J.B.
Cuando el señor Rook terminó su declaración se procedió a recoger el testimonio de las autoridades policiales.
Estas no habían encontrado el menor rastro de intentos de entrar por la fuerza en el establecimiento durante la noche. Bajo la almohada del hombre asesinado se habían hallado su reloj y su leontina de oro. Al examinar sus ropas, se encontró dinero en su bolsillo y los yugos y botones de oro del cuello de su camisa estaban intactos. Pero faltaba su cartera (que fuera vista por un testigo que aún no había sido interrogado). La búsqueda de tarjetas de visita y cartas había resultado infructuosa. Sólo se hallaron las iniciales «J.B.» en su ropa interior. No había llegado con equipaje a la posada. No se encontró nada que permitiera descubrir su nombre y el motivo que lo llevara a esa región del país.
A continuación, la policía registró la accesoria en busca de evidencias circunstanciales que inculparan al hombre ausente.
Seguramente se había llevado su morral al darse a la fuga, pero (probablemente) había tenido demasiado prisa para buscar su navaja, o quizás demasiado terror para atreverse a tocarla, de haberla advertido. El envoltorio de cuero y sus otros artículos de aseo personal no estaban en la habitación. El señor Rook identificó la navaja manchada de sangre. La noche anterior se había fijado en que tenía grabado el nombre de Lieja, la ciudad belga.
El patio fue el sitio que examinaron a continuación. En el suelo fangoso se encontraron huellas de pasos que llegaban hasta el muro. Pero el camino que quedaba del otro lado había sido arreglado recientemente con lajas de piedra, y allí se perdía el rastro del fugitivo. Se hizo un molde de las pisadas y se emplearon todos los medios restantes para descubrir al asesino. Además, se había establecido comunicación telegráfica con las autoridades londinenses.
Al llamar al médico, este describió una peculiar seña personal que había advertido en el examen post mortem, y que podía conducir a la identificación del hombre asesinado. En lo relativo a la causa de muerte, el testigo dijo que podía enunciarse en pocas palabras. La arteria yugular interna había sido seccionada, tan violentamente, a juzgar por las apariencias, que la herida no podía haber sido infligida, con propósitos suicidas, por la mano del difunto. En el cuerpo no se encontraron otras heridas ni señales de enfermedad. La causa de la muerte había sido una hemorragia; y la única peculiaridad digna de mención había sido descubierta en la boca. Los dos dientes delanteros de la mandíbula superior eran postizos. Estaban hechos tan admirablemente, de modo que remedaran por su forma y su color los dientes verdaderos que se encontraban a sus lados, que el testigo sólo se había percatado de su existencia al tocar accidentalmente con un dedo la parte interna de la encía.
Al retirarse el médico, se interrogó a la posadera. En respuesta a las preguntas que se le formularon, la señora Rook dio importantes informaciones sobre la cartera perdida. Antes de retirarse a descansar, los dos caballeros habían pagado su cuenta, ya que tenían la intención de marcharse de la posada a primera hora de la mañana. El viajero del morral había pagado su parte en efectivo. El otro infortunado caballero había buscado en su bolsillo y sólo había encontrado en él un chelín y seis peniques. Le había preguntado a la señora Rook si podía cambiarle un billete. Ella le había dicho que era posible, siempre que no fuera demasiado grande. A continuación, el caballero había abierto su cartera (que la testigo describió hasta en sus menores detalles) y volcado su contenido sobre la mesa. Tras rebuscar entre muchos billetes emitidos por el Banco de Inglaterra, algunos salidos de un compartimiento de la cartera y otros de otro, había encontrado uno por valor de cinco libras. A continuación había saldado su cuenta y la señora Rook le había entregado el cambio, ya que su esposo se encontraba en otra parte de la habitación, atendiendo a los huéspedes. Entre los billetes que el caballero había volcado sobre la mesa, la posadera pudo ver una carta dentro de su sobre y unas cuantas tarjetas que parecían (a lo que pudo juzgar) tarjetas de visita. Cuando regresó con el cambio, el caballero acababa de devolverlas a su lugar y cerraba la cartera. Lo vio guardársela en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta.
El viajero que lo acompañara a la posada había estado presente todo el tiempo, sentado frente a él en la mesa. Hizo un comentario al ver los billetes. Dijo: «Vuelva a guardar todo ese dinero, ¡no tiente a un hombre pobre como yo!». Lo dijo entre risas, como si se tratara de una broma.
