CAPÍTULO XXVI

Madre Eva

La sirvienta recibió a Emily a su regreso de la biblioteca con una sonrisa pícara.

—Aquí está de nuevo, señorita, esperando para que lo reciba.

Abrió la puerta de la sala y dejó ver a Alban Morris, inquieto como siempre, recorriendo la habitación de un lado a otro.

—Como no la vi en el Museo temí que estuviera enferma —dijo—. ¿Debí irme cuando calmé mi ansiedad? ¿Debo irme ahora?

—Debe tomar asiento, señor Morris, y escuchar lo que tengo que decirle. Supongo que cuando se marchó después de su última visita, me contagié con su ejemplo. Sea como fuere, yo, como usted, sentí ciertas sospechas. He estado intentando confirmarlas… y he fracasado.

Alban quedó inmóvil unos instantes con la mano sobre la silla.

—¿Sospechas sobre mí? —preguntó.

—¡Por supuesto! ¿Adivina a qué me he dedicado en los dos últimos días? No, ni siquiera su sagacidad se lo permite. He estado trabajando de firme, en otra sala de lectura, consultando los números atrasados del mismo periódico que usted examinaba en el Museo Británico. He ahí mi confesión… y ahora tomemos el té.

Emily avanzó hasta el hogar, a fin de hacer sonar la campanilla, y no pudo apreciar el efecto que producían en Alban esas palabras pronunciadas con ligereza. Sólo con una frase manida es posible describirlo. Pareció que lo había fulminado un rayo.

—Sí —continuó Emily—. Leí la crónica de la investigación judicial. Puede que haya muchas otras cosas que ignore, pero ahora sé que el asesinato en Zeeland no puede ser lo que insiste en mantenerme oculto. ¡No se alarme por su secreto! Me siento demasiado desanimada para volver a intentarlo.

Los interrumpió la sirvienta, que acudía al llamado de la campanilla: Alban lograba de nuevo evadir que ella lo descubriera. Emily le dio sus órdenes a la joven con un asomo de la alegría de sus días de escuela:

—El té, tan pronto como sea posible… y sírvenos el pastel que acabo de comprar. ¿Es usted demasiado masculino como para disfrutar de un pastel, señor Morris?

Presa como era de la agitación, Alban se sintió irrazonablemente irritado por esa juguetona pregunta.

—Hay sólo una cosa que me gustaría más que el pastel, y es una explicación clara —dijo.

Su tono dejó perpleja a la joven.

—¿He dicho algo que lo ofenda? —preguntó—. Sin duda no será poco indulgente con la curiosidad de una chica. ¡Oh, tendrá su explicación y, lo que es más, la tendrá sin reservas!

Emily cumplió su palabra. Le contó franca y detalladamente lo que había pensado y planeado después de que Alban se marchara de su lado tras su última visita.

—Si se pregunta cómo descubrí la biblioteca, debo referirlo al abogado de mi tía —continuó—. Vive en la City, y le escribí pidiéndole ayuda. No creo haber perdido el tiempo. Señor Morris, le debemos una disculpa a la señora Rook.

El asombro de Alban al escucharla no pudo sino expresarse en palabras.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó.

El té llegó antes de que Emily lograra contestarle. La joven llenó las tazas y suspiró al contemplar el pastel.

—¡Cómo la disfrutaría Cecilia si estuviera aquí!

Con ese tributo de recuerdos a su amiga le alcanzó una porción a Alban. Este ni siquiera lo advirtió.

—Ambos nos hemos portado sumamente mal con la señora Rook —continuó Emily—. Puedo comprender que usted no se percatara, porque yo tampoco me habría percatado de no ser por el periódico. Mientras leía, tuve la oportunidad de reflexionar sobre lo que habíamos dicho y hecho cuando la conducta de esa pobre mujer nos molestó tanto sin motivo. En ese momento estaba yo demasiado perturbada para pensar, y, además, la noche anterior me había inquietado lo que la señorita Jethro me había dicho.

Alban experimentó un sobresalto.

—¿Qué tiene que ver la señorita Jethro con este asunto? —preguntó.

