Francine
—Te sorprende verme, ¿no es cierto? —después de saludar a Emily en esos términos, Francine recorrió la sala con la vista con aire de irónica curiosidad—. Por Dios, ¡qué lugar tan pequeño para vivir!
—¿Qué te trae a Londres? —inquirió Emily.
—Debías saberlo, querida, sin necesidad de preguntarme. ¿Por qué intenté hacerme amiga tuya en la escuela? ¿Y por qué he seguido intentándolo desde entonces? Porque te detesto, quiero decir que porque no puedo resistirme a tu simpatía… ¡no! Quiero decir que porque me detesto porque me resultas simpática. Oh, no importan mis motivos. Insistí en venir a Londres con la señorita Ladd cuando esa horrible mujer anunció que tenía una cita con su abogado. Le dije: «Quiero ver a Emily» «No le resultas simpática a Emily» «No me importa si le resulto o no simpática; quiero verla». Así nos tratamos a dentelladas, y así me salgo siempre con la mía. Heme aquí, hasta que mi señorita de compañía termine con sus asuntos y venga a buscarme. ¡Qué perspectiva para ti! ¿Tienes algo de fiambre en casa? No soy una glotona como Cecilia, pero me temo que voy a querer almorzar.
—¡No hables así, Francine!
—¿Quieres decir que te alegras de verme?
—Si sólo fueras un poco menos dura y amargada, siempre me alegraría de verte.
—¡Qué encantadora eres!, (perdona mi impetuosidad). ¿Qué miras? ¿Mi vestido nuevo? ¿Me lo envidias?
—No, admiro el color. Eso es todo.
Francine se puso de pie, se ahuecó las faldas y exhibió su vestido en todas las poses.
—Mira la confección, ¡de París, por supuesto! El dinero, querida, el dinero todo lo puede… excepto que uno se aprenda sus lecciones.
—¿No te va mejor, Francine?
—Peor, mi dulce amiga, peor. Me alegra informarte que uno de los profesores se ha negado en redondo a seguir dándome clases. «A las alumnas sin ninguna inteligencia estoy acostumbrado», dijo en su media lengua; «pero una alumna sin corazón es más de lo que puedo soportar». ¡Ja! ¡Ja!, pero hay que conceder que ese refugiado viejo y mohoso tiene buen ojo. Sin corazón: esa soy yo, en dos palabras.
—Y orgullosa de ello —observó Emily.
—Sí, orgullosa de ello. ¡Aguarda! Permíteme ser justa conmigo misma. Consideras que las lágrimas son una señal de que quien las derrama tiene algún corazón, ¿no es cierto? El domingo pasado estuve a punto de llorar. Lo logró un predicador muy popular; nada menos que el señor Mirabel. Pero tal parece que hubieras oído hablar de él.
—Cecilia me ha contado de él.
—¿Cecilia está en Brighton? Entonces hay una tonta más en un balneario de moda. Oh, Cecilia está en Suiza, ¿no? No me importa dónde está; sólo me importa el señor Mirabel. Todas nos enteramos de que había ido a Brighton por problemas de salud y de que iba a predicar. ¡Cómo se atestó la iglesia! No intentaré siquiera describírtelo. Es el único hombre de pequeña estatura al que he admirado. Los cabellos tan largos como los míos, y una barba como la que se ve en los cuadros. Me gustaría tener su tez rubia y sus manos blancas. Todas nos enamoramos de él —¿o sería de su voz?— cuando comenzó a leer los mandamientos. Me gustaría poder imitar lo que hizo cuando llegó al quinto mandamiento. Comenzó con su voz de bajo más profunda: «Honra a tu padre…». Se detuvo y levantó la vista al cielo como si viera allí el resto. Continuó con un énfasis tremendo en la palabra siguiente «Y a tu madre», dijo (como si se tratara de algo totalmente distinto) con una voz lacrimosa, aguda, trepidante que era en sí misma un tributo a las madres. A todas nos conmovió, fuéramos o no madres. Pero la gran sensación fue cuando subió al púlpito. La manera en que se dejó caer de rodillas, ocultó el rostro entre las manos y mostró sus hermosos anillos fue, como me dijo una joven que estaba a mis espaldas, sencillamente seráfica. A partir de ese momento comprendimos la causa de su celebridad. Me pregunto si recuerdo algo del sermón.