La señora Rook no había visto nada más esa noche; había dormido tan profundamente como de costumbre y había despertado cuando su esposo tocara a la puerta de la accesoria, según las instrucciones recibidas de los caballeros la noche anterior.
Tres de los huéspedes que se encontraban en el salón de la posada corroboraron el testimonio de la señora Rook. Eran personas respetables, muy conocidas en esa zona de Hampshire. Además de ellos, en la casa se alojaban dos desconocidos. Ante el juez, dieron como referencia a sus patrones, eminentes fabricantes de Sheffield y Wolverhampton, cuya buena fe estaba libre de toda sospecha.
El último testigo al que se llamó fue a un comerciante de víveres del pueblo que administraba la oficina de correos.
La noche del día 30, un caballero trigueño, de barba, tocó a su puerta y preguntó por una carta dirigida a «J.B., Oficina de correos, Zeeland». La carta había llegado en el correo de esa mañana, pero como era domingo en la noche, el comerciante le pidió que la recogiera a la mañana siguiente. El desconocido dijo que la carta contenía noticias que le resultaba de gran importancia conocer sin demora. Al oírlo, el comerciante hizo una excepción a las reglas establecidas y le entregó la carta. El desconocido la leyó en el pasillo a la luz de una lámpara. Debió haber sido breve, porque concluyó la lectura de inmediato. Pareció reflexionar unos momentos y después dio media vuelta y se marchó. No había habido nada notable en su aspecto o sus maneras. El testigo hizo un comentario sobre el tiempo y el caballero dijo: «Sí, parece que será una noche desapacible», y después se marchó.
El testimonio del jefe de la oficina de correos resultaba de importancia con respecto a un punto: el motivo que trajera al difunto a Zeeland. La carta dirigida a «J.B.» era, muy probablemente, la que viera la señora Rook con el resto del contenido de la cartera volcado sobre la mesa.
Terminados por el momento los interrogatorios, la investigación se dio por concluida, en espera de la posibilidad de obtener nuevas evidencias cuando el público leyera las informaciones publicadas sobre la indagación.
Consultando un número posterior del periódico, Emily descubrió que el difunto había sido identificado por un testigo londinense.
Al ser interrogado, Henry Forth, de profesión ayuda de cámara, hizo la siguiente declaración:
Tras leer la evidencia médica contenida en la crónica sobre la investigación judicial, lo que lo llevó a creer que podía identificar a la víctima, su actual patrón lo había enviado a colaborar con la indagación. Diez días antes, y dado que entonces se hallaba sin trabajo, había respondido a un anuncio. Se le habían dado instrucciones de que se presentara al día siguiente, a las seis de la tarde, en el Hotel Tracey de Londres, y que preguntara allí por el señor James Brown. Ya en el hotel, habló con el caballero durante unos pocos minutos. El señor Brown estaba acompañado de un amigo. Después de echarle una ojeada a las referencias del ayuda de cámara, dijo: «No dispongo de tiempo para hablar con usted esta tarde. Regrese mañana a las nueve de la mañana». El otro caballero rio y dijo: «¡A esa hora no te habrás levantado!». El señor Brown respondió: «No importa, así podrá ir a mi cuarto y demostrarme en la práctica si conoce sus deberes». A las nueve de la mañana del día siguiente, después de recibir la información de que el señor Brown aún no se había levantado, al testigo se le informó el número de su cuarto. Tocó a la puerta. Una voz soñolienta dijo algo desde adentro que interpretó como un «adelante». Pasó. A su izquierda quedaba el tocador, y la cama (con las cortinas inferiores corridas) estaba a su derecha. Vio sobre el tocador un vaso con un poco de agua y, en ella, dos dientes postizos. El señor Brown se incorporó de un salto en la cama, le lanzó una mirada furiosa, lo insultó por atreverse a entrar a la habitación y le ordenó a gritos que saliera. El testigo, que no estaba acostumbrado a recibir ese trato, se sintió, naturalmente, indignado, y se retiró de inmediato, pero no antes de advertir claramente el hueco que los dientes postizos estaban llamados a llenar. Quizás el señor Brown hubiera olvidado que había dejado sus dientes sobre el tocador. O tal vez él (el ayuda de cámara) entendiera mal lo que le habían respondido al tocar a la puerta. Fuera como fuese, parecía evidente que al caballero le había molestado que un desconocido descubriera la existencia de sus dientes postizos.
