Recuerdos de Santo Domingo
La noche era opresivamente cálida. Como le resultaba imposible dormir, Francine permanecía acostada en su cama, pensando. El motivo de sus reflexiones era la persona que desde hacía muy poco ocupaba la modesta posición de sirvienta a sus órdenes.
La señora Ellmother parecía gravemente enferma. La señora Ellmother le había dicho a Emily que su objetivo al regresar al servicio doméstico era comprobar si un cambio de actividad aliviaba la angustia que le causaban sus propios pensamientos. La señora Ellmother creía en supersticiones vulgares como que el viernes era un día de mal agüero, o que lo recomendable si se caía la sal era arrojar una pizca sobre el hombro izquierdo.
En sí mismos, estos eran recuerdos triviales. Pero cobraban cierta importancia debido a las asociaciones que despertaban.
Ellos le recordaban a Francine, merced a algún proceso mental que no podía reconstruir, a la esclava Sappho y su vida en Santo Domingo.
Encendió una luz y abrió su escritorio. De una de las gavetas sacó un viejo libro de contabilidad doméstica.
En la primera página aparecían algunas anotaciones de gastos del hogar, escritas con su letra. Le traían a la mente uno de los esfuerzos que llevara a cabo para ocupar su tiempo libre aliviando a su madre de las tareas hogareñas. Había perseverado durante uno o dos días y después había dejado de sentir todo interés en su nueva ocupación. El resto del libro, a partir de la segunda página, estaba totalmente cubierto por una letra hermosa y clara. Francine le había dado un título al manuscrito. Al inicio de la página había escrito: Los sinsentidos de Sappho.
Después de leer las primeras frases, volvió las páginas rápidamente y se detuvo en un espacio en blanco hacia el final del libro. Aquí de nuevo había añadido un título, que en este caso suponía un cumplido para la escritora. La página llevaba el siguiente encabezamiento: Las verdades de Sappho.
Francine leyó esa última parte del manuscrito con la mayor atención.
Le suplico a mi amable y querida amita que no suponga que creo en brujerías, después de la educación que recibí. No logro imaginar de qué ofuscación fui víctima cuando escribí, obedeciendo sus órdenes, todo lo que ya le había contado. Usted afirma que en mi carácter hay un lado negro, que heredé de mi madre. ¿Lo dice, ama querida, como una broma? Casi temo que en ocasiones esa afirmación no se aparte demasiado de la verdad.
Permítame, sin embargo, ser cuidadosa para no hacerla caer en un error. Es cierto que el esclavo del que le hablé se consumió y murió después del maleficio del que fuera víctima por intermedio de la imagen de cera que hizo mi madre, la bruja. Pero debí decirle también que las circunstancias favorecieron la efectividad del maleficio: no fueron medios sobrenaturales los que provocaron su fin.
Ese pobre infeliz no gozaba de buena salud, y nuestro amo tuvo a bien mandarlo a trabajar en el valle que queda en el interior de la isla. Me han dicho, y me resulta fácil creerlo, que el clima allí es diferente al de la costa, al que el infortunado esclavo estaba acostumbrado. El capataz no le creyó cuando le dijo que el aire del valle sería su muerte, y los negros, que en otras circunstancias quizás lo habrían ayudado, rehuían en masa a un hombre que sabían que estaba bajo el influjo de un maleficio.
Eso explica lo que les podría parecer increíble a personas civilizadas. Me haría un favor si quemara este librito en cuanto leyera lo que he escrito aquí. Si no accede a mi petición, sólo me resta implorarle que no deje que otros ojos que no sean los suyos vean estas páginas. Mi vida correría peligro, si los negros se enteraran de lo que acabo de relatarle para aclarar la verdad.
Francine cerró el libro y volvió a guardarlo bajo llave en su mesa de trabajo.
—Ahora sé lo que me recordaba a Santo Domingo —se dijo.
Cuando Francine hizo sonar su campanilla a la mañana siguiente pasó tanto tiempo antes de que obtuviera respuesta que comenzó a pensar en enviar a una de las sirvientas de la casa a averiguar qué sucedía. Antes de que se decidiera a hacerlo, se presentó la señora Ellmother y le ofreció sus disculpas.
—Es la primera vez desde que era una niña que me quedo dormida, señorita. Por favor, excúseme, no volverá a suceder.
—¿Le parece que el clima de este lugar le producen somnolencia? —preguntó Francine.
La señora Ellmother sacudió la cabeza.
