CAPÍTULO XXIX

Huesitos

La señora Ellmother entró a la habitación a regañadientes.

Su aspecto había cambiado tanto desde que Emily la viera por última vez que ahora justificaba doblemente el apodo con que la bautizara su difunta patrona. La vieja sirvienta se veía ajada y marchita; el vestido le colgaba sobre el cuerpo anguloso; los grandes huesos de su rostro sobresalían, más prominentes que nunca. Aceptó insegura la mano que Emily le tendía.

—Espero que se encuentre bien, señorita —dijo, con pocos vestigios de su antigua firmeza de voz y de maneras.

—Me temo que ha sufrido usted alguna enfermedad —respondió Emily gentil.

—Es la vida que llevo la que me consume; quiero trabajar, quiero un cambio.

Al contestar, recorrió la habitación con la vista y descubrió a Francine que la contemplaba con franca curiosidad.

—Tiene visita —le dijo a Emily—. Será mejor que me vaya y regrese en otro momento.

Francine la detuvo antes de que abriera la puerta.

—No debe irse; deseo hablar con usted.

—¿Acerca de qué, señorita?

Las dos mujeres se miraron a los ojos: una, próxima al final de su vida, escondía bajo su áspera superficie una naturaleza delicadamente afectuosa e incorruptiblemente leal; la otra, joven de edad, pero carente de las virtudes de la juventud, era dura de modales y dura de corazón. Ambas permanecieron en silencio, frente a frente: eran desconocidas a las que reunía la fuerza de las circunstancias, que avanzaban inexorablemente hacia su fin oculto.

Emily hizo las presentaciones.

—Puede que le resulte conveniente escuchar lo que esta joven tiene que decirle —le sugirió a la señora Ellmother.

Ésta se dispuso a escuchar, con aire de poco interés respecto a lo que una desconocida pudiera decirle: sus ojos se posaron en la tarjeta en la que le escribiera a Emily su petición. Francine, que la observaba de cerca, adivinó lo que pasaba por su mente. Podía valer la pena ganarse a la anciana con una pequeña atención. Volviéndose hacia Emily, señaló la tarjeta sobre la mesa.

—No has respondido aún a la solicitud de la señora Ellmother —dijo.

Emily le aseguró de inmediato a la señora Ellmother que su petición estaba concedida.

—Pero ¿es sensato volver a colocarse en el servicio doméstico a su edad? —preguntó.

—Toda la vida he estado acostumbrada al servicio, señorita Emily; esa es una razón. Y el trabajo quizás me ayude a librarme de mis pensamientos; esa es otra. Si me encontrara una colocación, me haría un favor.

—¿Es inútil recordarle que podría regresar y vivir aquí conmigo? —se aventuró a decirle Emily.

La señora Ellmother bajó la cabeza.

—Gracias por su amabilidad, señorita; es inútil.

—¿Por qué es inútil? —preguntó Francine.

La señora Ellmother permaneció en silencio.

—La señorita de Sor le ha hecho una pregunta —le apuntó Emily.

—¿Debo responderle a la señorita de Sor?

A Francine, que observaba atentamente todo lo que ocurría y le daba su propia interpretación a las miradas y los tonos de voz, se le ocurrió de repente que tal vez Emily conocía los motivos de la señora Ellmother, y que podía tener razones propias para fingir ignorancia ante una pregunta embarazosa. Decidió, al menos por el momento, guardarse sus sospechas.

—Quizás pueda ofrecerle la colocación que desea —le dijo a la señora Ellmother—. En estos momentos me alojo en Brighton con la directora de la escuela a la que asistió Emily, y necesito una doncella. ¿Estaría dispuesta a considerarlo, si le propusiera ese empleo?

—Sí, señorita.

—En ese caso, no puede oponerse a que haga las averiguaciones de costumbre. ¿Por qué se marchó de su última colocación?

La señora Ellmother apeló a Emily.

—¿Le dijo a la joven cuántos años permanecí en mi última colocación?

El giro que tomaba la conversación había hecho revivir en Emily tristes recuerdos. La paciencia felina de Francine, que tanteaba el camino solapadamente para conseguir sus fines, le irritaba los nervios.

—Sí, como es justo, mencioné el largo tiempo que estuvo a nuestro servicio.

La señora Ellmother se dirigió a Francine.

—Sabe, señorita, que serví a mi difunta patrona durante más de veinticinco años. ¿Podría, por favor, tener eso en cuenta y no preguntarme por qué dejé la colocación?

