CAPÍTULO XXXVIII

El baile

Las ventanas del gran salón de Monksmoor que dan al invernadero están abiertas de par en par. El melancólico resplandor de la luna al levantarse roza distantes macizos de plantas y flores, que al entremezclarse adoptan formas siempre distintas y bellas. Más cerca de la casa, las sombras reparadoras se interrumpen a intervalos allí donde caen sobre ellas, en franjas oblicuas, los surtidores de luz de las lámparas del salón. Funciona la fuente. Compitiendo con su música suave, los ruiseñores dejan oír su canto embelesador. En ocasiones se escuchan risas femeninas; en otras, la melodía de un vals. Los jóvenes invitados a Monksmoor bailan.

Emily y Cecilia visten ambas de blanco y llevan llores en el pelo. Francine rivaliza con ellas con un soberbio contraste de colores, y declara que es rica con el fulgurante énfasis de los diamantes y la suave persuasión de las perlas.

La señorita Plym (de la parroquia) es gruesa y blanca y próspera: desborda energía; tiene una cintura que desafía los corsés, y baila jubilosa con sus grandes pies planos. La señorita Darnaway (hija de un oficial de escasos recursos) es el exacto reverso de la señorita Plym. Es delgada y alta y desvaída, pobrecita. El destino ha querido que su dura suerte en la vida sea la de fungir de aya en jefa de su hogar. En sus momentos de ensimismamiento, piensa en sus pequeños hermanos y hermanas, cuya paciente servidora es, y se pregunta quién los consuela cuando se caen y les cuenta cuentos a la hora de dormir mientras ella se divierte en la agradable mansión campestre.

La tierna Cecilia, al recordar cuán pocos placeres tiene esta joven amiga, y sabiendo qué bien baila, nunca la deja estar sin un compañero. Se hallan presentes tres inestimables jóvenes caballeros que son excelentes bailarines. Aunque de familias diferentes, son, sin embargo, terrible y portentosamente parecidos. Tienen la misma tez rosada y los mismos mostachos del color de la paja; las mismas mejillas mofletudas, la misma mirada vacía y la misma frente estrecha; y de sus labios sale, con la misma estólida gravedad, la misma inane charla de salón. En sofás colocados frente a frente están sentados los dos invitados restantes que no han ido a reunirse con los mayores en la mesa de los naipes ubicada en otra habitación. Ambos son hombres. Uno de ellos es soñoliento y de mediana edad, y es feliz porque posee grandes extensiones de tierra y más feliz aún por su capacidad para beber el famoso oporto del señor Wyvil sin contraer la gota.

El otro caballero… ah, ¿quién es el otro? Es el consejero confidencial y amigo del alma de todas las señoritas de la casa. ¿Es necesario decir que se trata del reverendo Miles Mirabel?

Allí permanece sentado en su trono, con un amplio espacio para acoger a una hermosa admiradora a cada lado, como un sultán clerical de un harem platónico. Su persuasivo ministerio se siente, además de escucharse: el reverendo tiene el inocente hábito de acariciar a las jóvenes. Uno de sus brazos tiene incluso la longitud suficiente para abrazar las caderas de la señorita Plym, mientras que el otro rodea la rígida y sedosa cintura de Francine. «Lo hago en todas partes», dice con toda inocencia; «¿por qué no aquí?». Y ciertamente, ¿por qué no, con esa tez delicada y esos hermosos ojos azules; con esa espléndida cabellera dorada que le llega a los hombros y esa tersa barba que cae sobre su pecho? Ciertas familiaridades que les están prohibidas a los hombres comunes y corrientes se convierten en privilegios y prerrogativas cuando un ángel entra en sociedad, sobre todo si dicho ángel tiene en sí lo bastante de mortal como para resultar divertido. En lo que toca al ámbito social, el señor Mirabel es un contertulio a quien nadie se resiste. Es la alegría misma; encuentra un punto de vista favorable sobre todas las cosas; su carácter dulce hace que nunca discuta. «A mi humilde manera», confiesa, «me gusta hacer más hermoso al mundo que me rodea». La risa (¡inofensiva, téngase en cuenta!) es el elemento en el que vive y del que se alimenta. El rostro serio de la señorita Darnaway lo deprime; apostó con Emily —no dinero, ni siquiera unos guantes, sólo flores— a que haría reír a la señorita Darnaway; y ha ganado la apuesta. Las flores de Emily que lleva en el ojal asoman por entre los rizos de su barba.

—¿Tiene que dejarme? —pregunta sentimental cuando llega el turno de Francine de reclamar la compañía de un bailarín que ha quedado sin pareja.

La joven no abandona su asiento muy a gusto. Por un momento, el lugar permanece vacío; la señorita Plym aprovecha la oportunidad para hacerle una consulta al amigo del alma de las damas.