—No pude pegar ojo hasta que amaneció, así que me quedé dormida y no logré levantarme a tiempo. El clima no tiene nada que ver. Los caballeros y las damas pueden darse el lujo de tener sus caprichos y sus fantasías. Para la gente como yo, todos los climas son iguales.
—¿Goza usted de buena salud, señora Ellmother?
—¿Por qué no, señorita? Nunca he consultado a un médico.
—¡Oh! ¿Esa es la opinión que le merecen los médicos?
—Ni me acerco a los médicos, si a eso quiere llamarle mi opinión —respondió terca la señora Ellmother—. ¿Cómo quiere que la peine?
—Igual que ayer. ¿Ha tenido noticias de la señorita Emily? Regresó a Londres al día siguiente de que usted se marchara.
—No he vuelto a Londres. Afortunadamente, le alquilé mi casa a un buen inquilino.
—¿Y entonces dónde se quedó antes de venir aquí?
—Sólo tenía un lugar adonde ir, señorita; fui al pueblo donde nací. Una amiga me consiguió alojamiento. ¡Ah, corazón, es un lugar delicioso!
—¿Cómo este?
—¡Dios me ayude! Se parecen tanto como la gimnasia y el magnesio. Una extensa y hermosa marisma en Cumberland, señorita, donde no hay un árbol en ninguna dirección en que se mire. Pero cuando al viento le da por soplar es algo serio.
—¿Nunca antes había estado en esta región del país?
—¡No! Cuando salí del norte, mi ama me llevó a Canadá. ¡Esos sí son aires! Si eso influyera, los que viven allí llegarían a los cien años. Me gustó Canadá.
—¿Y quién fue su próxima patrona?
Hasta ese momento, la señora Ellmother se había mostrado muy dispuesta a hablar. ¿No habría oído lo que Francine acababa de preguntarle? ¿O tenía algún otro motivo para mostrarse reacia a responder? Sea como fuere, un estado de ánimo taciturno hizo repentina presa de ella: permaneció en silencio.
Francine (como de costumbre) insistió.
—¿Su siguiente colocación fue con la tía de la señorita Emily?
—Sí.
—¿Y la señora siempre vivió en Londres?
—No.
—¿En qué parte del país vivía?
—En Kent.
—¿En la zona del lúpulo?
—No.
—¿Dónde, entonces?
—En la isla de Thanet.
—¿Cerca de la costa?
—Sí.
Ni siquiera Francine podía seguir insistiendo. La reserva de la señora Ellmother la había derrotado, al menos por el momento.
—Vaya al recibidor y mire si hay alguna carta para mí en el casillero —dijo.
Había una carta con matasellos suizo. La sencilla Cecilia se había sentido halagada y encantada por la manera seductora en que le escribiera Francine. Esperaba con impaciencia el momento en que la relación que existía entre ambas pudiera fructificar en una verdadera amistad. ¿Consentía la «querida señorita de Sor» en dejar a un lado las formalidades y considerarse invitada (más avanzado el otoño) a visitar el hogar de su padre? Circunstancias vinculadas a la salud de su hermana demorarían su regreso a Inglaterra algún tiempo aún. Para fines de mes confiaba en estar de vuelta y entonces sabría si Francine no tenía otro compromiso. Su dirección en Inglaterra era Monksmoor Park, Hants.
Leída la carta, Francine dedujo de ella una moraleja: «Un tonto puede resultar muy útil cuando se sabe cómo manejarlo».
No sentía muchos deseos de desayunar, de modo que se aventuró a recorrer la terraza. Alban Morris tenía razón: los aires de Netherwoods en verano eran enervantes. La niebla matutina aún cubría la hondonada del valle, entre el pueblo y las colinas, un poco más alejadas. Hasta un ejercicio muy moderado producía una sensación de fatiga. Francine retornó a su habitación y se demoró con su té y sus tostadas.
A continuación abrió su escritorio y volvió a consultar el viejo libro de contabilidad. Con él abierto sobre el regazo, recapituló su conversación de la mañana con la señora Ellmother.
La anciana había nacido y se había criado en el norte, en una marisma. Cuando partiera de su pueblo natal, la habían llevado a los vivificantes aires del Canadá. Después había trabajado en la ventosa costa oriental de Kent. ¿Produciría algún efecto en la señora Ellmother su traslado al clima de Netherwoods? A su edad, y con su constitución de persona ya madura, ¿lo sentiría como las alumnas, sobre todo esa que había vivido en la atmósfera tonificante del norte, en Yorkshire?