—Absolutamente nada —respondió Emily—. Me habló de sus problemas personales. Una larga historia, por la que usted no sentiría el menor interés. Déjeme terminar lo que tenía que decirle. Naturalmente, al enterarse de que mi apellido era Brown, la señora Rook recordó el asesinato, y sin dudas debe haberse sentido sobrecogida —como me sentí yo— ante la coincidencia de que la muerte de mi padre se hubiera producido al mismo tiempo que el asesinato de su infortunado tocayo. ¿No es este explicación suficiente de su agitación al ver el medallón? Primero la tomamos por sorpresa, y después sospechamos que había hecho sabe Dios qué, porque la pobre criatura no conservó la serenidad suficiente para recordar en ese preciso instante cuán común es el nombre de James Brown. ¿No está de acuerdo conmigo?

—Veo que su opinión ha variado considerablemente desde que hablamos de este tema en el jardín de la escuela.

—Si estuviera en mi lugar también habría cambiado de opinión. Le escribiré mañana mismo a la señora Rook.

Alban la escuchaba consternado.

—¡Por favor, oiga mi consejo! —le dijo vehemente—. ¡Por favor, no escriba esa carta!

—¿Por qué no?

Era demasiado tarde para retener las palabras que imprudentemente dejara escapar. ¿Qué responderle?

Admitir que no sólo había leído lo que Emily leyera, sino que había copiado cuidadosamente la crónica y había reflexionado sobre ella con toda calma, parecía imposible después de lo que acababa de oír. La paz de espíritu de la joven dependía de su discreción. En esta grave emergencia, el silencio era un acto de piedad, y era también una mentira. Si permanecía en silencio, ¿la piedad compensaría la mentira? Sentía demasiado cariño por Emily para responder esa pregunta de manera imparcial, como un asunto abstracto. En otras palabras, eludía la terrible responsabilidad de decirle la verdad.

—¿Acaso la imprudencia de escribirle a una persona como la señora Rook no resulta tan evidente que no hay nada que explicar? —sugirió cautelosamente.

—No para mí.

Emily respondió con tono bastante obstinado. Alban parecía (a sus ojos) tratar de impedirle que enmendara una injusticia. Además, despreciaba su pastel.

—Me gustaría saber por qué se opone —dijo, al tiempo que tomaba la porción desdeñada y se la comía.

—Me opongo porque la señora Rook es una mujer ordinaria y presuntuosa. Puede usar aviesamente su carta para algún propósito que puede usted llegar a lamentar en algún momento.

—¿Es todo?

—¿No es suficiente?

—Quizás sea suficiente para usted. Cuando he ofendido a una persona y quiero disculparme, no me parece necesario averiguar si sus modales son o no vulgares.

La paciencia de Alban era capaz de resistir todas las pruebas a las que ella pudiera someterla.

—Sólo le ofrezco un consejo con sincera intención de ayudarla —respondió gentil.

—Ejercería una mayor influencia sobre mí, señor Morris, si se mostrara un poco más dispuesto a decirme lo que piensa. Quizás me equivoque, pero no me gusta seguir consejos que se me dan sin más explicaciones.

Era imposible ofenderlo.

—Es natural; no la culpo —dijo.

El rostro de Emily se encendió y su voz subió de tono. La obstinada persistencia de Alban en su propia opinión —tan cortés y consideradamente planteada— comenzaba a poner a prueba su paciencia.

—Para decirlo claramente, debo creer que no puede usted equivocarse en sus juicios sobre otras personas —replicó la joven.

Mientras hablaba, se oyó el sonido de la campanilla de la puerta. Pero Emily estaba demasiado concentrada en impugnar las razones de Alban como para advertirlo. El señor Morris estaba totalmente dispuesto a que las impugnara. Aún irritada, la joven seguía concitando su interés.

—No espero que me crea infalible —dijo—. Quizás recuerde que tengo alguna experiencia. Lamentablemente, soy más viejo que usted.

