Simulación
A la mañana siguiente el señor Mirabel les propinó una sorpresa a dos de los miembros del círculo de Monksmoor. Uno de ellos fue Emily, y el otro el dueño de la casa. Al ver a Emily a solas en el jardín antes del desayuno, dejó su habitación para reunirse con ella.
—Permítame decirle dos palabras antes de que vayamos a desayunar —suplicó—. Me duele pensar que he sido tan infortunado como para ofenderla anoche.
El gesto de asombro de Emily fue su primera respuesta.
—¿Qué pude haber dicho o hecho para hacerle pensar eso? —preguntó.
—¡Vuelvo a la vida! —exclamó él con el alborozo pueril que era uno de los secretos de su popularidad entre las mujeres—. Llegué a temer que había hablado irreflexivamente. Voy a hacerle una confesión terrible para un clérigo: soy uno de los hombres más imprudentes del mundo. La cruz que llevo en la vida es que digo lo primero que me viene a la mente, sin pensar. Como soy muy consciente de mis defectos, desconfío de mí mismo, naturalmente.
—¿Incluso en el púlpito? —inquirió Emily.
El señor Mirabel rio apreciando la broma, aunque fuera a sus expensas.
—Me gusta esa pregunta, porque me dice que seguimos siendo amigos —dijo—. Lo cierto es que cuando subo al púlpito, la vista de la congregación ejerce el mismo efecto sobre mí que la de las candilejas sobre un actor. Toda oratoria (aunque mis hermanos en el sacerdocio se sientan reacios a confesarlo) es actuación, sin el escenario ni los trajes. ¿Hablaba en serio anoche cuando dijo que le gustaría oírme predicar?
—Por supuesto.
—Muy amable de su parte. Yo no creo que el sermón compense el sacrificio. (¡He ahí otra muestra de mi imprudencia al hablar!) Lo que quiero decir es que tendrá que levantarse temprano el domingo por la mañana y viajar doce millas hasta el húmedo y triste pueblecito en el que oficio en sustitución de un hombre con una esposa rica a quien le gusta el clima de Italia. Mi congregación trabaja en el campo durante toda la semana y, naturalmente, los domingos va a la iglesia a dormir. Me he visto obligado a luchar contra esa realidad. ¡No con la predicación! ¡Por nada del mundo me atrevería a aturdir a esas pobres gentes con mi elocuencia! No, no; les cuento breves historias tomadas de la Biblia de manera agradable, fácil, a modo de cuentos. Mi límite de tiempo es un cuarto de hora; y me siento orgulloso de decir que algunos (sobre todo las mujeres) se mantienen más o menos despiertos. Si usted y las demás damas deciden honrarme con su presencia, huelga decir que les dedicaré uno de mis magnos empeños. Habrá que ver qué efecto produce en mi infortunado rebaño. Haré que engalanen la iglesia y les ofreceré un almuerzo en la casa parroquial. Frijoles, tocino y cerveza: no tengo nada más en la despensa. ¿Es usted rica? ¡Espero que no!
—Sospecho que soy tan pobre como usted, señor Mirabel.
—Me encanta oírselo decir. (¡Otra imprudencia!) Nuestra pobreza es un lazo más que nos une.
Antes de que lograra abundar sobre el tema, sonó la campanilla que llamaba al desayuno.
El predicador le ofreció su brazo a Emily, muy satisfecho con el resultado de la conversación matutina. Al hablarle en serio a la joven la noche anterior, había cometido el error de pronunciarse demasiado pronto. Remediar ese paso en falso y recobrar la estima de Emily habían sido sus objetivos, y había logrado alcanzarlos con total éxito. En la mesa del desayuno esa mañana el sociable clérigo se mostró más divertido que nunca.
Concluido el desayuno, los invitados se fueron cada uno por su lado, como de costumbre, con la sola excepción del señor Mirabel. Sin razón aparente, se quedó en su puesto en la mesa. El señor Wyvil, que era el más cortés y considerado de los hombres, sintió que en atención a que el señor Mirabel era su huésped, no debía abandonar la habitación antes que él. A lo más que se atrevió fue a lanzarle una pequeña indirecta.
—¿Tiene algún plan para esta mañana? —preguntó.
—Tengo un plan que depende por completo de usted, y temo ser tan imprudente como de costumbre si se lo menciono —respondió Mirabel—. Su encantadora hija me ha dicho que toca usted el violín.
El modesto señor Wyvil pareció confundido.
—Confío en no haberlo molestado —dijo—. Practico en una habitación distante para que nadie me oiga.
—Mi estimado señor, ¡estoy ansioso por oírlo! La música es mi pasión y el violín mi instrumento favorito.
El señor Wyvil abrió la marcha hacia su habitación, claramente sonrojado de placer. Desde la muerte de su esposa había echado mucho de menos un poco de aliento. Sus hijas y las amigas de sus hijas se cuidaban —demasiado, pensaba él— de no interrumpirlo durante sus horas de práctica. Y, lamentablemente, sus hijas y las amigas de sus hijas tenían toda la razón, desde un punto de vista musical.