—No te esfuerces —dijo Emily.
—Querida, no seas obstinada. Espera a que lo escuches.
—Puedo esperar con calma.
—Ah, estás en el estado de ánimo perfecto para convertirte; tienes muchas probabilidades de llegar a ser una de sus mayores admiradoras. Dicen que en privado es tan agradable que me muero por conocerlo. ¿Lo que oigo es el sonido de la campanilla de la puerta? ¿Alguien más viene a verte?
La sirvienta trajo una tarjeta y un mensaje.
—La persona volverá más tarde, señorita.
Emily miró el nombre escrito en la tarjeta.
—¡La señora Ellmother! —exclamó.
—¡Qué nombre tan extraordinario! —dijo Francine—. ¿Quién es?
—La vieja sirvienta de mi tía.
—¿Está en busca de colocación?
Emily miró algunas líneas escritas en el reverso de la tarjeta. El doctor Allday había previsto correctamente lo que sucedería. Rechazada por el médico, la señora Ellmother no tenía más alternativa que pedirle ayuda a Emily.
—Si no tiene empleo, puede ser justamente la persona que estoy buscando —continuó Francine.
—¿Tú? —preguntó Emily asombrada.
Francine se negó a explicarse hasta oír la respuesta a su pregunta.
—Dime primero si la señora Ellmother ya tiene una colocación.
—No; busca colocación y me pide que dé referencias sobre ella.
—¿Es sobria, honesta, de mediana edad, limpia, juiciosa, de buen carácter, trabajadora? —recitó Francine—. ¿Posee todas las virtudes y ningún vicio? ¿No es demasiado bonita y no tiene admiradores masculinos? En una sola y horripilante palabra: ¿será del agrado de la señorita Ladd?
—¿Qué tiene que ver la señorita Ladd con el asunto?
—¡Qué tonta eres, Emily! Haz el favor de dejar la tarjeta de la mujer sobre la mesa y préstame atención. ¿No te he dicho que uno de mis profesores se ha negado a tener nada más que ver conmigo? ¿No te ayuda eso a entender cómo me llevo con el resto de ellos? Ya no soy alumna de la señorita Ladd, querida. Merced a mi holgazanería y mi mal carácter, seré promovida a la condición de «pensionista». En otras palabras, me convertiré en una joven patrocinadora de la escuela, pero con habitación y sirvienta propias. Todo gracias a un arreglo personal entre mi padre y la señorita Ladd, realizado antes de mi partida del Caribe. Mi madre está en el fondo de la cuestión, no me cabe la menor duda. No pareces entender.
—¡Ni una palabra!
Francine lo pensó unos instantes.
—Quizás en tu casa eran cariñosos contigo —sugirió.
—Di mejor que me amaban, Francine; y yo también los amaba.
—Ah, mi situación es exactamente el reverso de la tuya. Ahora que se libraron de mí, no me quieren de vuelta. Sé lo que mi madre le dijo a mi padre tan bien como si la hubiera oído: «A su edad, a Francine no le irá bien en la escuela. Inténtalo, claro; pero llega a algún otro arreglo con la señorita Ladd por si fracasa, o nos la devolverán como a la falsa moneda». Esa es mi madre, mi preocupada y afectuosa madre, con pelos y señales.
—Es tu madre, Francine; no lo olvides.
