanzó una mirada a Francine y después le dio la señal al perro. Éste tiró al aire el azúcar y lo agarró en el aire. Su público lo aplaudió, con lo cual llegó a su fin, por el momento, la escaramuza.
Entre las cartas que trajo el correo a la mañana siguiente estaba la respuesta de Alban. Los temores de Emily demostraron ser ciertos. Los deberes del profesor de dibujo le impedían alejarse de Netherwoods, y él, como Mirabel, enviaba sus excusas. Su breve misiva, dirigida a Emily, no contenía ninguna mención ulterior a la señorita Jethro; comenzaba y concluía en la misma página.
¿Lo había contrariado la reserva con que Emily le escribiera, siguiendo el consejo del señor Wyvil? ¿O acaso (como sugirió Cecilia) su imposibilidad de marcharse de la escuela le había producido tanta desazón que no tenía ánimos para escribir una larga carta? Emily no intentó llegar a una conclusión, ni en un sentido ni en el otro. Pareció deprimirse y, por primera vez desde que la conocía, Cecilia la oyó expresar un temor supersticioso.
—No me gusta esta reaparición de la señorita Jethro —dijo—. Si alguna vez se aclara el misterio que rodea a esa mujer, ello me traerá problemas y pesares; y creo que en lo más profundo de su corazón, Alban Morris opina lo mismo.
—Escríbele y pregúntale —sugirió Cecilia.
—Es tan bondadoso, y tiene tantos deseos de no afligirme que no lo admitiría, incluso si estoy en lo cierto —respondió Emily.
A mediados de la semana, el curso de la vida en Monksmoor sufrió una interrupción debido al escaño parlamentario que ocupaba el dueño de la casa.
El insaciable apetito por pronunciar y escuchar discursos que es una de las características más sobresalientes de la raza inglesa (y que incluye a sus primos, los estadounidenses) se había adueñado del electorado del señor Wyvil. Se celebraba un mitin político en el mercado del pueblo vecino, y se esperaba que el miembro del parlamento pronunciara un discurso en el que pasara revista a los sucesos del día, tanto nacionales como internacionales.
—Les ruego que no consideren la posibilidad de acompañarme —les dijo el buen hombre a sus invitados—. El mercado tiene mala ventilación, y los discursos, incluido el mío, no valdrán la pena.
Esta caritativa advertencia fue ingratamente desoída. Todos los caballeros estaban interesados en «los objetivos de la reunión», y las damas tenían la firme decisión de no quedarse solas en casa. Se vistieron con miras a la muchedumbre de espectadores ante los cuales aparecerían, y en todo el camino al pueblo hablaron más que los hombres sobre temas políticos.
En el mercado las esperaba la más deliciosa de las sorpresas. Entre la multitud formada por los caballeros comunes y corrientes que aguardaba junto al pórtico el inicio de los debates, se encontraba una persona distinguida, que llevaba por título el de «reverendo» y por nombre el de señor Mirabel.
Francine fue quien lo descubrió. Subió a toda prisa los escalones de la entrada y le tendió la mano.
—¡Es un verdadero placer! —exclamó—. Ha venido a ver… —estuvo a punto de decir «verme», pero al advertir que estaban rodeados de extraños, cambió de idea y dijo «vernos»— Por favor, deme su brazo —susurró antes de que sus jóvenes amigos la pudieran oír—. ¡Me asustan tanto las multitudes!
No soltó a Mirabel, y lo observó todo el tiempo con ojos celosos. ¿Era sólo su imaginación o detectaba un nuevo encanto en su sonrisa cuando se dirigía a Emily? Antes de que lograra responder esa pregunta llegó la hora de dar comienzo al mitin. Por supuesto, se buscaron asientos en el estrado para los amigos del señor Wyvil. Francine, que seguía insistiendo en su derecho al brazo de Mirabel, se hizo de un asiento a su lado. Al sentarse, dejó libre al clérigo por un instante. En ese breve lapso, el enamorado reservó una silla del otro lado para Emily. Le comunicó a esa odiada rival la información que debía haber reservado para Francine.
—El comité insiste en que proponga una de las resoluciones —dijo—. Le prometo no aburrirla: el mío será el más breve de los discursos que se pronuncie en el mitin. Dio inicio la sesión.
Ninguno de los oradores que hicieron uso de la palabra al comienzo estaba inspirado en un sentimiento de piedad hacia el público. El presidente se deleitaba con sus frases. El que presentó y el que secundó la primera resolución (que no tenían ni una sombra de idea que los intranquilizara) derramaron palabras hasta formar arroyos que corrían y se desbordaban, como el agua de un manantial inagotable. El calor que despedía el público aglomerado en el local ya se hacía insoportable. Se profirieron gritos de «¡A sentarse!» dirigidos al orador del momento. El presidente de la sesión se vio obligado a intervenir. Un individuo sentado en la parte posterior del local bramó «¡Aire!» y rompió el cristal de una ventana con su bastón. Fue recompensado con tres rondas de vítores e irónicamente invitado a subir al estrado y asumir la presidencia.
En esas difíciles circunstancias, Mirabel se levantó para hacer uso de la palabra. Al comenzar, logró que el público hiciera silencio mediante una humorística alusión al verboso orador que lo precediera.
—Mirad al reloj, caballeros, y limitad mi discurso a diez minutos —dijo.
