CAPÍTULO XXX

Lady Doris

La llegada de la señorita Ladd un rato antes de lo esperado interrumpió a las dos jóvenes en un momento crítico. Se había dado prisa con los asuntos que la traían a Londres, deseosa de pasar el resto del día con su alumna favorita. El afectuoso recibimiento que le dispensó Emily estaba inspirado, al menos hasta cierto punto, en una sensación de alivio. Sentir el abrazo de la cariñosa directora de la escuela era como encontrar un refugio que la protegiera de Francine.

Cuando llegó la hora de la partida, la señorita Ladd invitó a Emily a Brighton por segunda vez.

—La vez pasada, querida, me enviaste una excusa; no permitiré que vuelvas a hacer lo mismo. Si no puedes regresar ahora con nosotras, ve mañana —y añadió en un susurro—: Si no, creeré que me detestas tanto como a Francine.

No había manera de resistirse. Acordaron que Emily iría a Brighton al día siguiente. Una vez a solas, sus pensamientos habrían regresado a las dudosas expectativas de la señora Ellmother y a la extraña alusión de Francine a su vida en el Caribe, de no haber sido por la llegada de dos cartas en el correo de la tarde. La letra de una de ellas le resultaba desconocida. Fue la que abrió primero. Era una respuesta a la carta de disculpa que había insistido en escribirle a la señora Rook. Felizmente para ella, no había dejado de sentir cierta influencia de Alban después de su partida. Emily había escrito una carta amable, pero también breve.

La respuesta de la señora Rook era una bien combinada mezcla de gratitud y dolor. La gratitud estaba dirigida a Emily como cosa de rigor. El dolor tenía que ver con su «excelente amo». La salud de Sir Jervis se había resentido de repente. Su médico, al acudir a su llamado, no había expresado ninguna sorpresa. «Mi paciente tiene más de setenta años», había señalado el doctor. «Se mantiene despierto hasta altas horas de la noche, escribiendo su libro; y se niega a hacer ejercicio, hasta que los dolores de cabeza y los mareos lo obligan a salir a tomar el aire. El resultado inevitable es que al fin se ha quebrantado su salud. Esto puede terminar en una parálisis o en la muerte». Al informar sobre esa opinión médica, la carta de la señora Rook se deslizaba imperceptiblemente de una respetuosa conmiseración a una modesta preocupación por su propio futuro. Podía ocurrir que la triste suerte de su esposo y de ella misma fuera verse lanzados de nuevo a la calle. Si la necesidad los llevaba a Londres, «¿le concedería la señorita Emily el honor de una entrevista para favorecer a una pobre e infortunada mujer con una palabra de consejo?»

«Podría utilizar aviesamente su carta para algún propósito que puede usted llegar a lamentar». ¿Recordó Emily las palabras de advertencia de Alban? No: aceptó la respuesta de la señora Rook como un gratificante tributo a la justeza de sus propias opiniones.

Si se había propuesto escribirle a Alban al calor de la compunción que le produjera pensar que se había equivocado, estaba ahora más dispuesta que nunca a enviarle una carta, guiada por la compasión que le provocaba haber estado en lo cierto. Además, no era más que un deber para con el amigo fiel que seguía trabajando para ella en la sala de lectura, informarle de la enfermedad de Sir Jervis. Ya fuera que el anciano viviera o muriera, sus labores literarias habían quedado definitivamente interrumpidas; y una de las consecuencias sería el fin de su ocupación en el Museo. Aunque la segunda de las dos cartas que recibiera estaba dirigida a su nombre y escrita con la letra de Cecilia, Emily esperó a leerla hasta después de escribirle a Alban. «Vendrá mañana, y ambos nos disculparemos», pensó. «Yo lamentaré haberme enfadado con él y él lamentará haberse equivocado en su juicio sobre la señora Rook. Volveremos a ser tan amigos como siempre».

