A oscuras
Una semana después, Alban Morris se encontraba en el estudio de la señorita Ladd para darle una información sobre su clase de dibujo. La señora Ellmother los interrumpió un momento. Pasó a la habitación para devolver un libro que Francine había pedido prestado esa mañana.
—¿Ya terminó con él la señorita de Sor? —preguntó la señorita Ladd.
—No lo leerá, señora. Dice que las hojas huelen a humo de tabaco.
La señorita Ladd se volvió hacia Alban y meneó la cabeza con aire de divertido reproche.
—¡Ya sé quién fue el último que leyó ese libro! —dijo.
Alban se confesó culpable con una mirada. Era el único profesor de la escuela que fumaba. Cuando la señora Ellmother pasó a su lado para salir, notó las señales de sufrimiento que delataba su rostro consumido.
—La salud de esa mujer es mala —dijo—. ¿Ya ha visto al médico?
—Se niega rotundamente a consultar al médico —respondió la señorita Ladd—. Si se tratara de una desconocida, resolvería la cuestión diciéndole a la señorita de Sor (de quien es sirvienta) que había que enviar a la señora Ellmother de vuelta a su casa. Pero no puedo actuar de esa manera perentoria con una persona por la que Emily se interesa.
A partir de ese momento, Alban comenzó a interesarse en la señora Ellmother. Más tarde ese mismo día se topó con ella en uno de los pasillos de la planta baja de la casa y la abordó.
—Me temo que los aires de este lugar no le sienten bien —dijo.
La irritación de la señora Ellmother ante cualquier mención (incluso indirecta) a que parecía enferma, se manifestó en la rudeza de su respuesta.
—Estoy segura de que sus intenciones son buenas, señor, pero no creo que le importe si me sientan bien o no.
—Un momento —respondió Alban de buen humor—. No le soy totalmente desconocido.
—¿Me haría el favor de aclararme eso?
—Conozco a una joven que se interesa sinceramente por usted.
—No se referirá a la señorita Emily.
—A ella misma. Respeto y admiro a la señorita Emily y he intentado, a mi torpe manera, serle de alguna utilidad.
El rostro macilento de la señora Ellmother se suavizó de inmediato.
—Por favor, perdóneme por olvidar mis modales, señor —dijo con sencillez—. Desde el día en que nací he tenido buena salud, y no me gusta que me digan, en la vejez, que un nuevo lugar no me sienta bien.
Alban aceptó sus disculpas de un modo que le hizo ganarse las inmediatas simpatías de la mujer septentrional. Le estrechó la mano.
—Usted es de los buenos; no hay muchos de ellos en este lugar —dijo.
¿Aludía a Francine? Alban trató de descubrirlo. Los circunloquios corteses serían, evidentemente, una pérdida de tiempo con la señora Ellmother.
—¿Su nueva ama es de las buenas? —le preguntó sin rodeos.
La respuesta de la vieja sirvienta fue una mirada con el entrecejo fruncido seguida de una pregunta directa.
—¿Lo dice, señor, porque le resulta simpática mi nueva ama?
—No.
—¡Por favor, vuelva a darme esa mano!
Lo dijo, le dio un súbito estrechón a la mano de Alban que no necesitaba más comentarios y se marchó.
Esa era una muestra de carácter que Alban fue capaz de apreciar. «Si yo fuera una anciana, creo que sería como la señora Ellmother», pensó con su áspero sentido del humor. «Podríamos haber hablado de Emily, si no se hubiera marchado tan aprisa. ¿Cuándo me la volveré a encontrar?»
Estaba destinado a volver a encontrársela esa noche, en circunstancias que recordaría hasta el último día de su vida.
Según las reglas imperantes en Netherwoods, en verano las jóvenes debían recogerse de su recreación vespertina en los jardines de la escuela a las nueve de la noche. Después de esa hora, Alban tenía libertad para fumar su pipa y deambular entre los árboles y los arriates de flores antes de regresar a sus pequeñas y sofocantes habitaciones en el pueblo. Para descansar de la dura tarea de instruir a las jóvenes, había estado dándole rienda suelta a su lápiz, para su propia solaz, cuando terminaban las lecciones del día. Ya habían dado las diez cuando encendió la pipa y comenzó a caminar lentamente por el sendero que conducía al mirador, en el extremo sur de la propiedad.