Francine sonrió con aire compasivo.

—Pero criatura, ha mencionado usted la precisa razón por la cual tengo que preguntarle. Vive usted veinticinco años con su ama, la abandona de repente, y espera que obvie ese proceder extraordinario sin averiguar su causa. Reflexione por un momento.

—No necesito tiempo para reflexionar. Lo que pasaba por mi mente cuando me marché del lado de la señorita Letitia es algo que me niego a explicarle a usted, señorita, o a cualquier otra persona.

Al responder había recuperado algo de su antigua firmeza. Francine comprendió que era necesario ceder, al menos por el momento. Emily permanecía en silencio, abrumada por el recuerdo de las dudas y los temores que entenebrecieran los últimos días tristes de la enfermedad de su tía. Comenzaba a lamentar haber permitido que Francine y la señora Ellmother se conocieran.

—No insistiré en lo que parece ser un tema penoso —continuó Francine benévola—. No quise ofenderla. Espero que no se haya enojado.

—Perdone, señorita. Hubo un tiempo en el que quizás me habría enojado. Ese tiempo ya pasó.

El tono de las palabras era triste y resignado. Emily escuchó la respuesta. Experimentó un terrible pesar al mirar a la anciana sirvienta y pensar en el contraste entre el pasado y el presente. ¡Qué cordial bienvenida solía darle esta mujer quebrantada cuando llegaba antaño al inicio de sus vacaciones! Sus ojos se humedecieron. Sintió la inmisericorde persistencia de Francine como un insulto a su persona.

—¡Basta ya! —dijo cortante.

—Permíteme encargarme de mis propios asuntos, querida —contestó Francine—. Veamos ahora su experiencia. ¿Sabe peinar? —continuó dirigiéndose imperturbable a la señora Ellmother.

—Sí.

—Debo informarle que soy muy exigente con mis cabellos —insistió Francine.

—Mi ama era muy exigente con sus cabellos —respondió la señora Ellmother.

—¿Es buena con la aguja?

—Tan buena como cuando era joven, con ayuda de mis lentes.

Francine se volvió hacia Emily.

—Ya ves qué bien nos llevamos. Hemos empezado a entendernos. Soy rara, señora Ellmother. En ocasiones me prendo sin más motivo de una persona, y me he prendado de usted. ¿Empieza a tener una mejor opinión de mí? Confío en que le produzca una buena impresión a la señorita Ladd; la ayudaré en todo lo que pueda. Le rogaré a la señorita Ladd, como un favor personal, que no le haga la pregunta prohibida.

A la pobre señora Ellmother, perpleja ante la súbita adopción por parte de Francine del papel de joven excéntrica, de persona impulsiva y cordial, le pareció conveniente expresar su gratitud por la prometida intercesión en su favor.

—Muy amable de su parte, señorita —dijo.

—No, no, no es más que justo. Debo decirle que hay algo sobre lo que la señorita Ladd es muy estricta: los enamorados. ¿Está absolutamente segura de que puede responder de su persona en ese particular? —inquirió Francine jocosamente.

El intento de broma produjo el efecto esperado. La señora Ellmother, tomada por sorpresa, sonrió.

—¡Dios mío, señorita, qué cosas se le ocurren!

—Alma mía, se me ocurre algo más a propósito del tema. Si la señorita Ladd me pregunta por qué se ha negado de manera tan inexplicable a regresar a su antiguo puesto de sirvienta en esta casa, le diré que no es porque le haya tomado ojeriza a la señorita Emily.

—No es necesario que se refiera a eso —comentó Emily tranquila.

—Y menos aún —continuó Francine sin hacer caso de la interrupción—, menos aún porque tenga malos recuerdos de la tía de la señorita Emily.

La señora Ellmother advirtió la trampa que se le tendía.

—No servirá de nada, señorita —dijo.

—¿Qué cosa no servirá de nada?

—Tratar de sonsacarme.

Francine rompió a reír. Emily notó un eco artificial en su jocosidad, que indicaba que no la divertía, sino que la exasperaba, esa negativa que volvía a frustrar su curiosidad.

La señora Ellmother le recordó a la alborozada joven que no habían llegado todavía a un acuerdo.

—¿Debo entender, señorita, que mantendrá el puesto a mi disposición?

—Debe entender que tengo que contar con la aprobación de la señorita Ladd antes de emplearla —replicó Francine cortante—. ¿Por qué no viene a Brighton? Le pagaré el pasaje, por supuesto.

