CAPÍTULO XXXV

La traición de la pipa

Alban tomó al pie de la letra las palabras de la señora Ellmother.

—Voy a aventurarme a adivinar —dijo—. Esta noche estuvo con la señorita de Sor.

—Muy cierto, señor Morris.

—Vuelvo a adivinar. ¿La señorita de Sor le pidió que se quedara con ella cuando usted fue a su habitación?

—¡Así mismo! Me llamó con la campanilla para ver cómo me iba con la costura, y por primera vez desde que estoy a su servicio se mostró cordial. No pensé mal de ella cuando habló por primera vez de darme el puesto, pero desde entonces he tenido motivos para arrepentirme de mi opinión. ¡Oh, esta noche dejó ver sus garras! «Siéntese», dijo. «No tengo nada para leer y detesto el trabajo; conversemos un poco». Tiene la lengua suelta. Lo más que yo lograba era decir alguna palabra aquí y otra allá para darle cuerda. Habló y habló hasta que llegó la hora de encender la lámpara. Insistió mucho en que le pusiera la pantalla. Nos quedamos mitad en sombras, mitad alumbradas. Me llevó (Dios sabe cómo) a hablar sobre el extranjero; quiero decir, sobre el lugar en que vivía antes de que la mandaran a Inglaterra. ¿Ya sabía que vino del Caribe?

—Sí, lo sabía. Siga.

—Espere un momento, señor. Hay algo, con su permiso, que me gustaría saber. ¿Usted cree en la Brujería?

—La desconozco por completo. ¿La señorita de Sor le hizo esa pregunta?

—Sí.

—¿Y qué le respondió usted?

—Ni que sí ni que no. No sé qué pensar sobre la Brujería. Cuando era una niña, en nuestro pueblo había una vieja que era una especie de espectáculo. Venían a verla gentes de todos los alrededores, incluso damas y caballeros. Le debía su fama a su avanzada edad. ¡Tenía más de cien años, señor! Uno de nuestros vecinos no creía que fuera tan vieja, y ella se enteró. Le echó un maleficio a su rebaño. Le digo que envió una plaga de gusanos contra sus ovejas. Todo el rebaño murió; lo recuerdo muy bien. Hay quien dice que a las ovejas les habrían caído gusanos de cualquier manera. Otros dicen que fue el maleficio. ¿Quién tenía la razón? ¿Cómo estar segura?

—¿Le contó esa historia a la señorita de Sor?

—Me vi obligada a contárselo. ¿No le acabo de decir que no sé qué pensar de la Brujería? «No parece usted saber si cree o no en ella», dijo. Parecía yo una tonta. Le dije que tenía mis razones, y después me vi obligada a dárselas.

—¿Y qué hizo ella entonces?

—Dijo: «Tengo una historia sobre la Brujería mejor que la suya». Y abrió un librito todo lleno de escritos y empezó a leer. Su historia me erizó. Todavía ahora, cuando la recuerdo, me dan escalofríos, señor.

Alban la oyó gemir y estremecerse. Aunque estaba cada vez más interesado, experimentaba una renuencia, nacida de la compasión, a pedirle que continuara. Sus piadosos escrúpulos demostraron ser innecesarios. Resulta posible resistir la fascinación que produce la belleza. La fascinación que genera el horror ejerce su terrible poder sobre nosotros por más que luchemos contra ella. La señora Ellmother repitió, muy a su pesar, lo que había oído.

—Sucedió en el Caribe, y lo que está en el librito lo escribió una esclava —dijo—. La esclava escribió sobre su madre. Su madre era una negra, una Bruja en su país. En su país había una selva. Aprendió la Brujería que le enseñó el diablo en la selva. Las serpientes y las fieras no se atrevían a tocarla. No necesitaba comer para vivir. La vendieron como esclava y la enviaron a la isla, a una isla del Caribe. Allí vivía un viejo que era el hombre más malo del mundo. Le dio lecciones de cosas del demonio a la Bruja negra. La Bruja aprendió a hacer imágenes de cera. Con las imágenes de cera se hacen conjuros. Se clavan alfileres en las imágenes de cera. Con cada alfiler, la persona embrujada da un paso más hacia la muerte. En la isla vivía un pobre negro que ofendió a la Bruja. Ella modeló su imagen en cera y le lanzó un maleficio. El hombre dejó de dormir, dejó de comer, se volvió tan cobarde que hasta los ruidos más corrientes lo asustaban. ¡Cómo a mi! ¡Dios mío, como a mí!

—Espere un momento —la interrumpió Alban—. Vuelve a alterarse; espere.

—¡Se equivoca, señor! Usted cree que todo acabó cuando terminó su historia y cerró su libro; todavía falta algo mucho peor que todo lo que ha oído hasta el momento. No sé qué hice para ofenderla. Me miraba y me hablaba como si yo fuera polvo bajo sus plantas. «Si es tan torpe que no entiende lo que le he leído, levántese y vaya hasta el espejo», dijo. «Mírese y recuerde qué le pasó al esclavo embrujado. Usted está cada vez más pálida y cada vez más delgada; usted se está consumiendo como él. ¿Quiere que le diga por qué?». Le arrancó la pantalla a la lámpara, metió la mano debajo de la mesa y sacó una imagen de cera. ¡Mi imagen! Me mostró tres alfileres clavados en ella. «Uno para que no duerma», dijo. «Otro para que pierda el apetito. Y otro para que se le destrocen los nervios». Le pregunté qué había hecho para ganarme hasta ese punto su enemistad. Me dijo: «Recuerde lo que le pregunté cuando hablamos por primera vez de que fuera mi sirvienta. Escoja. Morir poquito a poquito» (le juro por la salvación de mi alma que eso fue lo que dijo) «morir poquito a poquito o decirme…»

En ese punto —en el momento cumbre de la agitación que la dominaba— la señora Ellmother calló de repente.

