En el cuarto gris
La casa que ocupaban la señorita Ladd y sus pupilas había sido construida a inicios del actual siglo por un próspero comerciante, orgulloso de su dinero y deseoso de brillar como el propietario de la mayor casa solariega de la zona.
Después de su muerte, la señorita Ladd se había hecho de Netherwoods (que ese era el nombre del lugar), porque su casa ya resultaba insuficiente para acomodar al creciente número de alumnas. La había conseguido por un alquiler moderado. Netherwoods no les resultaba atractiva a las personas distinguidas que buscaban una residencia campestre. El solar en que estaba ubicada era hermoso, pero la casa no contaba con grandes terrenos, ni siquiera con un gran parque. Salvo por los pocos acres en que se levantaba el edificio, las tierras circundantes pertenecían a un oficial de marina retirado, descendiente de una antigua familia, a quien le producía ojeriza el intento de un comerciante de oscuro nacimiento de vivir como un caballero. El almirante rechazó cuantas propuestas se le hicieran. El derecho a practicar la puntería no era uno de los atractivos que se ofrecía a los inquilinos; la región no presentaba facilidades para la caza; y el único arroyo de la zona no estaba vedado. Como resultado de todas esas desventajas, los agentes del comerciante tuvieron que escoger entre la propuesta de usar Netherwoods como asilo de dementes o aceptar como inquilina a la respetable directora de una escuela próspera y de moda. Se decidieron por la señorita Ladd.
En ese vasto edificio se logró acomodar sin ningún inconveniente el cambio previsto en la situación de Francine. Quedaban habitaciones desocupadas, aunque ya se había llegado al límite del número de alumnas. Al reabrirse la escuela, a Francine se la dejó optar entre dos habitaciones ubicadas en el piso superior y dos en la planta baja. Escogió estas últimas.
Su sala de estar y su cuarto, situados en la parte posterior de la casa, se comunicaban entre sí. La sala de estar, bellamente empapelada en un delicado tono de gris y adornada con cortina de ese mismo color, había sido bautizada con el nombre de «el cuarto gris». Tenía una puerta vidriera que se abría a una terraza que daba al jardín y los terrenos aledaños. De sus paredes colgaban unos hermosos grabados antiguos de los majestuosos paisajes de Claude (que formaban parte de una colección de grabados del padre de la señorita Ladd). La alfombra armonizaba con las cortinas; y los muebles eran de una madera de color claro que contribuía al efecto general de discreta brillantez que constituía el encanto de la habitación.
—Si no eres feliz aquí, me daré por vencida contigo —había dicho la señorita Ladd.
Y Francine había respondido:
—Sí, es muy linda, pero desearía que no fuera tan pequeña.
La rutina usual de la escuela se reinició el 12 de agosto. Alban Morris encontró a dos nuevas alumnas en su clase, que llenaban las vacantes dejadas por Emily y Cecilia. La señora Ellmother fue debidamente instalada en su nueva colocación; produjo una impresión desfavorable en el ala de la servidumbre, no (como explicara la atractiva jefa de las criadas de mano) porque fuera fea y vieja, sino porque era «una persona que no hablaba». Entre las personas de menor rango el prejuicio contra el hábito del silencio es casi tan inveterado como el prejuicio contra los pelirrojos.
En la tarde de ese primer día de reinicio de las clases —mientras las jóvenes se paseaban por los jardines después del té— Francine había terminado finalmente el arreglo de sus habitaciones y le había ordenado a la señora Ellmother (que había trabajado de firme desde la mañana) que se retirara a descansar un rato. De pie ante la ventana, la heredera caribeña se preguntaba qué hacer a continuación. Les echó un vistazo a las jóvenes que deambulaban por el césped y decidió que no merecían mayor atención de parte de una persona tan especialmente favorecida como ella. Se volvió a un lado y recorrió la terraza con la vista. En su extremo más lejano, un hombre alto caminaba lentamente de un lado a otro con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Francine reconoció al brusco profesor de dibujo que rompiera en pedazos su bosquejo del pueblo después de que ella lo salvara de caer en el estanque a impulsos del viento.
