Moira
Cuando Alban se presentó a la mañana siguiente, las horas de la noche ya habían ejercido su influencia tranquilizadora sobre Emily. Recordaba con pesar la manera en que el doctor Allday hiciera vacilar su confianza en el hombre que la amaba; ya había pasado todo sentimiento de irritación. Alban advirtió que sus maneras eran menos vivaces que de costumbre. La gentileza con que lo recibió era la usual; no así la sonrisa.
—¿No se siente bien? —preguntó él.
—Me siento un poco falta de ánimos —contestó ella—. Una decepción, eso es todo.
Alban aguardó un momento, aparentemente esperando a que ella le dijera de qué se trataba. Emily permaneció en silencio y desvió la vista. ¿Sería él responsable de la depresión que mencionaba? A Alban se le ocurrió esa idea, pero no dijo nada.
—Supongo que recibió mi carta —continuó ella.
—Vine precisamente a agradecerle su carta.
—Era mi deber informarle acerca de la enfermedad de Sir Jervis. No tiene por qué agradecérmelo.
—Me escribió usted con tanta amabilidad —le recordó Alban—. Se refirió con tanta gentileza y generosidad a nuestra diferencia de opinión la última vez que estuve aquí…
—De haberle escrito un poco después, el tono de mi carta quizás le habría resultado menos agradable —lo interrumpió ella—. Pero la eché al correo antes de recibir la visita de un amigo suyo; un amigo que tenía algo que decirme después de consultar con usted.
—¿Se refiere al doctor Allday?
—Sí.
—¿Qué le dijo?
—Lo que usted quería que me dijera. Lo hizo lo mejor que pudo; se mostró todo lo obstinado e insensible que usted habría podido desear; pero llegó demasiado tarde. Ya le había escrito a la señora Rook y ya recibí su respuesta.
En sus palabras había tristeza, no enojo, y señaló a una carta que estaba sobre su escritorio.
Alban comprendió y la miró desesperado.
—¡Esa nefasta mujer está destinada a hacernos discutir cada vez que nos vemos! —exclamó.
Emily le alcanzó la carta en silencio. Alban se negó a tomarla en sus manos.
—El agravio que me ha hecho no se arregla de esa forma —dijo—. Usted cree que la visita del doctor fue acordada entre nosotros. Yo no sabía que se proponía visitarla; no tenía ningún interés en enviarlo aquí, y no debo volver a interferir entre usted y la señora Rook.
—No lo comprendo.
—Me comprenderá cuando le diga cómo termino mi conversación con el doctor Allday. No intervendré más en sus asuntos; no le daré más consejos. Sean cuales fueren mis dudas, todos mis esfuerzos para aclararlas, todas mis averiguaciones, no importa en qué dirección, han llegado a su fin. Hice ese sacrificio por usted. ¡No! Debo repetirle lo que me acaba de decir: no tiene por qué agradecérmelo. Hice lo que hice por respeto al doctor Allday, a contrapelo de mis convicciones, a pesar de mis temores. ¡Ridículas convicciones! ¡Ridículos temores! Los hombres con mentes enfermizas son sus propios verdugos. No importa cuánto sufra yo con tal de que usted esté tranquila. Nunca volveré a contrariarla ni a molestarla. ¿Tiene ahora una mejor opinión de mí?
Emily le dio la mejor de las respuestas: le tendió su mano.
—¿Puedo besarla? —preguntó él con tanta timidez como si fuera un niño que se dirigiera a su primera enamorada.
Emily sintió deseos de reír y de llorar a la vez.
—Sí, si así lo desea —dijo en voz muy queda.
—¿Me permitirá venir a verla de nuevo?
—Con mucho gusto, cuando regrese a Londres.
—¿Se marcha usted?
—Me iré a Brighton esta tarde para pasar un tiempo con la señorita Ladd.
Era duro perderla el día feliz en que al fin hacían las paces. Por el rostro de Alban cruzó una expresión de contrariedad. Se levantó y avanzó intranquilo hasta la ventana.
—¿La señorita Ladd? —repitió, al tiempo que se volvía hacia Emily como si lo hubiera asaltado una idea—. ¿No oí decir en la escuela que la señorita de Sor pasaría las vacaciones al cuidado de la señorita Ladd?
