CAPÍTULO XL

La consulta

Fuera de la sala de música y lejos de su violín, el lado sensato del carácter del señor Wyvil no enfrentaba ningún obstáculo para imponerse. Tanto en su vida pública como en su vida privada, el padre de Cecilia era un hombre eminentemente juicioso.

Como miembro del parlamento, constituía un ejemplo que habrían podido seguir muchos de sus colegas. En primer lugar, se abstenía de precipitar la caída de instituciones representativas mediante preguntas y discursos. En segundo término, era capaz de distinguir entre su deber para con su partido y su deber para con su país. Cuando la legislatura actuaba en el campo de lo político —esto es, cuando lidiaba con asuntos internacionales o reformas electorales— seguía al líder de su partido. Cuando la legislatura actuaba en el campo de lo social —o sea, en pro del bienestar del pueblo— seguía a su conciencia. En la última ocasión en que el gran fantoche ruso provocara una escisión, había votado obedientemente con sus aliados conservadores. Pero cuando la cuestión del acceso libre a museos y galerías de pintura los domingos alineara a los dos partidos en bandos hostiles, había escenificado un abierto motín y votado con los liberales. Consentía en contribuir a evitar una ampliación del derecho al voto, pero se negaba a tener que ver con plantear obstáculos a la abolición de gravámenes al conocimiento. «En el primer caso tengo dudas», decía, «pero en el segundo estoy seguro». Se le pidió una explicación. «¿Dudas de qué? ¿Y seguro de qué?». Para asombro del líder de su partido, respondió: «El beneficio que le reporta al pueblo». En sus asuntos privados se advertía el mismo buen juicio. Los sirvientes perezosos y deshonestos aprendían que el carácter del más gentil de los amos tenía un lado inesperado. Y Cecilia y su hermana habían llegado a saber que, en ciertas ocasiones, el más indulgente de los padres demostraba ser capaz de decir «No» como el más severo tirano que gobernara junto al hogar.

Llamado a consulta por su hija y su huésped, el señor Wyvil les dio un sabio y bondadoso consejo, si bien posteriormente, al perverso influjo de las circunstancias, resaltó que habría sido mejor que no lo hubiera hecho.

La carta dirigida a Emily que Cecilia puso a consideración de su padre venía de Netherwoods y había sido escrita por Alban Morris.

El profesor le aseguraba a Emily que sólo se había decidido a escribirle después de pensarlo mucho, con la esperanza de poder serle de utilidad en un asunto que él tampoco entendía, pero que, aun así, podía ser digno de su consideración. Tras manifestar en esos términos sus motivos, continuaba relatando su conversación con la señorita Jethro. En lo relativo al tema de Francine, Alban sólo se aventuraba a añadir que no le había causado una impresión favorable, y que no le parecía, a partir de lo que después observara, una amiga deseable.

En la última hoja había algunas líneas que Emily no tenía ninguna duda acerca de cómo responder. Había doblado esa página para que nadie más pudiera ver cómo terminaba su carta el pobre profesor de dibujo: «Le deseo todo tipo de felicidades, querida mía, con sus nuevos amigos; pero no olvide al viejo amigo que piensa en usted, sueña con usted y ansía volver a verla. Ahora que no está, el pequeño mundo en que vivo me resulta tedioso. ¿Me escribirá de vez en cuando y me dará algunas esperanzas?»

El señor Wyvil sonrió al ver la página doblada para que la firma quedara oculta.

—Supongo que puedo dar por sentado que este caballero desea de corazón lo mejor para usted. ¿Podría saber de quién se trata? —dijo con cierta malicia.

Emily respondió prontamente a esa última pregunta. El señor Wyvil continuó con su interrogatorio.

—En cuanto a la dama misteriosa de nombre extraño, ¿sabe algo de ella? —prosiguió.

Emily contó lo que sabía, sin revelar la verdadera razón de la partida de Netherwoods de la señorita Jethro. Años después, uno de sus más preciados recuerdos sería el de que había mantenido en secreto la triste confesión que la inquietara la última noche de su vida escolar.

El señor Wyvil volvió a examinar la carta de Alban.

—¿Sabe cómo se conocieron la señorita Jethro y el señor Mirabel? —preguntó.

—Ni siquiera sabía que se conocían.

—¿Le parece probable que si el señor Morris hubiera hablado con usted en vez de escribirle le habría comentado más de lo que dice en esta carta?

Hasta ese momento Cecilia se había comportado como un modelo de discreción. Al ver vacilar a Emily, la tentación la venció.

—¡Sin duda, papá! —manifestó totalmente segura.

—¿Cecilia tiene razón? —inquirió el señor Wyvil.

Puesta a recordar de esa forma la influencia que ejercía sobre Alban, Emily sólo podía dar una respuesta sincera. Admitió que Cecilia tenía razón.

A partir de su respuesta, el señor Wyvil le aconsejó que no expresara ninguna opinión hasta que no estuviera en mejores condiciones para hacerse un juicio.