Cansada de sus solitarias reflexiones sobre el mismo tema, Francine regresó a la terraza con la vaga idea de encontrar algo que la entretuviera —es decir, algo de lo que pudiera burlarse— reuniéndose con las demás jóvenes.
A la mañana siguiente, la señora Ellmother respondió sin demora al llamado de la campanilla de su ama.
—¿Ha dormido mejor esta noche? —dijo Francine.
—No, señorita. Cuando al fin logré dormirme, los sueños no me dejaron descansar. ¡Otra mala noche, qué duda cabe!
—Sospecho que no goza de total tranquilidad de espíritu —insinuó Francine.
—¿Y por qué lo sospecha, si me hace el favor?
—Cuando la conocí, en casa de la señorita Emily, dijo que quería alejarse de sus propios pensamientos. ¿Le ha servido de algo su traslado a este lugar?
—No me ha servido tanto como esperaba. A algunos nos resulta difícil ahuyentar nuestros pensamientos.
—¿Remordimientos? —inquirió Francine.
La señora Ellmother alzó el dedo índice y lo movió de un lado a otro en gesto de reprobación.
—Creí que habíamos acordado, señorita, que no iba a tratar de sonsacarme.
El resto del vestido y el peinado transcurrió en silencio.
Pasó una semana. Durante una pausa en las labores de la escuela, la señorita Ladd tocó a la puerta de la habitación de Francine.
—Quiero hablarle, querida mía, sobre la señora Ellmother. ¿Se ha percatado de que no parece gozar de buena salud?
—Está bastante pálida, señorita Ladd.
—Es algo más serio, Francine. Las sirvientas me cuentan que tiene muy poco apetito. Ella misma admite que no duerme bien. La vi ayer por la tarde en el jardín, bajo la ventana del aula. Una de las chicas dejó caer un diccionario. Ese leve ruido la sobresaltó, como si le produjera terror. Sus nervios están severamente afectados. ¿Podría convencerla de que viera al médico?
Francine vaciló… y dio una excusa.
—Creo que es mucho más probable que la escuche a usted, señorita Ladd. ¿Tendría algún inconveniente en hablar con ella?
—¡Por supuesto que no!
De inmediato se mandó a llamar a la señora Ellmother.
—¿Qué se le ofrece, señorita? —le dijo a Francine.
La señorita Ladd tomó la palabra.
—Soy yo quien quiero hablar con usted, señora Ellmother. Desde hace algunos días me ha apenado ver que parece enferma.
—No he estado enferma en toda mi vida, señora.
La señorita Ladd insistió suavemente.
—He oído decir que ha perdido el apetito.
—Nunca he comido mucho, señora.
Evidentemente, era inútil seguir haciendo alusiones a los síntomas de la señora Ellmother. La señorita Ladd intentó emplear otro método de persuasión.
—Quizás me equivoco, pero estoy preocupada por usted —dijo—. ¿Iría a ver al médico para que yo me sintiera más tranquila?
—¡Al médico! ¿Cree que voy a empezar a tomar remedios a mi edad? ¡Por Dios, señora! ¡Me da usted risa, mucha risa! —y rompió a reír súbitamente con la risa histérica de alguien que se halla al borde de las lágrimas. Gracias a un esfuerzo desesperado, logró controlarse—. Por favor, no vuelva a burlarse de mí —dijo, y salió de la habitación.
—¿Qué piensa ahora? —preguntó la señorita Ladd.
Francine parecía seguir en guardia.
—No sé qué pensar —dijo evasivamente.
La señorita Ladd le lanzó una mirada de silenciosa sorpresa y se retiró.
Una vez a solas, Francine se sentó con los codos sobre la mesa y el rostro entre las manos, sumida en sus reflexiones. Al cabo de un largo rato, abrió su escritorio y vaciló. Sacó una hoja de papel e hizo una pausa, como si aún albergara dudas. Cogió la pluma con súbita decisión y le escribió las líneas siguientes a la esposa del agente de su padre en Londres:
Cuando fui puesta a su cuidado la noche de mi llegada del Caribe, me dijo amablemente que podía pedirle cualquier pequeño servicio que estuviera a su alcance. Le agradecería mucho que me consiguiera y me enviara a este lugar una pequeña cantidad de cera para modelar, la suficiente para hacer una pequeña imagen.