—Sí.
—¿No es esa la joven que la visitó ayer en la mañana?
—La misma.
La obsesionante desconfianza en el futuro, que al principio dejara ver y de la que después fingiera burlarse, ejercía un efecto desmoralizador sobre su buen juicio. Era lo bastante irrazonable como para dudar de Francine, sólo porque era una desconocida.
—La señorita de Sor es una nueva amiga suya —dijo—. ¿Le resulta simpática?
No era una pregunta fácil de responder sin entrar en detalles que la delicadeza de Emily le aconsejaba evitar.
—Debo conocer un poco más a la señorita de Sor antes de poder responder su pregunta —dijo.
Los recelos de Alban se vieron naturalmente incrementados por esa respuesta evasiva. Comenzó a lamentar haberse marchado el día anterior de la casa de la joven al enterarse de que tenía una visita. Podía haberle enviado su tarjeta, y ella quizás lo habría hecho pasar. Era una oportunidad perdida de observar a Francine. En la mañana de su primer día de escuela, cuando se encontraron por azar en el mirador, le había producido una impresión desagradable. ¿Debía dejar que esa circunstancia influyera sobre su opinión? ¿O bien debía seguir el prudente ejemplo de Emily y no formarse un juicio hasta conocer un poco mejor a Francine?
—¿Ya ha fijado el día de su regreso a Londres? —preguntó.
—Aún no; no sé qué duración tendrá mi visita —dijo ella.
—En poco más de dos semanas volveré a mis clases —continuó él—. Serán muy tristes no estando usted. Supongo que la señorita de Sor regresará a la escuela con la señorita Ladd.
A Emily le resultaba imposible explicarse la depresión que revelaban su aspecto y su voz al hacer esas preguntas carentes de toda importancia. Trató de animarlo respondiendo en tono ligero.
—La señorita de Sor regresa en una condición totalmente novedosa: será pensionista en vez de alumna. ¿Siente interés por conocerla mejor?
—Sí, ahora que sé que es amiga suya —contestó él. Regresó a su asiento, junto al de ella—. Una visita agradable hace que los días pasen rápidamente —continuó—. Puede que se quede usted en Brighton más de lo que anticipa, de modo que es posible que no nos volvamos a ver durante algún tiempo. Si algo sucediera…
—¿Se refiere a algo serio? —preguntó ella.
—¡No! ¡No! Me refiero sólo a si puedo serle útil de cualquier manera. En ese caso, ¿me escribirá?
—¡Sabe que sí!
Emily lo miró preocupada. Alban había fracasado por completo en su intento de ocultarle la intranquilidad que lo embargaba; nunca hubo hombre menos capaz de esconder sus sentimientos.
—Está usted preocupado y abatido —le dijo gentil—. ¿Es por mi culpa?
—¿Por su culpa? ¡Oh, ni lo piense! Tengo días melancólicos y días luminosos, y en este momento mi barómetro se inclina a la melancolía —su voz se quebró, a pesar de sus intentos por controlarla; se dio por vencido y tomó su sombrero para marcharse—. ¿Recuerda, Emily, lo que le dije en cierta ocasión en el jardín de la escuela? Sigo creyendo que nuestras dos vidas tendrán un momento futuro de plenitud —se interrumpió de repente, como si pasara por su mente algo más que vacilaba en expresar y le tendió su mano para despedirse.
—Recuerdo mejor que usted lo que me dijo en el jardín —le dijo ella—. Sus palabras fueron: «Suceda entre tanto lo que suceda, confío en el futuro». ¿Siente aún esa misma confianza?
Alban suspiró, la atrajo suavemente hacia sí y la besó en la frente. ¿Era esa su respuesta? Emily no sentía suficiente sosiego para hacerle la pregunta: ella permaneció en su mente durante algún tiempo después de la partida de Alban.
Ese mismo día, Emily llegó a Brighton.
Por casualidad, Francine se encontraba sola en la sala. Lo primero que hizo cuando la sirvienta dejó pasar a Emily fue interpelar a la primera.
—¿Llevó mi carta al correo?