—Cuando le escriba al señor Morris, dígale que esperará a volver a verlo para contarle lo que piensa de la señorita Jethro —continuó.

—Por el momento no tengo ninguna posibilidad de volver a verlo —dijo Emily.

—Podrá verlo en cualquier momento en que a él le resulte conveniente venir a esta casa —contestó el señor Wyvil—. Le escribiré para invitarlo a hacernos una visita, y usted podrá adjuntar la invitación a su carta.

—¡Oh, señor Wyvil, qué amable de su parte!

—¡Oh, papá, exactamente lo que te iba a pedir que hicieras!

El excelente amo de Monksmoor dejó traslucir una auténtica sorpresa.

—¿Por qué tanto alboroto, jovencitas? —dijo—. Por su profesión, el señor Morris es un caballero, y —¿no se molesta si lo digo, señorita Emily?— es también un amigo a quien usted aprecia. ¿Quién podría contar con mejores credenciales para ser uno de mis invitados?

Cecilia detuvo a su padre cuando este estaba a punto de marcharse de la habitación.

—Supongo que no debemos preguntarle al señor Mirabel qué sabe de la señorita Jethro —dijo.

—Querida mía, ¿en qué puedes estar pensando? ¿Qué derecho tenemos a interrogar al señor Mirabel sobre la señorita Jethro?

—Es todo tan oscuro, papá. Tiene que haber alguna razón por la cual Emily y el señor Mirabel no debían haberse conocido; o si no, ¿por qué habría insistido tanto en ello la señorita Jethro?

—La señorita Jethro no tiene intenciones de que lleguemos a saber por qué, Cecilia. Quizás salga a la luz con el tiempo. Esperemos.

Una vez a solas, las jóvenes intercambiaron criterios acerca de qué curso de acción era más probable que adoptara Alban al recibir la invitación del señor Wyvil.

—Se sentirá más que contento de tener la posibilidad de volver a verte —afirmó Cecilia.

—Dudo de que quiera volver a verme rodeada de personas que le son desconocidas —contestó Emily—. Y olvidas que enfrenta ciertos obstáculos. ¿Cómo hará para abandonar sus clases?

—¡Muy fácilmente! No da clases los sábados. Si sale temprano, podría llegar para el almuerzo, y quedarse hasta el lunes o el martes.

—¿Quién lo reemplazaría en la escuela?

—La señorita Ladd, por supuesto, si tú te empeñas. Escríbele a ella, además de al señor Morris.

Escritas las cartas y dada la orden de que prepararan un cuarto para el huésped esperado, Emily y Cecilia regresaron a la sala. Encontraron a los miembros de más edad del grupo entregados a sus ocupaciones: los hombres a los periódicos y las mujeres a la costura. A continuación se dirigieron al invernadero, donde descubrieron a la hermana de Cecilia, que languidecía entre las flores recostada en una butaca. La pereza constitucional hace que algunas jóvenes asuman la condición de enfermas crónicas y brinden el interesante espectáculo de una convalecencia perpetua. El médico había declarado que los baños de St. Moritz habían curado a la señorita Julia. La señorita Julia se negaba a concordar con el médico.

—Ven al jardín con Emily y conmigo —dijo Cecilia.

—Emily y tú no saben lo que es estar enferma —respondió Julia.

La dejaron y se reunieron con los jóvenes, que buscaban distracción en el jardín. Francine había tomado posesión de Mirabel y lo tenía sometido a trabajos forzados consistentes en impulsarla en el columpio. El predicador hizo amagos de alejarse de su lado cuando Emily y Cecilia se acercaron, pero fue perentoriamente llamado a seguir cumpliendo con su deber.

—¡Más alto! —gritó la señorita de Sor en su tono más inexorablemente autoritario—. ¡Quiero columpiarme más alto que nadie!

Mirabel se sometió con caballerosa resignación y fue recompensado con un tierno estímulo expresado en una mirada.

—¿Has visto eso? —susurró Cecilia—. Él sabe cuán rica es. Me pregunto si se casará con ella.

Emily sonrió.

—Lo dudo, mientras permanezca en esta casa —dijo—. Tú eres tan rica como Francine, y no olvides que tienes, además, otros atractivos.

Cecilia negó con un gesto.

—El señor Mirabel es muy agradable —admitió—, pero no me casaría con él. ¿Y tu?

Emily comparó en silencio a Alban con Mirabel.

—¡Por nada del mundo! —respondió.

El día siguiente era el de la partida de Mirabel. Sus admiradoras lo acompañaron hasta la puerta, donde lo esperaba el coche del señor Wyvil. Francine le lanzó un ramillete de flores al huésped que se marchaba en el momento en que subía al carruaje.

—¡No olvide volver el lunes! —dijo.

Mirabel le hizo una inclinación y le dio las gracias, pero su última mirada fue para Emily, que permanecía apartada de las demás en lo alto de los escalones. Francine no dijo ni una palabra; apretó los labios temblorosos y se puso repentinamente pálida.