—Oh, como si la sabiduría llegara con la edad —le recordó ella mordaz—. Su amiga la señorita Redwood, tiene edad suficiente como para ser su madre, y sospechó que la señora Rook era una asesina porque la pobre mujer examinó la puerta y se mostró poco dispuesta a dormir en el cuarto contiguo al de una solterona majadera.

Alban cambió de proceder: dejó pasar esa alusión casual a dudas y temores que no se atrevía a admitir.

—Hablemos de otra cosa —dijo.

Emily lo miró con una sonrisa de triunfo.

—¿Al fin lo he dejado sin argumentos? ¿Es esa su manera de salir del apuro?

Hasta su mansedumbre tenía límites.

—¿Trata de provocarme? —preguntó—. ¿No es usted mejor que otras mujeres? No lo habría creído, Emily.

—¿Emily?

La joven repitió el nombre con un tono de sorpresa que hizo a Alban percatarse de que se había dirigido a ella de manera familiar en un momento muy poco apropiado: el momento en que estaban al borde de una discusión. Sintió con demasiada agudeza el reproche implícito como para poder responderle serenamente.

—Pienso en Emily, amo a Emily, mi única esperanza es que Emily llegue a amarme. Oh, amor mío, ¿no podrá excusárseme que olvide llamarla «señorita» cuando me siento angustiado?

Todo lo que había de tierno y sincero en la naturaleza de la joven le dio en secreto la razón. Habría seguido ese buen impulso si él hubiera tenido la calma suficiente para entender su silencio momentáneo y darle tiempo. Pero el enojo de un hombre gentil y generoso, cuando despierta, se apaga lentamente. Alban abandonó su asiento de manera abrupta.

—¡Mejor me marcho! —dijo.

—Como guste —respondió ella—. Se marche o se quede, señor Morris, le escribiré a la señora Rook.

Al sonido de la campanilla de la puerta lo siguió ahora la aparición de un visitante. El doctor Allday abrió la puerta justo a tiempo para escuchar las últimas palabras de Emily. Su vehemencia pareció causarle gracia.

—¿Quién es la señora Rook? —preguntó.

—Una persona sumamente respetable: el ama de llaves de Sir Jervis Redwood —respondió Emily indignada—. ¡No tiene por qué tenerla a menos, doctor Allday! No siempre ha estado empleada en el servicio doméstico: era la dueña de la posada de Zeeland.

El doctor, que se encontraba a punto de depositar su sombrero sobre una silla, se detuvo. La posada de Zeeland le recordó el recorte de periódico y la visita de la señorita Jethro.

—¿Y por qué se acalora tanto por su causa? —preguntó.

—¡Porque detesto los prejuicios! —al tiempo que hacía esa profesión de sentimientos liberales, apuntaba a Alban, que permanecía de pie, muy quieto, en el extremo más apartado de la habitación—. He ahí al hombre más lleno de prejuicios del mundo. Odia a la señora Rook. ¿Le gustaría que se lo presentara? Usted es un filósofo, quizás pueda hacerle algún bien. Doctor Allday, el señor Alban Morris.

El doctor reconoció al hombre del sombrero de fieltro y la barba objetable cuya apariencia personal lo impresionara desfavorablemente.

Aunque no lo admitan con facilidad, aún quedan algunos ingleses respetables que consideran que un sombrero de fieltro y una barba son símbolos de desafección republicana al altar y el trono. La conducta del doctor Allday quizás habría dejado traslucir esa curiosa variedad del patriotismo, de no ser por las asociaciones que Emily reviviera. Su estado de ánimo lo llevaba a ser explícitamente cortés porque sospechaba implícitamente. Se le había descrito a la señora Rook como la antigua dueña de la posada de Zeeland. ¿La causa de la hostilidad del señor Morris hacia la mujer estaría relacionada con el crimen cometido en su establecimiento y amenazaría, de revelarse, la tranquilidad de Emily? No estaría mal saber un poco más del señor Morris, en la primera ocasión que se presentara.

—Me alegra conocerlo, caballero.

—Muy amable de su parte, doctor Allday.

Terminado el intercambio convencional de cortesías, Alban se aproximó a Emily para despedirse, con una mezcla de arrepentimiento y ansiedad: arrepentimiento por haberle hablado con dureza, ansiedad por marcharse de su lado sin rencores.