—Sí, señorita.
—No tiene importancia —le ordenó a la sirvienta con un gesto que se retirara e hizo gala de una hospitalidad tan efusiva que llegó a insistir en darle un beso a Emily—. ¿Sabes lo que hice? —dijo—. Le escribí a Cecilia, pero le envié la carta a su padre, a la Cámara de los Comunes. Tonta de mí, olvidé que podías darme su dirección en Suiza. Confío en que no te opongas a que trate de ganarme la amistad de nuestra querida, hermosa, insaciable compañera. ¡Es tan importante para mí rodearme de amigos influyentes! Y, por supuesto, le envié recuerdos tuyos. ¡No pongas esa cara de disgusto! Ven a ver tu cuarto. Oh, no te preocupes por la señorita Ladd, la verás cuando despierte. ¿Enferma? ¿Es que las mujeres como ella se enferman alguna vez? Simplemente está haciendo su siesta de después del baño. ¡Toma baños de mar, a su edad! ¡Cómo debe asustar a los peces!
Después de ver su cuarto, Emily fue conducida a la habitación que ocupaba Francine. Un objeto que advirtió en ella le produjo cierta sorpresa no exenta de disgusto. Descubrió sobre el tocador una tosca caricatura de la señora Ellmother. Era un boceto a lápiz, muy mal dibujado, pero muy exitoso en el perverso parecido que guardaba con el original.
—No sabía que eras una artista —comentó Emily, haciendo un énfasis irónico en la última palabra.
Francine rio burlonamente, estrujó el dibujo y lo tiró al cesto de los papeles.
—¡Qué mordaz eres! —exclamó jovial—. Si hubieras llevado la vida aburrida de Santo Domingo, también te habría dado por emborronar papeles. Yo podría haber resultado realmente una artista, de haber sido inteligente y aplicada como tú. Pero siendo como soy, aprendí un poco de dibujo y me aburrí. Traté de modelar en cera y también me aburrí. ¿Quién crees que era mi maestra? Una de nuestras esclavas.
—¡Una esclava! —exclamó Emily.
—Sí, una mulata, si quieres más detalles, hija de un inglés y una negra. En su juventud (al menos eso decía ella) era una belleza, a su manera. Como era la favorita de su amo, este se encargó personalmente de educarla. Además de dibujar, pintar y modelar en cera, sabía cantar y tocar varios instrumentos. ¡Todas esas prendas desperdiciadas en una esclava! Cuando su amo murió y se vendieron sus propiedades, mi tío la compró.
Para sorpresa de Francine, una palabra de espontánea compasión escapó de labios de Emily.
—¡Oh, querida mía, no tienes porque compadecerla! Sappho (ese era su nombre) alcanzó un alto precio, aunque ya no era joven. La recibimos en herencia con todo el resto de las propiedades; y se encariñó conmigo cuando se dio cuenta de que no me llevaba bien con mi padre y mi madre. «Les debo a mi padre y mi madre ser esclava», solía decirme. «Me oprime el corazón ver a una hija afectuosa». Sappho era una extraña mezcla. Una mujer con un lado negro y un lado blanco en el carácter. Durante semanas enteras se comportaba como un ser civilizado. Entonces sufría una recaída y se tornaba tan negra como su madre. En esas ocasiones, se internaba furtivamente en la isla, arriesgando su vida, para asistir a escondidas a las horribles brujerías y supersticiones de los negros, que, de haberla descubierto, habrían asesinado a esa mestiza que espiaba sus ceremonias. Una vez la seguí hasta donde me atreví. El amedrentador sonido de gritos y tambores en la oscuridad de los bosques me asustó. Había llegado a mis oídos que los negros sospechaban de ella. Le di el aviso que le salvó la vida (¡no sé qué habría hecho sin Sappho para distraerme!); y a partir de ese momento creo que esa curiosa criatura me quiso. ¡Ya ves que puedo hablar con generosidad hasta de una esclava!
—Me sorprende que no la hayas traído contigo a Inglaterra —dijo Emily.
—En primer lugar, era propiedad de mi padre, no mía —respondió Francine—. En segundo lugar, ya murió. Los demás mestizos suponían que envenenada por alguno de los negros, que la consideraba su enemiga. ¡Ella decía que estaba embrujada!