La literatura no le ha prestado suficiente atención a un fenómeno social de naturaleza singularmente curiosa. Oímos hablar mucho, a veces demasiado, sobre ciertas personas que cultivan con éxito las Artes, sobre la notable manera en que sus aptitudes vocacionales se hicieron evidente desde sus primeros años, sobre los obstáculos que interpusieron en su camino los prejuicios familiares y sobre la inexorable dedicación que los condujo al logro de espléndidos resultados.
Pero ¿cuántos escritores han advertido a esas otras personas incomprensibles, miembros de familias ajenas durante varias generaciones a la práctica del Arte o a la preocupación por él, que, sin embargo, exhiben desde sus primeros años un afán irrenunciable a cultivar la poesía, la pintura o la música; que han superado obstáculos y soportado decepciones, totalmente decididos a dedicar sus vidas a una carrera intelectual, y que carecen completamente de las capacidades que confirmen su vocación y justifiquen sus sacrificios? Ahí se muestra la Naturaleza, «la Naturaleza que nunca yerra», en franca contradicción consigo misma. Ahí se muestran hombres sin piernas decididos a realizar proezas en la pista, y mujeres totalmente estériles en constante expectativa de tener grandes familias, hasta el fin de sus días. Era imposible encontrar a un músico con menos capacidad natural para tocar un instrumento que el señor Wyvil; y durante veinte años, el orgullo y el deleite de su corazón habían consistido en no dejar pasar un día sin practicar con su violín.
—Estoy seguro de estarlo cansando —dijo amable, después de tocar sin piedad durante más de una hora.
No, el insaciable aficionado tenía ciertos objetivos en mente y no estaba aún exhausto. El señor Wyvil se levantó a buscar más partituras. Como era natural, en ese lapso se entabló una conversación fortuita. Mirabel se las ingenió para que esta tomara el rumbo requerido: el rumbo de Emily.
—¡Es la joven más encantadora con la que me he topado desde hace muchos años! —declaró el señor Wyvil enfáticamente—. No me sorprende que mi hija se haya aficionado tanto a ella. La pobrecita lleva una vida solitaria, y me alegra sinceramente ver cómo revive su ánimo en mi hogar.
—¿Es hija única? —preguntó Mirabel.
En la necesaria explicación que se produjo a continuación, quedó descrita en pocas palabras la situación desvalida de Emily. Pero quedaba algo —lo más importante— por averiguar. ¿Habría usado la joven una metáfora al decir que era tan pobre como Mirabel? ¿O le habría expresado una terrible verdad? El clérigo hizo la pregunta con perfecta delicadeza, pero también con claridad inequívoca.
El señor Wyvil, citando a su hija, le informó que los ingresos de Emily no llegaban siquiera a las doscientas libras anuales. Después de esa desconsoladora respuesta, abrió una nueva partitura.
—Conoce esta sonata, ¿no es cierto? —dijo.
Un instante después, tenía el violín bajo la barbilla y comenzaba el concierto. Mientras que a todos los efectos Mirabel parecía escuchar con la mayor atención, en realidad se esforzaba por aceptar la necesidad de realizar un gran sacrificio. Si permanecía mucho más tiempo en la misma casa que Emily, la impresión que esta ya había producido en él sin duda se afianzaría, y se haría reo de la locura de hacerle una propuesta de matrimonio a una mujer tan pobre como él. El único remedio en el que podía confiar para mantenerse a salvo de un enamoramiento era la distancia. Había convenido en regresar a Vale Regis el fin de semana, a fin de cumplir sus deberes de domingo, y se había comprometido a volver a reunirse con sus amigos en Monksmoor el lunes siguiente. No podría cumplir esa promesa imprudente, no cabían más dudas al respecto.
Acababa de tomar esa decisión cuando la terrible actividad del arco del señor Wyvil quedó en suspenso debido a la aparición de una tercera persona en la habitación. A la doncella de Cecilia se le había encargado entregarle a su amo una elegante notita exquisitamente plegada que le enviaba su señorita. Perplejo acerca de cuál podría ser el motivo de que su hija le escribiera, el señor Wyvil abrió la nota y se enteró de los motivos de Cecilia, formulados como sigue:
Queridísimo papá: Me he enterado de que el señor Mirabel está contigo, y como se trata de un secreto, no tengo más remedio que escribírtelo. Emily recibió esta mañana una carta muy extraña que a ella la dejó perpleja y a mí me alarma. Cuando tengas un momento, nos sentiríamos muy agradecidas si nos aconsejaras cómo debe responderla.
El señor Wyvil detuvo a Mirabel en el momento en que este trataba de escapar de su música.
—Un pequeño asunto doméstico al que debo atender —dijo—. Pero antes terminemos la sonata.