Con esos felices pensamientos abrió la carta de Cecilia. Estaba llena de buenas noticias de principio a fin.

La hermana enferma había hecho tan rápidos progresos hacia un total restablecimiento que las viajeras habían decidido emprender el regreso a Inglaterra en un plazo de dos semanas.

Lo único que lamento es separarme de Lady Doris. Ella y su esposo partirán hacia Génova, donde embarcarán en el yate de Lord Janeaway para hacer un crucero por el Mediterráneo. Cuando nos hayamos dicho esa triste palabra que es adiós, ¡oh, Emily, qué prisa sentiré por regresar a tu lado! Lo que me cuentas de tu vida solitaria es tan terrible, querida, que rompí tu carta; sólo de mirarla, se me partía el corazón. Una vez que lleguemos a Londres se acabará la soledad de mi pobre y afligida amiga. Papá se verá libre de sus deberes parlamentarios en agosto, y ha prometido llenar la casa de personas encantadoras para que te conozcan. ¿A que no adivinas quién será uno de los invitados? Es ilustre, es fascinante; merece una línea para él sólo, así que,

¡El reverendo Miles Mirabel!

Lady Doris ha descubierto que la parroquia campestre en la que vive su exilio este brillante clérigo queda a sólo doce millas de nuestra casa. Le ha enviado una carta al señor Mirabel en la cual le habla de mí y le menciona la fecha de mi regreso. Nos divertiremos con el popular predicador; ambas nos enamoraremos de él.

¿Hay alguien a quien te gustaría que invitara? ¿Quieres que vaya Alban Morris? Ahora que sé cuán amablemente se ocupó de ti en la estación del ferrocarril, comparto tu buena opinión acerca de él. En tu carta también mencionas a un médico. ¿Es agradable? ¿Y crees que me permitirá comer dulces si lo invitamos también? Desbordo hospitalidad (todo por ti), de modo que estoy dispuesta a invitar a cualquiera, para animarte y hacerte feliz. ¿Quieres reunir a la señorita Ladd y a toda la escuela?

En cuanto a diversiones, puedes estar tranquila.

He llegado a un claro entendimiento con papá de que tendremos bailes todas las noches, excepto cuando organicemos un pequeño concierto para variar. Cuando queramos un cambio después del baile y la música, haremos representaciones teatrales. Nada de levantarnos temprano; nada de una hora fija para desayunar; en la mesa, las comidas más exquisitas, y, para coronarlo todo, tu cuarto junto al mío, para celebrar deliciosas sesiones de comentarios a medianoche, cuando deberíamos dormir. ¿Qué me dices del programa, querida?

Una última noticia y habré terminado.

He recibido una propuesta de matrimonio del joven caballero que se sienta frente a mí en la table d’hote. Cuando te diga que tiene pestañas blancas, manos rojas y unos dientes delanteros tan enormes que no logra cerrar la boca, no necesitarás que añada que lo rechacé. Ese individuo vengativo me injuria desde entonces de la manera más desvergonzada. Anoche lo oí, bajo mi ventana, tratando de indisponer conmigo a un amigo suyo. «Aléjate de ella, querido amigo; es el ser más malvado que pisa la tierra». El amigo asumió mi defensa. Le dijo: «No soy de tu misma opinión; la joven es una persona de gran sensibilidad» «¡Tonterías!», dijo mi amable enamorado. «Come demasiado; su sensibilidad reside toda en el estómago». Eso es para que sepas lo que es un miserable. ¡Qué manera vergonzosa de aprovecharse de ocupar el asiento frente al mío a la hora de las comidas! Adiós, amor, hasta que nos veamos pronto y seamos felices juntas noche y día.

Cecilia

Emily besó la firma. ¡En ese momento, más que en ningún otro, Cecilia contrastaba de manera tan refrescante con Francine!