—Querido señor Mirabel, dígame, por favor, ¿qué opina de la señorita de Sor?

El querido señor Mirabel prorrumpe en exclamaciones de entusiasmo y le da una respuesta encantadora. Su larga experiencia con las jóvenes le advierte que cuando se retiren a dormir se contarán unas a otras lo que opina de ellas, y siempre tiene el cuidado, en ocasiones como esta, de decir algo que pueda repetirse.

—Veo en la señorita de Sor la resolución de un hombre atemperada por la dulzura de una mujer —manifiesta—. Cuando esa interesante joven se case, su esposo —¿emplearé esa expresión vulgar?— no será quien lleve los pantalones en la casa. Y lo disfrutará, querida señorita Plym, y hará muy bien; si me invitan a la boda, diré con toda sinceridad: «¡qué hombre envidiable!»

En el clímax de su admiración por el maravilloso ojo del señor Mirabel para detectar el carácter de las personas, la señorita Plym es llamada al piano. Cecilia ocupa el lugar de su amiga y su cintura es rodeada sin ninguna ceremonia.

—¿Qué le parece la señorita Plym? —pregunta sin rodeos.

El señor Mirabel sonríe y muestra unos lindísimos dientecitos que parecen perlas.

—Precisamente pensaba en ella —confiesa encantador—. La señorita Plym es tan agradable y rolliza, tan placentera y doméstica: es una hija perfecta para un clérigo. La quiere usted, ¿no es cierto? ¿Está comprometida en matrimonio? En ese caso —entre nosotros, querida señorita Wyvil, porque un clérigo se ve obligado a guardar ciertas precauciones— admito que yo también la quiero.

Deliciosos destellos de amor propio halagado se dejan ver en la encantadora faz de Cecilia. Ella es la confidente elegida por este hombre a quien nadie se resiste, y le gustaría expresarle su agradecimiento. Pero el señor Mirabel es un maestro en el arte de pronunciar las palabras convenientes en el lugar conveniente, y la sencilla Cecilia desconfía de sí misma y de su gramática.

En ese momento embarazoso, una amiga abandona el baile y ayuda a Cecilia a superar sus dificultades.

Emily se aproxima, falta de aliento, al sofá-trono, seguida por su compañero, que le suplica que le conceda «otra vuelta». No se deja tentar; está decidida a tomarse un descanso. Cecilia ve la posibilidad de realizar una buena acción al ver a un joven sin compañera. Lo agarra del brazo y se apresura a llevarlo junto a la pobre señorita Darnaway, que está olvidada en un rincón, pensando en el parvulario de su hogar. Mientras tanto, ocurre algo insólito. El brazo del señor Mirabel, que a todas ciñe, adopta una nueva personalidad cuando Emily se sienta a su lado.

Por primera vez se torna un brazo indeciso. Avanza un poco… y vacila. Al punto, Emily le opone un obstáculo inesperado: con su lenguaje sin cortapisas, insiste en mantener libre su cintura.

—No, señor Mirabel, deje eso para las demás. No se imagina cuán ridículos parecen usted y las señoritas, y cuán absurdamente inconscientes de ello parecen todos.

Por primera vez en su vida, el reverendo e ingenioso hombre de mundo no logra encontrar una respuesta. ¿Por qué?

Por una sencilla razón. Él también ha sentido la atracción magnética de la jovencita a quien nadie se resiste y que a todos les resulta simpática. La señorita Jethro ha sido derrotada por partida doble. No ha podido impedir que se conozcan y los acontecimientos no han justificado sus inexplicados recelos: Emily y el señor Mirabel ya son buenos amigos. El brillante clérigo es pobre; sus intereses en la vida apuntan a un matrimonio de conveniencia; ha fascinado a las herederas de dos padres ricos: el señor Wyvil y el señor de Sor. Y, no obstante, es consciente de la influencia (una influencia improcedente, sin un balance en el banco que la respalde) que, de manera misteriosa, se ha interpuesto entre él y sus intereses.

En lo que toca a Emily, la atracción que siente es de una naturaleza totalmente distinta. Rodeada por los alegres jóvenes de Monksmoor es de nuevo la Emily feliz de antaño, y encuentra que el señor Mirabel es el hombre más agradable y divertido que haya conocido. Después de las tristes noches en vela junto al lecho de su tía agonizante y de las penosas semanas de soledad que las siguieron, vivir en este nuevo mundo de opulencia y regocijo es como escapar de la oscuridad de la noche para regodearse con la claridad del día. Cecilia afirma que vuelve a parecer la alborozada reina del dormitorio, como en los tiempos idos de la escuela; y Francine (profanando a Shakespeare sin saberlo), afirma que «¡Emily es ella otra vez!»

