Cambio de aires
Los habitantes de Netherwoods se levantaban temprano y se iban temprano a la cama. Cuando Alban y la señora Ellmother llegaron a la puerta trasera de la casa, la encontraron cerrada.
La única luz visible, a todo lo largo del edificio, centelleaba entre las persianas venecianas de la puerta vidriera de la sala de estar de Francine. Alban propuso entrar a la casa por esa vía. Horrorizada ante la idea de encontrarse de nuevo con Francine, la señora Ellmother se negó en redondo a seguirlo cuando se alejó de la puerta.
—No puede ser que todos se hayan dormido ya —dijo, e hizo sonar la campanilla.
Una persona aún no se había ido a la cama, y esa persona era la dueña de la casa. Alban y la señora Ellmother reconocieron su voz cuando hizo la pregunta usual:
—¿Quién es?
Después de abrirles la puerta, la buena de la señorita Ladd comenzó a pasar la vista de Alban a la señora Ellmother y viceversa con el aire de asombro de una dama que duda de lo que ve con sus propios ojos. Un momento después se impuso su sentido del humor. Rompió a reír.
—Cierre la puerta, señor Morris, y tenga la bondad de decirme qué significa esto —dijo—. ¿Ha estado impartiendo clases de dibujo a la luz de las estrellas?
La señora Ellmother avanzó hasta que la luz de la lámpara que la señorita Ladd llevaba en la mano le dio de lleno en el rostro.
—Me siento débil y mareada —dijo—. Permítame irme a la cama.
La señorita Ladd la atendió de inmediato.
—¡Perdóneme, por favor! No me di cuenta de que estaba usted enferma cuando hablé —explicó con amabilidad—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Muchas gracias, señora. Lo único que quiero es paz y tranquilidad. Que tenga buenas noches.
Alban siguió a la señorita Ladd a su estudio, ubicado en la parte delantera del edificio. Acababa de mencionar las circunstancias en las que se había encontrado con la señora Ellmother cuando los interrumpió un golpe a la puerta. Francine había regresado a su cuarto sin que la detectaran, a través de la puerta vidriera. Ahora se presentaba con una elaborada disculpa y con lo más parecido a una expresión penitente de que su rostro era capaz.
—Me avergüenza molestarla a esta hora de la noche, señorita Ladd. Mi única excusa es que estoy preocupada por la señora Ellmother. Acabo de oír lo que dijo usted en el pasillo hace un momento. Si está verdaderamente enferma, yo soy la infortunada causa de su enfermedad.
—¿En qué sentido, señorita de Sor?
—Lamento decirle que la asusté, sin ninguna intención, cuando hablábamos en mi habitación. Se abalanzó hacia la puerta y salió corriendo. Supuse que se había ido a su cuarto; no tenía idea de que había salido al jardín.
En esa declaración mentirosa había algo de verdad. Era cierto que Francine había creído que la señora Ellmother había buscado refugio en su cuarto, y allí había ido a buscarla. Al hallarlo vacío, e incapaz de encontrar a la fugitiva en otra parte de la casa, se había alarmado y había probado después en el jardín, con el pavoroso resultado que ya se ha relatado. Ocultando esta circunstancia, había mentido de modo tan hábil y con tanta naturalidad que Alban (quien no contaba para iluminarlo con ninguna sospecha de lo sucedido) fue tan víctima del engaño de la joven como la señorita Ladd. Al continuar con sus explicaciones —y recordando que estaba en presencia de Alban— Francine se tomó el cuidado de mantenerse dentro de los más estrictos límites de la verdad. Confesó que había asustado a su sirvienta con una descripción de los ensalmos que practicaban los esclavos de la hacienda de su padre, y sólo volvió a mentir al declarar que la señora Ellmother había supuesto que hablaba en serio, cuando no era culpable de ofensa más grave que la de hacerla víctima de una broma.
En esto último, Alban estaba en condiciones de detectar la mentira. Pero era tan evidente que obraba a favor de Francine presentar su conducta desde el ángulo más favorable, que ese descubrimiento no despertó sus sospechas. Aguardó en silencio mientras que la señorita Ladd le propinaba a la joven un severo regaño. Una vez que Francine se marchó de la habitación, tan penitente como llegara (con los ojos secos cubiertos por su pañuelo), se encontró en libertad para relatar, con ciertas reservas, lo que conversara con la señora Ellmother.