Antes de guardar la carta, volvió a leer la parte en la que mencionaba que Lady Doris le había enviado al señor Mirabel una carta en la cual le hablaba de Cecilia. «No siento el menor interés por el señor Mirabel», pensó, sonriendo al ocurrírsele la idea, «y no lo habría conocido nunca de no ser por Lady Doris, a quien no conozco».

Acababa de poner la carta sobre su escritorio cuando se anunció un visitante. Llegaba el doctor Allday (de prisa, como siempre).

—¿Otro paciente que lo espera? —le preguntó Emily pícara—. ¿De nuevo sin tiempo que, perder?

—Ni un instante —respondió el anciano caballero—. ¿Ha tenido noticias de la señora Ellmother?

—Sí.

—¿No me querrá decir que le respondió?

—Hice algo mejor que eso, doctor: la recibí esta mañana.

—Y consintió en darle sus referencias, por supuesto.

—¡Qué bien me conoce!

El doctor Allday era un filósofo: no perdió los estribos.

—Justo lo que era dable esperar —dijo—. ¡Eva y la manzana! Basta prohibirle algo a una mujer para que vaya y lo haga, sólo porque se le ha prohibido. Lo intentaré ahora de otra manera, señorita Emily. Había algo más que pretendía prohibirle.

—¿De qué se trataba?

—¿Puedo hacerle una petición muy especial?

—Sin duda.

—¡Oh, querida mía, escríbale a la señora Rook! ¡Se lo ruego, se lo suplico, escríbale a la señora Rook!

El aire juguetón de Emily desapareció de golpe.

Sin hacer caso del pequeño acceso de buen humor del doctor, aguardó, con aspecto de grave sorpresa, hasta que este tuviera a bien explicarse.

El doctor Allday, por su parte, hizo caso omiso del ominoso cambio experimentado por Emily, y prosiguió con la misma afabilidad de siempre.

—El señor Morris y yo sostuvimos una larga conversación acerca de usted, querida mía. El señor Morris es excelente; se lo recomiendo como enamorado. También cuenta con mi apoyo en lo que concierne a la señora Rook. ¿Y ahora qué sucede? Está roja como una rosa. Enojada de nuevo, ¿eh?

—¡Odio la mezquindad! —Emily respondió indignada—. Desprecio al hombre que conspira a mis espaldas para lograr que otro hombre lo ayude. ¡Oh, cómo me equivoqué con Alban Morris!

—¡Oh, cuán poco conoce a su mejor amigo! —exclamó el doctor imitándola—. Las jóvenes son todas iguales; el único hombre al que entienden es al que las halaga. ¿Me hará el favor de escribirle a la señora Rook?

Emily hizo un intento de usar las armas del doctor contra él.

—Su bromita llega demasiado tarde —dijo con tono sarcástico—. Esta es la respuesta de la señora Rook. Léala y… —se contuvo; aun presa de cólera era incapaz de hablarle de manera poco generosa al anciano que le brindara tan cálida amistad—. No le diré a usted lo que le habría dicho a otro —continuó.

—¿Quiere que lo diga yo? —preguntó el incorregible doctor—. Léala y avergüéncese. Eso es lo que pensaba, ¿no es cierto? Como quiera, querida mía —se puso los lentes, leyó la carta y se la devolvió a Emily con una expresión impenetrable—. ¿Qué le parecen mis lentes nuevos? —preguntó mientras se los quitaba—. En treinta años de práctica, he tenido tres pacientes agradecidos —volvió a guardar los lentes en su estuche—. Me los regaló el tercero. Muy gratificante, muy gratificante.

El sentido del humor no era el que primaba en Emily en ese momento. Apuntó con un índice perentorio a la carta de la señora Rook.

—¿No tiene nada que decirme sobre esto?

El doctor tenía tan poco que decirle que logró expresarlo con una sola palabra:

—¡Paparruchas!

Tomó su sombrero, le hizo una amable inclinación a Emily y se apresuró a marcharse en busca de pulsos febriles que tomar y lenguas cubiertas de sarro con vergüenza de mostrarse.