—¿Qué quería decir?
Francine no sentía suficiente interés por el tema como para seguir dando explicaciones.
—Supersticiones tontas, querida mía. Cuando agonizaba, el lado negro de Sappho se impuso al blanco: esa es la explicación. ¡Salgamos! Oigo a la anciana en la escalera. Ve a su encuentro antes de que llegue. Este cuarto es mi único refugio para evitar a la señorita Ladd.
En la mañana del último día de esa semana, Emily sostuvo una breve charla en privado con la directora de su antigua escuela. La señora Ladd escuchó lo que le contó sobre la señora Ellmother e hizo todo lo posible por calmar la preocupación de Emily.
—Creo que te equivocas, hija mía, al pensar que Francine habla en serio. Su mayor defecto es que casi nunca lo hace. Puedes confiar en mi discreción: déjale el resto a la anciana sirvienta de tu tía y a mí.
La señora Ellmother llegó puntual a la hora acordada. Se la hizo pasar a la habitación de la señorita Ladd. Francine ostensivamente decidida a no participar personalmente en el asunto salió a dar un paseo. Emily esperó para enterarse del resultado de la entrevista.
Al cabo de un largo rato, la señorita Ladd regresó a la sala y anunció que había dado su aprobación a la idea de emplear a la señora Ellmother.
—Tuve en cuenta tus criterios —dijo—. Hemos convenido en que, después del primer mes, bastará con una semana de aviso, de cualquiera de las dos partes, para poner fin al compromiso. No me siento justificada para ir más allá. La señora Ellmother es una mujer tan respetable, te es tan conocida y estuvo tanto tiempo al servicio de tu tía que me siento obligada a tener en cuenta la importancia de no rechazar a alguien que resulta absolutamente conveniente para ocuparse de una joven como Francine. En una palabra, puedo confiar en la señora Ellmother.
—¿Cuándo comenzará a trabajar? —preguntó Emily.
—El día siguiente a nuestro regreso a la escuela —respondió la señorita Ladd—. Estoy segura de que te alegrará verla. La enviaré aquí.
—Una palabra más antes de que se marche —dijo Emily—. ¿Le preguntó por qué abandonó a mi tía?
—Querida hija, una mujer que ha estado veinticinco años en un puesto tiene derecho a guardarse algún secreto. Entiendo que tuvo sus motivos y que no cree necesario contárselos a nadie. Nunca se debe confiar a medias en las personas, sobre todo cuando son como la señora Ellmother.
Era demasiado tarde para plantear más objeciones. Emily se sintió más bien aliviada que decepcionada al saber que la señora Ellmother tenía prisa por regresar a Londres en el próximo tren. Se le había presentado la oportunidad de alquilar su casa, y estaba deseosa de cerrar el negocio.
—Verá, no podía decir que sí hasta saber si obtendría o no esta nueva colocación, y el inquilino quiere mudarse esta misma noche —explicó.
Emily la detuvo junto a la puerta.
—Prométame que me escribirá para contarme cómo le va con la señorita de Sor.
—Me lo dice, señorita, como si no tuviera muchas esperanzas de que me fuera bien.
—Lo digo porque no me resulta usted indiferente. Prometa que me escribirá.
La señora Ellmother se lo prometió y se marchó a toda prisa. Emily la miró alejarse desde la ventana hasta que se perdió de vista.
—¡Me gustaría no tener dudas sobre Francine! —se dijo.
—¿Qué dudas? —inquirió la áspera voz de Francine desde la puerta.
Emily no era dada a las evasivas. De ahí que completara la idea a medias formulada sin vacilar un momento.
—Me gustaría estar segura de que serás bondadosa con la señora Ellmother —respondió.
—¿Temes que convierta su vida en un tormento? —preguntó Francine—. ¿Cómo darte seguridades? No puedo adivinar el futuro.
—¿Podrías hablar en serio por una vez en la vida? —dijo Emily.
—¿Podrías aceptar una broma por una vez en la vida? —respondió Francine.
Emily no dijo nada más, pero decidió acortar la duración de su visita a Brighton.