Francine salió a la terraza y lo llamó. Alban Morris se detuvo y alzó la vista.
—¿Me llama a mí? —respondió.
—¡Por supuesto que sí!
Francine avanzó un poco en su dirección y lo animó con una sonrisa dura. Aunque las maneras del profesor podían ser desagradables, cabía que encontrara cierta indulgencia en una joven que no sabía cómo emplear su tiempo libre. En primer lugar, era un hombre. En segundo lugar, no era tan viejo como el profesor de música, ni tan feo como el profesor de baile. En tercer lugar, era un admirador de Emily, y la posibilidad de intentar debilitar ese lazo mediante un poco de coqueteo, en ausencia de Emily, era demasiado tentadora para dejarla pasar.
—¿Recuerda cuán descortés se mostró conmigo el día en que hacía apuntes para un cuadro en el mirador? —preguntó Francine mordazmente juguetona—. Espero que ahora se comporte de modo más agradable; le voy a hacer un cumplido.
Alban aguardó, con una calma exasperante, por el cumplido anunciado. La arruga de su entrecejo era más profunda que nunca. Su rostro oscuro, tan ceñuda y resueltamente sereno, exhibía señales de secreta preocupación. La escuela sin Emily era la prueba más dura a la que se viera sometido desde el día en que su prometida lo abandonara y lo infamara.
—Usted es un artista y, por tanto, una persona de buen gusto —prosiguió Francine—. Me gustaría que me diera su opinión sobre mi sala de estar. Le pido que la critique. Por favor, pase.
Alban pareció poco dispuesto a aceptar la invitación. Después cambió de idea y siguió a Francine. La joven había visitado a Emily; quizás estaba en camino de convertirse en su amiga. Recordó que ya había perdido una oportunidad de estudiar su carácter y —si le parecía necesario— de advertirle a Emily que no alentara los avances de la señorita de Sor.
—Muy hermosa —comentó, tras recorrer la habitación con la vista, sin dar muestras de que le gustara nada en particular, a excepción de los grabados.
Francine estaba decidida a fascinarlo. Alzó las cejas y levantó las manos en gesto de juguetona reconvención.
—¡Recuerde que es mi habitación y tómese algún interés por ella! ¡Hágalo por mí! —dijo.
—¿Qué quiere que le diga? —preguntó él.
—Venga y siéntese a mi lado.
Le hizo sitio en el sofá. Su principal aspiración, el ansia de excitar la envidia de los demás, se hizo evidente en las palabras que pronunció a continuación:
—Diga algo bonito —respondió—. Diga que le gustaría tener una habitación como esta.
—Me gustaría tener sus grabados —comentó él—. ¿Basta con eso?
—No bastaría, viniendo de cualquier otra persona. ¡Ah, señor Morris, yo sé por qué no es usted tan amable como podría! No es feliz. La escuela ha perdido su único atractivo al perder a nuestra querida Emily. Usted lo siente, sé que lo siente —acompañó de un suspiro esa expresión de conmiseración, para que surtiera el efecto adecuado—. ¡Cuánto daría yo por inspirar una devoción como la suya! No envidio a Emily, sólo querría… —hizo una pausa, presa de la confusión, y abrió su abanico—. ¿No es bonito? —dijo, con la ostensible intención de cambiar de tema.
Alban se comportó como un monstruo: comenzó a hablar del tiempo.
—Creo que este es el día más cálido que hemos tenido; no me extraña que necesite su abanico —dijo—. En esta época del año, en Netherwoods no corre ni una gota de aire.
Francine logró controlar su malhumor.
—El calor me afecta —admitió, con una resignación que era un gentil reproche—. La atmósfera es tan pesada y opresiva, después de haber estado en Brighton. Quizás mi triste vida, lejos del hogar y los amigos, me hace sensible a las cosas baladíes. ¿Cree que eso sea posible, señor Morris?
El hombre, inmisericorde, dijo que creía que la causa era la ubicación del edificio.