En el silencio absoluto de la noche se oía claramente el reloj de la iglesia del pueblo cuando daba los cuartos y las medias. La luna no había salido, pero el misterioso fulgor de las estrellas titilaba en el ancho claro situado entre la arboleda y la casa.
Alban se detuvo para admirar, con ojos de artista, el efecto de la luz, tan leve y delicadamente hermoso, sobre la amplia extensión de césped. «¿Vivirá el hombre capaz de pintarlo?», se preguntó. Le venían a la mente las obras de los más grandes paisajistas de todos los tiempos, los artistas ingleses que vivieran cincuenta años antes. Todavía repasaba en su mente muchos nobles cuadros cuando lo sobresaltó la súbita aparición en los escalones de la terraza de una mujer con la cabeza descubierta.
La mujer bajó apresuradamente hasta el césped, tropezando al correr, se detuvo y volvió la vista hacia la casa, se apresuró en dirección a la arboleda, se volvió a detener, miró a un lado y a otro, indecisa acerca de adónde dirigirse a continuación y después volvió a avanzar. Alban ya oía su respiración agitada, Cuando se acercó, la luz de las estrellas le reveló un rostro desfigurado por el miedo: el rostro de la señora Ellmother.
Alban corrió a su encuentro. La mujer cayó sobre el césped antes de que el profesor pudiera cubrir la corta distancia que los separaba. Cuando la alzó en sus brazos, la anciana lo miró con ojos extraviados al tiempo que musitaba y farfullaba en un vano esfuerzo por hablar.
—Míreme otra vez —dijo él—. ¿No recuerda al hombre con quien estuvo hoy conversando?
Ella lo miraba sin dar muestras de reconocerlo. Alban volvió a intentarlo:
—¿No recuerda al amigo de la señorita Emily?
Cuando ese nombre salió de sus labios, la mente de la mujer recobró hasta cierto punto el equilibrio.
—Sí, el amigo de Emily; me alegro de haber conocido al amigo de Emily —dijo.
Se agarró del brazo de Alban, sobresaltada, como si sus propias palabras la hubieran alarmado.
—¿Qué digo? ¿Dije «Emily»? Una sirvienta debe decir «la señorita Emily». Se me va la cabeza. ¿Me estaré volviendo loca?
Alban la guió hasta una de las sillas del jardín.
—Sólo está un poco asustada —dije—. Descanse y recobre la calma.
La mujer miró por encima del hombro en dirección a la casa.
—¡Aquí no! Estoy huyendo de un demonio; quiero que me pierda de vista. Más lejos, señor… no sé su nombre. Dígame su nombre. ¡No confiaré en usted hasta que no me diga su nombre!
—Tranquila. Llámeme Alban.
—Nunca había oído ese nombre. No confiaré en usted.
—¿No confiará en quien es su amigo y amigo de Emily? Estoy seguro de que no es eso lo que quiere decir. Llámeme por mi apellido. Llámeme Morris.
—¿Morris? —repitió ella—. Ah, he oído de gente llamada Morris. ¡Mire hacia allá! Sus ojos son jóvenes. ¿La ve en la terraza?
—No se ve un alma en ninguna parte.
Mientras hablaba, con una mano la ayudó a incorporarse y con la otra cargó la silla. Al cabo de un minuto habían avanzado hasta un sitio en donde no podían verlos desde la casa. Alban sentó a la mujer de modo que pudiera apoyar la cabeza en el tronco de un árbol.
—¡Es usted un buen hombre! —dijo la pobre mujer en tono de admiración—. Sabe cuánto me duele la cabeza. ¡No se levante! Usted es un hombre alto. Ella puede verlo.
—Ella no puede ver nada. Mire los árboles a nuestras espaldas. No dejan pasar ni la luz de las estrellas.
La señora Ellmother aún no estaba satisfecha.
—Usted lo toma con calma —dijo—. ¿Sabe quién nos vio hoy juntos en el pasillo? Buen Morris, nos vio ella. ¡Desgraciada! Cruel, astuta, insolente desgraciada.
En medio de las sombras que los rodeaban, Alban apenas atinó a ver que la señora Ellmother agitaba los puños apretados. Intentó de nuevo controlarla.
—¡No se ponga nerviosa! Podría oírla, si sale al jardín.
Apelar a sus temores produjo el efecto deseado.