—Ahora que su brazo está donde debe estar, reverendo, puedo admitir que toda regla tiene su excepción —continúa la joven risueña—. Mi cintura está a su disposición en caso de necesidad, es decir, en caso de que bailemos un vals.

—El único caso imposible en mi infortunada situación —responde Mirabel con la cautivadora franqueza que le ha ganado tantos amigos—. Me sonrojo al confesar que para mí, bailar un vals equivale a que tengan que recogerme del suelo y darme a oler sales. En otras palabras, mi querida señorita Emily, es la habitación la que gira y no yo. No puedo contemplar sin perder la cabeza esas parejas que dan vueltas y vueltas. Hasta la exquisita figura de nuestra joven anfitriona me marea cuando describe esos rápidos giros.

Al oír esa alusión a Cecilia, Emily desciende al nivel de las demás jóvenes. Ella también rinde homenaje al sumo pontífice de la vida privada.

—Me prometió darme una opinión imparcial sobre Cecilia y aún no lo ha hecho —le recuerda.

El amigo de las damas la reconviene gentilmente.

—La belleza de la señorita Wyvil me deslumbra. ¿Cómo podría darle una opinión imparcial? Además, no puedo pensar en ella; sólo logro pensar en usted.

Emily levanta la vista, entre divertida y emocionada y lo mira por encima de su abanico. Es la primera vez que coquetea. Se siente tentada a participar en el más interesante de los juegos para una joven: el juego que consiste en coquetear con el amor. ¿Qué le ha contado Cecilia en esos chismorreos de alcoba, tan caros al corazón de las dos amigas? Cecilia le ha susurrado: El señor Mirabel admira tu figura; te llama «una Venus de Milo maravillosamente abreviada». ¿Cuál es la hija de Eva que no se habría sentido halagada por ese lindo cumplido, que no habría respondido con una suave nadería?

—Sólo logra pensar en mí —repite Emily coqueta—. ¿Le dijo lo mismo a la última señorita que ocupó mi lugar y se lo volverá a decir a la que me siga?

—¡A ninguna! Los meros cumplidos son para las demás, no para usted.

—¿Qué es para mí, señor Mirabel?

—Lo que acabo de ofrecerle: una confesión de la verdad.

A Emily la sobresalta el tono de esa respuesta. El señor Mirabel parece hablar en serio y en sus maneras no queda ni rastro de fácil animación. Su rostro muestra una expresión preocupada que nunca le había visto.

—¿Me cree? —pregunta en un susurro.

Emily trata de cambiar de tema.

—¿Cuándo lo oiré predicar, señor Mirabel?

Él insiste.

—Cuando me crea —dice.

Sus ojos añaden a la respuesta un énfasis imposible de confundir. Emily deja de mirarlo y advierte a Francine. Ha abandonado el baile y contempla con marcada atención a Emily y al señor Mirabel.

—Necesito hablarte —dice, y le hace una seña impaciente a Emily.

Mirabel le susurra:

—¡No se vaya!

Emily, no obstante, se levanta, deseosa de aprovechar cualquier pretexto para apartarse de su lado. Francine avanza en su dirección y la toma del brazo con rudeza.

—¿Qué sucede? —pregunta Emily.

—Harías bien en dejar de coquetear con el señor Mirabel y hacer algo útil.

—¿Qué cosa?

—Usa tus oídos y contempla a esa chica.

Señala con desdén a la inocente señorita Plym. La hija del pastor posee todas las virtudes, excepto una: la de un buen oído para la música. Cuando canta, desafina; y cuando toca el piano, asesina el compás.

—¿Quién puede bailar con esa música? —dice Francine—. Termina tú el vals.

Emily, naturalmente, vacila.

—¿Cómo puedo ocupar su lugar, si no me lo pide?

Francine ríe burlona.

—Di de una buena vez que quieres regresar junto al señor Mirabel.

—¿Crees que me habría levantado cuando me hiciste una señal si no hubiera querido alejarme del señor Mirabel? —replica Emily.

En vez de molestarse por esa respuesta cortante, Francine de pronto da muestras de buen humor.

—Sígueme, pequeña cascarrabias. Yo resuelvo el problema.

Conduce a Emily hasta el piano e interrumpe a la señorita Plym sin ofrecerle una palabra de disculpa.

—Ahora le toca bailar. Aquí está la señorita Brown lista para relevarla.

Cecilia no ha dejado de observar, a su manera tranquila, lo que ha estado ocurriendo. Espera a que Francine y la señorita Plym no puedan oírla, se inclina hacia Emily y dice:

—Querida mía, creo que Francine está enamorada del señor Mirabel.

—¡Después de sólo una semana en la casa con él! —exclama Emily.

—Por lo menos siente celos de ti —dice Cecilia, más aguda que de costumbre.