La primera impresión de Alban fue que se había desmayado. La observó con más atención, pero lo único que pudo ver fue su silueta envuelta en sombras sentada aún en la silla. Le preguntó si se sentía mal.

—No.

—¿Y entonces por qué no continúa?

—Ya he terminado —respondió ella.

—¿Cree que puede librarse de mí con un embuste como ese? —replicó él severo—. ¿Qué fue lo que la señorita de Sor le pidió que le contara? Prometió confiar en mí. Cumpla su palabra.

De haber contado con su salud y sus fuerzas, la señora Ellmother se le habría encarado. Todo lo que pudo hacer ahora fue apelar a su piedad.

—Trate de entenderme —dijo—. He sufrido un disgusto terrible. ¿Qué se ha hecho de mi valor? ¿Qué me ha destrozado de esta manera? Tenga piedad, señor.

Alban se negó a escucharla.

—Este vil intento por explotar sus temores puede repetirse —le recordó—. Puede pretender cruelmente seguir aprovechando el desorden nervioso que sufre debido al clima de este lugar. Me conoce muy poco si piensa que permitiré que eso continúe.

La mujer hizo un último esfuerzo por conmoverlo con sus súplicas.

—Ah, señor, ¿es esa la conducta del hombre bueno y amable que pensé que era? ¿Dice que es amigo de la señorita Emily? ¡No me presione! ¡Hágalo por la señorita Emily!

—¡Emily! —exclamó Alban—. ¿Tiene ella algo que ver con esto?

Su voz había adquirido una ternura que convenció a la señora Ellmother de que había encontrado la manera de explotar su punto débil. Concentró sus esfuerzos en reforzar la impresión que creía haber producido.

—La señorita Emily tiene que ver con esto —confesó.

—¿Cómo?

—No importa cómo.

—Pero a mí sí me importa.

—¡Le digo, señor, que la señorita Emily no debe enterarse mientras viva!

La primera sospecha de la verdad cruzó por la mente de Alban.

—Al fin la entiendo —dijo—. Lo que la señorita Emily no debe llegar a saber es lo que la señorita de Sor quería que usted le contara. ¡Oh, es inútil que me contradiga! Sus motivos al tratar de asustarla me resultan ahora tan claros como si ella misma me los hubiera confesado. ¿Está segura de que no se delató cuando le enseñó la imagen de cera?

—¡Antes muerta! —la señora Ellmother comenzó a lamentar su respuesta casi antes de que escapara de sus labios—. ¿Qué le hace querer estar tan seguro de eso? —dijo—. Parecería que supiera…

—Lo sé.

—¡Qué!

Lo más misericordioso que podía hacer Alban ahora era no guardarse nada.

—Su secreto no es una secreto para mí —dijo.

La furia y el temor estremecieron a la mujer. Por un momento, fue como la señora Ellmother de otros tiempos.

—¡Miente! —gritó.

—Digo la verdad.

—¡No le creo! ¡No me atrevo a creerle!

—Escúcheme. Por el bien de Emily, escúcheme. He leído sobre el asesinato en Zeeland…

—¡Eso no significa nada! El muerto era un tocayo de su padre.

—El muerto era su padre. ¡No se levante! No hay nada de qué alarmarse. Sé que Emily ignora la muerte terrible que le cupo en suerte a su padre. Sé que usted y su difunta ama se lo han mantenido oculto hasta el día de hoy. Sé del amor y la compasión que constituyen la excusa para el engaño del que la hicieron víctima, y de las circunstancias que favorecieron esa ficción. ¡Mi buena mujer, la paz de espíritu de Emily es tan sagrada para mí como para usted! La amo como a mi vida, y aún más. ¿Se siente más tranquila ahora?

La oyó llorar: era el mejor alivio que podía proporcionarse. Tras esperar unos minutos para que las lágrimas ejercieran su efecto, Alban la ayudó a incorporarse. No había nada más que decir por el momento. Se imponía llevarla de regreso a la casa.

—Puedo darle un consejo antes de que nos despidamos esta noche —dijo—. Debe abandonar el servicio de la señorita de Sor de inmediato. Su salud será excusa suficiente. Avísele sin más demora.

La señora Ellmother se apartó cuando él le ofreció su brazo. La mera idea de volver a ver a Francine le resultaba repugnante. Cuando Alban le aseguró que podía enviar por escrito la nota en la que le informaba de su dimisión, dejó de ofrecer resistencia. El reloj del pueblo dejó oír las campanadas de las once cuando subían los escalones de la terraza.

Un minuto más tarde, otra persona se marchaba, del jardín por el sendero que conducía a la casa. Alban había tomado sus precauciones demasiado tarde. El olor del humo del tabaco había guiado a Francine cuando no sabía qué dirección tomar para ir en busca de la señora Ellmother. Durante el último cuarto de hora había estado escuchando, escondida entre los árboles.