—Oh, no; no lo olvido. Madre sólo hay una. ¡Vamos! ¡Vamos! No quiero escandalizarte. Volvamos a los hechos. La señorita Ladd pone una condición para que inicie mi nueva vida. Mi doncella debe ser un modelo de discreción, una mujer mayor, no una jovencita tímida incapaz de tirarme de las riendas. Tendré que aceptar la mujer mayor, so pena de que me envíen de regreso al Caribe. ¿Cuánto tiempo sirvió la señora Ellmother a tu tía?
—Más de veinticinco años.
—¡Cielo santo, toda una vida! ¿Y por qué no sigue contigo esa criatura sorprendente ahora que murió tu tía? ¿La despediste?
—Por supuesto que no.
—¿Entonces por qué se marchó?
—No lo sé.
—¿Quieres decir que se marchó sin dar una explicación?
—Si, eso es exactamente lo que quiero decir.
—¿Cuándo se marchó? ¿En cuanto murió tu tía?
—Eso no tiene importancia, Francine.
—En buen romance, no me lo dirás. Muero de curiosidad, ¡y ese es el alivio que me brindas! Querida, si sientes el menor interés por mí, haz pasar a esa mujer de inmediato cuando regrese en busca de una respuesta. Alguien tendrá que satisfacer mi curiosidad. Haré que la señora Ellmother se explique.
—No creo que lo consigas, Francine.
—Espera un poco y verás. Por cierto, mi nueva situación en la escuela me da el privilegio de aceptar invitaciones. ¿Conoces a algunas personas agradables a quienes puedas presentarme?
—Soy la última persona en el mundo que pueda ayudarte en ese sentido —respondió Emily—. Con excepción del doctor Allday… —a punto de añadir el nombre de Alban Morris, se contuvo, sin saber por qué, y lo sustituyó por el de su compañera de escuela—, …y sin olvidar a Cecilia —continuó—, no conozco a nadie.
—Cecilia es tonta —comentó Francine con aire grave—, pero ahora que pienso en ello, puede que valga la pena cultivar su amistad. Su padre es miembro del parlamento, ¿y no oí decir que tenía una hermosa mansión en el campo? Verás, Emily, con mi dinero, si logro hacer relaciones en la buena sociedad, tengo muchas posibilidades de casarme. No creas que dependo de mi padre; en el testamento de mi tío se especifica lo que me corresponderá al contraer matrimonio. Cecilia podría serme, realmente, de cierta utilidad. ¿Por qué no hacerme amiga de ella y lograr que me presente a su padre en el otoño, sabes, cuando su casa estará llena de invitados? ¿Tienes alguna idea de cuándo regresará?
—No.
—¿Piensas escribirle?
—¡Por supuesto!
—Dale recuerdos míos y dile que espero que se lo esté pasando bien en Suiza.
—¡Francine, realmente, careces de toda vergüenza! Después de llamar tonta y glotona a mi mejor amiga, le envías recuerdos por motivos totalmente egoístas; ¡y esperas que yo te ayude a engañarla! No lo haré.
—No pierdas los estribos, cariño. Bonita, todos somos egoístas. La única diferencia consiste en que algunos lo admitimos y otros no. Ya encontraré el camino para llegar yo solita al corazón de Cecilia: ese camino pasa por la boca. Mencionaste a un tal doctor Allday. ¿Organiza fiestas? ¿Y asiste a ellas la clase de hombres conveniente? ¡Calla! Creo que oigo la campanilla de nuevo. Ve a la puerta y mira a ver quién es.
Emily esperó, sin hacer caso de esa sugerencia. La sirvienta anunció que «la persona había regresado, para saber si había alguna respuesta».
—Hazla pasar —dijo Emily.
La sirvienta se retiró y volvió al cabo de un momento.
—La persona no quiere interrumpir, señorita; bastará con que le envíe su recado conmigo.
Emily atravesó la habitación hasta llegar a la puerta.
—Pase, señora Ellmother —dijo—. Hace demasiado tiempo que falta en esta casa. Pase, por favor.