—El susto que ha sufrido esa pobre anciana tiene un aspecto positivo —dijo—. Al fin está dispuesta a reconocer que se encuentra enferma y se inclina a creer que su traslado a Netherwoods tiene algo que ver con ello. Le aconsejé que hiciera lo que usted le había sugerido, esto es, que se marchara. ¿Sería posible pasar por alto el período de espera usual cuando le notifique a la señorita de Sor que abandonará su puesto?
—La pobrecita no tiene que preocuparse por eso —contestó la señorita Ladd—. Además, habíamos convenido en que una semana de aviso por cualquiera de las partes sería suficiente. Tal como están las cosas, yo misma hablaré con Francine. Lo menos que puede hacer para expresar su arrepentimiento es no ponerle ningún obstáculo a la señora Ellmother.
El día siguiente era domingo.
La señorita Ladd rompió su regla de atender asuntos seculares sólo entre semana y, después de consultar con la señora Ellmother, convino con Francine en que su sirvienta estaría en libertad de marcharse de Netherwoods (si su salud lo permitía) al día siguiente. Pero había aún una dificultad. La señora Ellmother no estaba en condiciones de hacer el largo viaje hasta su pueblo natal en Cumberland, y su casa de Londres estaba alquilada.
En esas circunstancias, ¿cuál era el mejor plan que podía proponérsele? La señorita Ladd, sabia y bondadosamente, le escribió a Emily sobre el asunto y le pidió una pronta respuesta.
Más tarde ese mismo día, la señora Ellmother mandó a llamar a Alban. Éste la encontró esperando, ansiosa por saber qué había hablado la noche anterior con la señorita Ladd.
—¿Tuvo usted cuidado, señor, de no decir nada sobre la señorita Emily?
—Fui especialmente cuidadoso; no mencioné su nombre.
—¿Le ha dicho algo la señorita de Sor?
—No le he dado la oportunidad.
—Es obstinada; podría intentarlo.
—Si lo hace, se enteraría muy claramente de la opinión que tengo de ella.
La conversación versó después sobre el descubrimiento por parte de Alban del secreto del que la señora Ellmother creyera ser la única depositaria después de la muerte de la señorita Letitia. Sin alarmarla con innecesarias alusiones al doctor Allday ni a la señorita Jethro, Alban respondió a sus preguntas sin ninguna reserva. Una vez satisfecha su curiosidad, la anciana dio muestras de no querer insistir en el tema. Señaló al gato de la señorita Ladd, profundamente dormido junto a un plato vacío.
—¿Será un pecado, señor Morris, querer ser Tom? A él no le preocupa su vida pasada ni lo que le traerá el porvenir. Si yo pudiera dejar limpio mi plato y echarme a dormir, no estaría pensando en todas las personas del mundo que, como yo, estarían mejor saliendo de él. La señorita Ladd me consiguió la libertad a partir de mañana, y ni siquiera sé adónde ir cuando me marche de aquí.
—¿Y por qué no sigue el ejemplo de Tom? —le sugirió Alban—. Disfrute el día de hoy (en esa cómoda silla) y deje que el de mañana se encargue de sí mismo.
Llegó el día siguiente y justificó el sistema filosófico de Alban. Emily contestó la carta de la señorita Ladd con un telegrama, con el que le daba una excelente solución al problema.
Me marcho hoy de Londres con Cecilia con rumbo a Monksmoor Park, Hants. ¿Podría encargarse la señora Ellmother de mi casa durante mi ausencia? Estaré fuera al menos durante un mes. Todo está listo para recibirla si acepta.
La señora Ellmother aceptó encantada la propuesta. En el plazo que duraría la ausencia de Emily podría fácilmente hacer los arreglos necesarios para regresar a su propia casa. Se despidió de la señorita Ladd con palabras de sincera gratitud; pero no hubo manera de persuadirla de que le dijera adiós a Francine.
—Hágame un último favor, señora: no le diga a la señorita de Sor cuándo me marcho.
Ignorante de la causa que produjera ese falta de disposición al perdón, la señorita Ladd la reconvino gentilmente:
—La señorita de Sor recibió mi regaño con espíritu penitente y expresa su sincero pesar por haberla asustado de manera tan irreflexiva. Tanto ayer como hoy se ha interesado amablemente por su salud. ¡Vamos! ¡Vamos! No le guarde rencor, dígale adiós.