—Es cierto —dijo la señora Ellmother, en voz más baja. Una súbita desconfianza hizo presa de ella un momento después—. ¿Quién dijo que estaba nerviosa? —exclamó—. Es usted quien está nervioso. Atrévase a negarlo. Comienzo a sospechar de usted, señor Morris; no me gusta su manera de comportarse. ¿Dónde está su pipa? Vi como se guardaba la pipa en el bolsillo del saco. ¡Lo hizo cuando me acomodó entre los árboles, donde ella podía verme! Está confabulado con ella… ella viene a reunirse con usted… ya sabe que no le gusta el humo del tabaco. ¿Van a recluirme ustedes dos en un manicomio?
Se puso de pie. A Alban se le ocurrió que la manera más expedita de calmarla podía ser la pipa. Las meras palabras no ejercerían una influencia persuasiva sobre esa mente extraviada. Una acción rápida, de cualquier tipo, tenía muchas más probabilidades de producir el efecto deseado. Le puso la pipa y la bolsa de tabaco entre las manos, para poder llamar su atención antes de hablar.
—¿Sabe prepararle la pipa a un hombre? —preguntó.
—¿Acaso no le preparé la pipa a mi esposo cientos de veces? —respondió ella cortante.
—Muy bien. Prepáreme la mía.
La señora Ellmother volvió a sentarse al instante y preparó la pipa. Alban la encendió y se sentó sobre la hierba a fumar en silencio.
—¿Sigue creyendo que estoy confabulado con ella? —preguntó, adoptando a propósito el tono rudo de un hombre de la misma condición que la señora Ellmother.
Ella le contestó como le habría respondido a su esposo en los tiempos de su infortunado matrimonio.
—¡Oh, sea bueno y no se burle de mí! No me haga caso si perdí la cabeza por un par de minutos. Aquí hace fresco y hay tranquilidad —dijo la pobre mujer agradecida—. Bendito sea Dios por la oscuridad; hay algo consolador en la oscuridad, cuando se comparte con un buen hombre como usted. Aconséjeme. Usted es el amigo que necesito en un momento difícil. ¿Qué debo hacer? ¡No me atrevo a regresar a la casa!
Estaba lo bastante calmada como para que Alban concibiera la esperanza de que le diera alguna información.
—¿Estaba con la señorita de Sor antes de salir? —preguntó—. ¿Qué hizo para asustarla tanto?
No hubo respuesta. La señora Ellmother había vuelto a levantarse abruptamente.
—¡Calle! —susurró—. Oigo a alguien cerca de nosotros.
Alban retrocedió de inmediato por el serpenteante sendero que habían seguido. Ni en el jardín ni en la terraza se veta a nadie. Al regresar, se percató de que le resultaba imposible valerse de la vista en medio de la oscuridad de la arboleda. Esperó unos momentos, tratando de captar el menor sonido. Nada se oía: ni siquiera había aire suficiente para mover las hojas.
Al volver al lugar que había dejado, las campanadas del distante reloj de la iglesia al dar las once menos cuarto rompieron el silencio.
Hasta ese sonido familiar irritó los nervios destrozados de la señora Ellmother. En el estado en que se encontraban su mente y su cuerpo, estaba evidentemente a merced de cualquier falsa alarma despertada por sus propios temores. Libre del sentimiento de desconfianza que hasta entonces lo estorbara, Alban se sentó de nuevo a su lado, abrió la caja de fósforos para volver a encender su pipa y cambió de idea. La señora Ellmother le había contagiado inconscientemente la necesidad de cautela.
Por primera vez, pensó que era probable que el calor que reinaba en la casa indujera a algunos de sus habitantes a trasladarse a la atmósfera más fresca de la arboleda. Si ello sucedía y él seguía fumando, la curiosidad podía tentarlos a rastrear el aroma de tabaco que no se disipaba en el aire estancado.
—¿No hay nadie cerca? —preguntó la señora Ellmother—. ¿Está seguro?
—Totalmente seguro. Ahora dígame, ¿hablaba en serio cuando me dijo hace unos momentos que quería mi consejo?
—¿Por qué me lo pregunta, señor? ¿Acaso tengo alguien más que pueda ayudarme?
—Estoy muy dispuesto a ayudarla, pero no puedo hacerlo sin saber lo que ha ocurrido entre usted y la señorita de Sor. ¿Confiará en mí?
—¡Sí!
—¿Puedo estar seguro de eso?
—¡Déjeme demostrárselo!