—No se preocupe por el pasaje, señorita. ¿No volverá a tratar de sonsacarme?

—Esté tranquila. Es inútil tratar de sonsacarle algo a usted. ¿Cuándo vendrá?

La señora Ellmother le rogó que le diera un tiempo.

—Estoy arreglando mi ropa —dijo—. Me veo cada vez más delgada, ¿no es cierto, señorita Emily? No terminaré antes del jueves.

—Digamos que el viernes entonces —propuso Francine.

—¡El viernes! —exclamó la señora Ellmother—. Olvida que el viernes es un día de mal agüero.

—¡Claro que lo olvidé! ¿Cómo puede ser tan absurdamente supersticiosa?

—Llámelo como quiera, señorita, pero tengo buenos motivos para creer en lo que creo. Me casé un viernes y resultó un matrimonio espantosamente malo. ¡Así que supersticiosa! Usted no sabe las cosas que he visto. Mi única hermana fue a una comida con trece invitados y murió antes de terminar el año. Si quiere que nos llevemos bien, haré el viaje el sábado, si le parece.

—Cualquier cosa para que se sienta contenta —aceptó Francine—. Aquí tiene la dirección. Venga a mediodía y la invitaremos a comer. No tema que pueda haber trece comensales. ¿Qué haría si tiene la desgracia de derramar la sal?

—Tomar una pizca entre el pulgar y el índice y lanzarla sobre el hombro izquierdo —respondió la señora Ellmother muy seria—. Buenos días, señorita.

—Buenos días.

Emily siguió hasta el pasillo a la visitante que partía. Había visto y oído lo suficiente para decidirse a intentar impedir la transacción propuesta, con el único y bondadoso propósito de proteger a la señora Ellmother de la inmisericorde curiosidad de Francine.

—¿Le parece probable que usted y esa joven lleguen a entenderse? —preguntó.

—Ya le dije, señorita Emily, que quiero alejarme de mi casa y de mis pensamientos. No me importa adónde tenga que ir con tal de lograrlo —después de darle esa respuesta, la señora Ellmother abrió la puerta y se detuvo un momento, pensativa—. Me pregunto si los muertos saben lo que ocurre en el mundo que abandonaron —se dijo, contemplando a Emily—. Si es así, hay una entre ellos que sabe lo que hay en mis pensamientos y me compadece. Adiós, señorita, y no piense de mí peor de lo que merezco.

Emily regresó a la sala. El único recurso que le quedaba era el de suplicarle a Francine que tuviera piedad de la señora Ellmother.

—¿De veras piensas desistir? —preguntó.

—¿Desistir de qué? ¿De «sonsacarla», como dice esa vieja obstinada?

Emily insistió.

—¡No le causes preocupaciones a la pobre! Por más extraña que haya sido la manera en que nos dejó a mi tía y a mí, estoy segura de que sus motivos son buenos y generosos. ¿Dejarás que conserve su pequeño e inofensivo secreto?

—¡Oh, por supuesto!

—¡No te creo, Francine!

—¿No? Soy como Cecilia, me siento hambrienta. ¿Almorzamos?

—¡Insensible!

—¿Significa eso que no hay almuerzo hasta que no admita la verdad? ¿Y qué tal si tú admites la verdad? No le diré a la señora Ellmother que la delataste.

—Por última vez, Francine, no sé del asunto más que tú. Si insistes es mantener esa opinión, de hecho estarás diciendo que miento y me obligarás a abandonar la habitación.

Hasta la obstinación de Francine se vio forzada a ceder, en nombre de los buenos modales. Convencida aún de que Emily no le decía la verdad, la animaba ahora un motivo más fuerte que la mera curiosidad. El sentimiento de su propia importancia la instaba imperativamente a demostrar que no se la podía engañar impunemente.

—Te ruego que me perdones, pero tendré que resolver este asunto con la señora Ellmother —dijo con humildad—. Esta vez me ganó, la próxima lo haré yo. Estoy decidida a vencerla y lo lograré.

—Ya te dije, Francine, que te espera un fracaso.

—Querida, soy un asno y no lo niego. Pero déjame decirte algo: no he vivido toda la vida en el Caribe, rodeada de sirvientes negros, sin aprender algo.

—¿Qué quieres decir?

—Más de lo que serías capaz de adivinar, mi sagaz amiga. Mientras tanto, no olvides los deberes de la hospitalidad. Haz sonar la campanilla para que nos traigan el almuerzo.