Concluida su declaración, el testigo procedió a identificar los restos de la víctima. De inmediato reconoció al caballero llamado James Brown, a quien viera en dos ocasiones —una en la tarde y la segunda por la mañana del siguiente día— en el Hotel Tracey. En respuesta a preguntas subsiguientes, declaró que nada sabía de la familia ni del lugar de residencia de la víctima. Se había quejado al propietario del hotel del trato grosero del que fuera objeto, y le había preguntado al señor Tracey si conocía al señor James Brown. El señor Tracey no lo conocía. Al consultar el libro de entrada del hotel, se halló que había anunciado que se marcharía esa misma tarde.
Antes de regresar a Londres, el testigo mostró referencias que le atribuían una excelente conducta y dejó la dirección del patrón que lo había empleado tres días antes.
La última precaución tomada había sido la de fotografiar el rostro del cadáver antes de cerrar el ataúd. Ese mismo día, el jurado había pronunciado un veredicto unánime: «Asesinato premeditado de víctima desconocida».
Emily encontró la última mención del crimen en las columnas del South Hampshire Gazette de dos días después.
Un familiar de la víctima, tras leer la crónica de la concluida investigación, se había personado (en compañía de un médico), había visto la fotografía y había declarado que la identificación realizada por Henry Forth era correcta.
Entre otros detalles que se conocieron en ese momento, se supo que el difunto señor James Brown había sido sumamente sensible en lo que tocaba a sus dientes postizos, y que el único miembro de su familia que conocía de su existencia era el familiar que se había presentado a reclamar sus restos.
Establecida la reclamación a plena satisfacción de las autoridades, el cadáver se trasladó ese mismo día por ferrocarril. Nada más se aclaró sobre el asesinato. El aviso en el que se ofrecía la recompensa y se hacía la descripción del sospechoso no había resultado de la menor utilidad para las investigaciones policiales.
A partir de esa fecha no aparecía en los periódicos ninguna otra noticia sobre el crimen cometido en la posada Hand-in-Hand.
Emily cerró el volumen que había consultado y le dio las gracias al bibliotecario por su ayuda.
La nueva lectora había despertado la curiosidad de ese anciano caballero. Al notar con cuánta avidez examinaba los números de los viejos periódicos, la había mirado, de vez en cuando, preguntándose si lo que buscaba eran buenas o malas noticias. La joven leía sin pausa, pero nunca satisfizo su curiosidad mediante una señal de la impresión que su lectura le produjera. Cuando se marchó del salón no había nada que llamara la atención en sus maneras; se veía serenamente pensativa, y eso era todo.
El bibliotecario sonrió, divertido por su necedad. Como la apariencia de una desconocida le resultara atractiva, había dado por sentado que su visita a la biblioteca debía estar relacionada con circunstancias románticas. Lejos de llevarlo por un camino erróneo, como suponía, su imaginación habría estado mejor empleada de haber emprendido un vuelo aún más audaz y relacionado a Emily con la fatal sordidez de la tragedia y no con los fulgurantes destellos del romance.
Allí, entre los lectores de todos los días, una hija atenta y afectuosa seguía la terrible historia del asesinato de su padre creyéndola la historia de un desconocido, porque amaba a la persona cuya miope piedad la engañara, y confiaba en ella. Ese hallazgo, cuyo espanto estremeciera los firmes nervios del buen doctor, había obligado a Alban a no confiarle sus sospechas a la mujer a quien amaba, y había apartado a la fiel sirvienta del lecho de su ama moribunda; y ese mismo hallazgo lo había hecho ahora Emily, con un rostro que nunca cambió de color y un corazón que latía acompasadamente. ¿Acaso estaba destinado el engaño que ganara tan cruel victoria sobre la verdad a seguir triunfando en el porvenir? Sí… si la vida en este mundo es un adelanto del infierno. No… si una mentira es una mentira sea cual fuere el motivo que da pie a una piadosa falsedad. No… si todo engaño lleva en sí las semillas de la reparación, que el tiempo convierte en cosecha inexorable.