—¿Me perdonará por tener una opinión diferente a la suya? —fue todo cuanto se aventuró a decir en presencia de un extraño.

—¡Oh sí! —dijo ella serena.

—¿Volverá a pensarlo antes de tomar una decisión?

—Sin duda, señor Morris. Pero hacerlo no me hará cambiar de opinión.

El doctor, al escuchar ese intercambio, frunció el entrecejo. ¿Sobre qué tema diferían sus criterios? ¿Y qué opinión se negaba Emily a cambiar?

Alban se dio por vencido. Tomó suavemente la mano de la joven.

—¿La veré mañana en el Museo? —preguntó.

Ella no depuso su cortés indiferencia.

—Sí, a menos que suceda algo que me retenga en casa.

Las cejas del doctor seguían expresando su desaprobación. ¿Cuál era el objetivo del encuentro propuesto? ¿Y por qué en un museo?

—Buenas tardes, doctor Allday.

—Buenas tardes, caballero.

Después de la partida de Alban, el doctor permaneció indeciso. Tras arribar súbitamente a una decisión, tomó su sombrero y se volvió hacia Emily dando muestras de prisa.

—Le traigo noticias que la sorprenderán, querida. ¿Quién cree que acaba de marcharse de mi casa? ¡La señora Ellmother! No me interrumpa. Ha resuelto volver al servicio doméstico. Está cansada de llevar una vida de ocio —son sus palabras— y me ha pedido que le de una recomendación.

—¿Y consintió usted?

—¡Consentir! Si le doy una recomendación, me preguntarán por qué se marchó de su última colocación. ¡Bonito dilema! Deberé admitir que abandonó a su ama en su lecho de muerte o decir una mentira. Cuando se lo planteé en esos términos, se marchó de mi casa sin abrir la boca. Si se lo pide a usted, recíbala como yo, o mejor aún, niéguese a recibirla.

—¿Por qué debo negarme a recibirla?

—¡Está claro que por la manera como se comportó con su tía! Pero ya le he dicho cuanto quería decirle y no tengo tiempo para responder preguntas baladíes. Adiós.

En lo que concierne al trato social, hay un aspecto en el que los médicos ponen a prueba la paciencia de sus amigos más íntimos y queridos: casi siempre tienen prisa. La partida precipitada del doctor Allday no contribuyó a calmar los nervios irritados de Emily. Por puro espíritu de contradicción empezó a encontrar excusas para la conducta de la señora Ellmother. El proceder de la anciana sirvienta podía tener alguna justificación: una bienvenida amistosa podría quizás persuadirla a explicarse. «Si se dirige a mí, la recibiré sin falta», resolvió Emily.

Una vez decidido lo anterior, sus pensamientos regresaron a Alban.

Comprendió, al reflexionar a solas, que algunas de las cosas duras que le dijera no se justificaban. Su buen juicio comenzó a reprochárselas. Intentó silenciar a ese molesto censor echándole la culpa a Alban. ¿Por qué se había mostrado tan bueno y paciente? ¿Qué había de malo en que la hubiera llamado «Emily»? Si él le hubiera dicho que lo llamara por su nombre de pila, quizás lo habría hecho. Qué aspecto tan noble tenía cuando se levantó para marcharse, ¡en realidad resultaba atractivo! Las mujeres pueden decir o escribir lo que quieran: su instinto natural las lleva a encontrar un amo en el hombre, especialmente cuando les gusta. Como su buena opinión de sí misma disminuía cada vez más, Emily trató de enrumbar sus pensamientos en otra dirección. Tomó un libro, lo abrió, le echó una ojeada y lo lanzó al otro extremo de la habitación.

Si Alban hubiera regresado en ese momento, decidido a lograr una reconciliación; si hubiera dicho: «Mi amor, quiero que seas de nuevo como siempre has sido. ¿Estarías dispuesta a darme un beso y a olvidar lo ocurrido?». ¿La habría dejado llorando al marcharse? Emily lloraba ahora.