El aplauso provocado por esas palabras se dejó oír en la calle a través de la ventana rota. Los chicos que formaban parte de la muchedumbre que se agolpaba fuera del salón interrumpieron la corriente de aire al treparse unos sobre los hombros de los otros para ver lo que sucedía en el mitin a través de los huecos del cristal reducido a añicos. Después de proponer su resolución con un discurso convenientemente breve, Mirabel solicitó el apoyo de los reunidos para el proyecto presentado por el difunto Lord Palmerston en la Cámara de los Comunes: hizo cuentos y chistes a la altura de la inteligencia de los más lerdos de quienes lo escuchaban. El encanto de su voz y de sus maneras coronó su éxito. Puntualmente, al cabo de diez minutos, se sentó en medio de gritos de «¡Siga!». Francine fue la primera en tomar su mano y expresarle sin palabras su admiración con una suave presión. Mirabel la devolvió, pero miró a la dama equivocada: la que estaba sentada al otro lado.
El predicador se percató al instante de que, aunque no se quejaba, a Emily la había sofocado el calor. No tenía color en los labios y los ojos se le cerraban.
—Permítame sacarla de aquí, o se desmayará —dijo.
Francine se puso de pie de un salto para seguirlos. El elemento más villano del público, ávido de diversión, le dio una interpretación jocosa a la acción de la joven y prorrumpió en ruidosas carcajadas.
—Deje tranquilos al pastor y a su enamorada. Donde hay dos, el tercero sobra —gritaban.
El señor Wyvil interpuso su autoridad para reconvenirlos. Una dama sentada detrás de Francine contribuyó con sus buenos oficios, al ofrecerle un asiento recatado de las miradas del público. Se restableció el orden y la sesión continuó.
Al término del mitin, los amigos de Mirabel y Emily los encontraron esperando a la puerta. El señor Wyvil, con toda inocencia, añadió leña al fuego que ardía en el pecho de Francine. Insistió en que Mirabel regresara a Monksmoor y le ofreció un asiento en el carruaje al lado de Emily.
Más tarde esa noche, cuando se reunieron para la cena, los comensales descubrieron un cambio en Francine que sorprendió a todos menos a Mirabel. Se veía animada y de buen humor, y se mostraba especialmente amable y atenta con Emily, que se sentaba frente a ella en la mesa.
—¿De qué hablabas con Mirabel cuando os apartasteis de nosotros? —preguntó con aire inocente—. ¿De política?
Emily adoptó de inmediato el mismo tono amistoso de Francine.
—¿Tú en mi lugar habrías hablado de política? —preguntó juguetona.
—En tu lugar habría considerado que me encontraba en la más deliciosa de las compañías —replicó Francine—. ¡Ojalá me hubiera sofocado también el calor!
Mirabel, que la observaba atentamente, agradeció el cumplido con una inclinación y dejó que Emily continuara la conversación. Con total buena fe, la joven admitió que había inducido a Mirabel a hablar de sí mismo. Cecilia le había contado que en su juventud había desempeñado diversas ocupaciones, y estaba interesada en saber qué circunstancias lo habían llevado a dedicarse a la iglesia. Francine la escuchaba con aire de creer a pie juntillas en lo que le decía, y con la convicción de que Emily la engañaba con toda intención. Concluida la breve narración, se mostró más agradable que nunca. Expresó su admiración por el vestido de Emily y rivalizó con Cecilia en el disfrute de las delicias de la mesa. Entretuvo a Mirabel con graciosas anécdotas sobre los sacerdotes de Santo Domingo, y se interesó tanto en la fabricación de los violines antiguos y modernos que el señor Wyvil prometió mostrarle su famosa colección de instrumentos después de la cena. Su desbordante amabilidad tuvo en cuenta incluso a la pobre señorita Darnaway y sus hermanos y hermanas ausentes. Escuchó con lisonjero interés las historias sobre sus enfermedades y su posterior restablecimiento, sus divertidas travesuras, sus alarmantes accidentes y su señalada inteligencia.
—Y le aseguro, señorita de Sor, que ello incluye al bebé, que sólo tiene diez meses.
Cuando las damas se levantaron de la mesa para retirarse del comedor, Francine era, socialmente hablando, la heroína de la velada.
Mientras transcurría la exhibición de los violines, Mirabel encontró una oportunidad para abordar a Emily sin que los demás se percataran.
—¿Ha dicho o hecho usted algo que haya podido ofender a la señorita de Sor? —preguntó.
—¡Absolutamente nada! —afirmó Emily, sorprendida por la pregunta—. ¿Qué le hace pensar que la he ofendido?
—He estado tratando de encontrar un motivo para el cambio que ha experimentado, especialmente en lo que a usted respecta —respondió Mirabel.
—¿Y?
—Y… se trae algo entre manos.
—¿De qué puede tratarse?
—De algo que teme que se descubra, a menos que elimine toda sospecha desde un inicio. Eso es (creo) exactamente lo que ha hecho durante toda la velada. No necesito advertirle que se mantenga en guardia.
Todo el día siguiente Emily se mantuvo vigilante en espera de los acontecimientos… y nada sucedió. Francine no dejó traslucir ni el más leve indicio de celos. No hizo ningún intento por llamar la atención de Mirabel y no demostró ninguna hostilidad hacia Emily, fuera con sus palabras, sus miradas o sus maneras.
Al día siguiente algo sucedió en Netherwoods. Alban Morris recibió un anónimo dirigido a él y formulado en los siguientes términos:
Una cierta joven en quien se cree que usted está interesado está olvidándolo en su ausencia. Si no es tan cobarde como para permitir que lo suplante otro hombre, únase a la partida de Monksmoor antes de que sea demasiado tarde.