—La señorita Ladd lo alquiló en la primavera, de modo que sólo descubrió esa única desventaja varios meses después —continuó—. Está en la parte más alta del valle, pero, como habrá podido observar, se trata de un valle rodeado de colinas, y por tres de sus lados las colinas están muy próximas. Perfecto en el invierno, pero en el verano he oído que algunas jóvenes de la escuela han visto su salud tan afectada por la atmósfera enervante, que ha habido que enviarlas de vuelta a sus hogares.
De repente, Francine demostró interés en lo que Alban decía. Si este la hubiera observado atentamente, quizás lo habría advertido.
—¿Quiere decir que las jóvenes enfermaron realmente? —preguntó.
—No. Dormían mal, perdieron el apetito, se sobresaltaban por cualquier ruido sin importancia. En resumen, experimentaban trastornos nerviosos.
—¿Y se recuperaron al regresar a sus hogares, con otra atmósfera?
—Sin duda —respondió él, que comenzaba a cansarse del tema—. ¿Puedo echarles una ojeada a sus libros?
El interés de Francine en la influencia sobre la salud de los diferentes climas aún no se había agotado.
—¿Sabe dónde quedaban las casas de esas jóvenes? —inquirió.
—Sé dónde quedaba una de ella. Era la mejor alumna que he tenido, y recuerdo que vivía en Yorkshire.
Alban estaba tan cansado de lo que le parecía una curiosidad ociosa que llevaba a la joven a insistir en hacerle preguntas triviales, que dejó su asiento y atravesó la habitación.
—¿Puedo echar una ojeada a sus libros? —repitió.
—¡Oh, sí!
La conversación se interrumpió durante un momento. La dama pensaba: «¡Me gustaría pegarle un coscorrón!». El caballero pensaba: «¡Después de todo, no es más que una tonta preguntona!». Su examen de los libros le confirmó la equivocada conclusión de que no había nada en el carácter de Francine que hiciera necesario alertar a Emily contra los intentos de acercamiento de su nueva amiga. Se volvió de espaldas al librero y dio la primera excusa que se le ocurrió para ponerle fin a la entrevista.
—Debo rogarle que me permita regresar a mis deberes, señorita de Sor. Tengo que corregir los dibujos de las jóvenes antes de que comiencen de nuevo sus clases mañana.
La vanidad herida de Francine hizo un último y agónico intento por robarle el corazón al enamorado de Emily.
—Me recuerda que tengo un favor que pedirle —dijo—. No asisto a las demás clases, ¡pero me gustaría tanto ir a la suya! ¿Puedo?
Francine levantó la vista y le lanzó una mirada de lánguida súplica que puso a prueba la capacidad de Alban para mantener una expresión de seriedad. Agradeció el cumplido en términos estudiadamente comunes y se acercó un poco más a la ventana abierta. La terquedad de Francine aún no se daba por vencida.
—Mi educación ha sido lamentablemente descuidada, pero adquirí ciertas nociones de dibujo —continuó—. No me hallará tan ignorante como a algunas de las demás jóvenes —aguardó unos momentos, esperando unas palabras de halago. Alban también aguardó… en silencio—. Esperaré con placer la posibilidad de tomar lecciones de un artista como usted —prosiguió Francine; volvió a hacer una pausa y volvió a sufrir una decepción—. Quizás me convierta en su alumna favorita —concluyó—. ¿Quién sabe?
—¡Quién sabe!
No era mucho, después de tanto silencio de parte de Alban, pero bastó para alentar a Francine. Le llamó «querido señor Morris»; rogó que le permitiera tomar de inmediato su primera lección; juntó las manos en gesto de súplica:
—¡Por favor, diga que Sí!
—No puedo decir que Sí mientras no cumpla usted los requisitos.
—¿Son requisitos suyos?
Los ojos de Francine expresaban que —en ese caso— estaba pronta a aceptarlos. Alban no se dio por enterado: dijo que los requisitos eran de la señorita Ladd y le deseó buenas tardes.
La joven lo contempló alejarse por la terraza. ¿Cómo le pagarían? ¿Recibiría un salario anual u obtendría una pequeña cantidad de dinero por cada nueva alumna que tomara lecciones de dibujo? De ser este último el caso, Francine vio la oportunidad de cobrárselas.
—¡Patán! ¡No me verás el pelo en tus clases!