La respuesta de la señora Ellmother fue singular:
—Le diré adiós con un telegrama, cuando llegue a Londres.
Sus últimas palabras fueron para Alban:
—Si encuentra manera de hacerlo, señor, no deje que esas dos se encuentren.
—¿Se refiere a Emily y a la señorita de Sor?
—Sí.
¿Qué es lo que teme?
—No lo sé.
—¿Y eso le parece razonable, señora Ellmother?
—Es muy probable que no lo sea. Pero lo único que sé es que tengo miedo.
Se fue en el coche de caballos. Las alumnas de la clase de Alban aún no estaban listas. El profesor se dispuso a esperarlas en la terraza.
Igualmente ignorantes de las graves razones para temer que realmente existían, la señora Ellmother y Alban sentían, sin embargo, la misma vaga desconfianza de una amistad íntima entre las dos jóvenes. Perezosa, vana, malévola, falsa… saber que el carácter de Francine exhibía esos defectos sin ningún mérito visible que los contrapesara era, sin duda, razón suficiente para justificar que no resultara halagüeña la perspectiva de que llegara a ganarse la amistad de Emily. Alban lo razonó lógicamente de esa manera, pero no consiguió quedar satisfecho ni explicarse que lo persiguiera el recuerdo de la mirada de despedida de la señora Ellmother. «Un hombre común y corriente diría que ambos tenemos un estado de ánimo enfermizo», pensó. «Y a veces los hombres comunes y corrientes resultan estar en lo cierto».
Estaba demasiado absorto en sus preocupaciones como para advertir que había avanzado hasta un punto peligrosamente cercano a la puerta vidriera de Francine. De repente, la joven salió de la habitación y lo abordó.
—¿Acaso sabe, señor Morris, por qué la señora Ellmother se ha marchado sin despedirse de mí?
—Probablemente temía, señorita de Sor, que la hiciera usted víctima de otra broma.
Francine le clavó la vista.
—¿Tiene alguna razón especial para hablarme de esa forma?
—No creo haberle respondido groseramente, si es a eso a lo que se refiere.
—No es a eso a lo que me refiero. Parece que de repente no le resulto simpática. Me gustaría saber por qué.
—No me es simpática la crueldad, y usted se comportó de manera cruel con la señora Ellmother.
—¿Con intención de ser cruel? —preguntó Francine.
—Sabe tan bien como yo, señorita de Sor, que no puedo responder esa pregunta.
Francine volvió a mirarlo.
—¿Debo entender entonces que somos enemigos? —preguntó.
—Debe entender que una persona a quien la señorita Ladd emplea para ayudarla en sus labores educativas no siempre puede darse el lujo de expresar sus sentimientos cuando habla con las señoritas —contestó él.
—Si eso quiere decir algo, señor Morris, es que somos enemigos.
—Lo que quiere decir, señorita de Sor, es que soy el profesor de dibujo de esta escuela y que es hora de que me vaya a dar mi clase.
Francine regresó a su habitación, libre de la única duda que la había preocupado. Era obvio que Alban no albergaba ninguna sospecha de que ella hubiera oído lo que hablara con la señora Ellmother. En cuanto al uso que haría de lo que había descubierto, no le resultó difícil decidirse a esperar y dejarse guiar por los acontecimientos. Tanto su curiosidad como su buena opinión de sí misma estaban satisfechas: se había salido con la suya en lo tocante a la señora Ellmother, y con ese triunfo se contentaba. Mientras Emily siguiera siendo su amiga, sería un acto inútil de crueldad revelarle la terrible verdad. Cierto que en Brighton había existido cierta frialdad entre ellas. Pero a Francine —aún bajo el influjo de la atracción magnética que la arrastraba hacia Emily— no se le ocultaba que ella había sido la causante y, por tanto, la persona a culpar. «Puedo arreglarlo todo cuando nos encontremos en Monksmoor Park», pensó. Abrió su escritorio y le escribió una brevísima y dulcísima carta a Cecilia. «Estoy a entera disposición de mi encantadora amiga el día que resulte conveniente. ¿Puedo añadir, querida, que cuanto antes mejor?»