El señor Rook
El primer día de Emily en la biblioteca de la City fue un día perdido.
Comenzó a leer al azar los números atrasados del periódico, sin una idea precisa de qué buscar. Consciente del error al que la condujera su impaciencia, no se le ocurría cómo remediar el paso en falso que había dado. Tenía dos alternativas: o abandonar la esperanza de descubrir algo o tratar de adivinar los motivos que animaban a Alban sin contar con ninguna pista.
¿Cómo resolver el problema? Esa difícil pregunta la inquietó durante toda la tarde y la mantuvo despierta cuando se fue a la cama. Desesperando de su capacidad para eliminar el obstáculo que se interponía en su camino, decidió continuar su trabajo regular en el Museo, viró la almohada para recostar la cabeza sobre su lado fresco y decidió dormir.
Los animales más inteligentes se dejan vencer por el Sueño. Sólo los humanos, seres superiores, intentan el inútil experimento de vencer al Sueño. Despierta cuando su cabeza reposaba en el lado caliente de la almohada, Emily permaneció igualmente despierta después de apoyarla en el fresco, pensando una y otra vez en la entrevista con Alban que terminara de manera tan extraña.
Poco a poco, sus pensamientos traspasaron los límites que los contuvieran hasta entonces. La conducta de Alban al no revelarle el secreto relacionado con los periódicos comenzó a vincularse con la conducta de Alban al no revelarle el otro secreto relativo a sus sospechas sobre la señora Rook.
Cuando se le ocurrió la relación lógica, se incorporó en la cama.
Al hablarle del desastre que obligara al señor y la señora Rook a cerrar la posada, Cecilia había mencionado una investigación judicial a propósito del cadáver del hombre asesinado. ¿Habrían mencionado los periódicos de entonces dicha investigación? ¿Y habría visto Alban en las informaciones algo relacionado con la señora Rook?
Guiada por ese destello de luz, Emily regresó a la biblioteca a la mañana siguiente con una idea precisa acerca de qué buscar. No pudo dar fechas exactas, pero Cecilia le había informado que el crimen se había cometido «en el otoño». Por tanto, el mes a elegir para comenzar su examen era el de agosto.
No descubrió nada. Probó después con el mes de septiembre y obtuvo el mismo resultado insatisfactorio. El periódico del lunes primero de octubre al fin recompensó sus esfuerzos. A la cabeza de una columna aparecía un resumen telegráfico de todo lo que entonces se sabía sobre el crimen. En el número del miércoles siguiente encontró una crónica detallada sobre el curso de la investigación.
Dejando a un lado los comentarios preliminares, Emily leyó las declaraciones de los testigos con la mayor atención.
Después de que el jurado inspeccionara el cadáver y visitara la accesoria en la que se cometiera el crimen, se llamó como primer testigo al señor Benjamín Rook, dueño de la posada Hand-in-Hand.
Durante la noche del domingo 30 de septiembre de 1877, se presentaron en el establecimiento del señor Rook dos caballeros en circunstancias que llamaron poderosamente su atención.
El más joven de los dos era de pequeña estatura y de tez rubia. Llevaba un morral, como los que usan los caballeros que emprenden una larga caminata; tenía maneras agradables y era decididamente bien parecido. Su compañero, de más edad, más alto y trigueño —y un hombre, en general, más apuesto— se apoyaba en su brazo y parecía exhausto. Eran, en todos los sentidos, singularmente diferentes. El desconocido más joven llevaba el rostro totalmente afeitado (salvo por unas cortas patillas). El mayor tenía barba. Como no conocía sus nombres, a sugerencia del juez, el señor Rook los denominó el caballero rubio y el caballero trigueño.
Llovía cuando llegaron a la posada. El cielo exhibía señales de que la noche sería tormentosa.
Al abordar al posadero, el caballero rubio le manifestó lo siguiente:
Al aproximarse a la aldea lo había alarmado encontrar al caballero trigueño (que le resultaba totalmente desconocido) tirado sobre la hierba a un lado del camino, hasta donde podía juzgar, víctima de un desmayo. Como llevaba una caneca de coñac, pudo reanimar al hombre desvanecido y conducirlo a la posada.
Esa declaración fue confirmada por un jornalero que se dirigía al pueblo en ese momento.
El hombre trigueño intentó explicar lo que le había sucedido. Suponía que había dejado que pasara demasiado tiempo sin ingerir alimentos (después de un desayuno consumido muy temprano por la mañana): sólo a esa causa podía atribuirle su desmayo. No solía desmayarse con frecuencia. No declaró qué motivos (si es que tenía alguno) lo habían llevado a la vecindad de Zeeland. No tenía intenciones de permanecer en la posada, más allá de tomar un refrigerio, y pidió un coche para trasladarse a la estación del ferrocarril.
El caballero rubio, al advertir las señales de mal tiempo, expresó su deseo de pernoctar en el establecimiento del señor Rook, con el propósito de continuar su jira al día siguiente.
Excepto en lo tocante a la cena, que podía prepararse con facilidad, el posadero no tuvo más remedio que expresar su imposibilidad de satisfacer las demandas de ambos huéspedes. Su negocio era pequeño, y ninguno de sus clientes solicitaba el alquiler de un coche, incluso de haber él contado con medios para mantenerlo. En cuanto a camas, las pocas habitaciones de la posada estaban alquiladas, incluida la que ocupaban él y su esposa. En la vecindad se había inaugurado una exposición de implementos agrícolas hacía sólo dos días, y el próximo lunes tendría lugar una competencia entre maquinarias rivales. No sólo estaba atestada la Hand-in-Hand, sino que las capacidades que ofrecía el pueblo cercano habían resultado apenas suficientes para satisfacer la demanda.
Los caballeros intercambiaron una mirada y se mostraron de acuerdo en que no había más remedio que apresurar la cena y caminar hasta la estación del ferrocarril —una distancia de unas cinco o seis millas— a tiempo para tomar el último tren.
Mientras se preparaba la cena, escampó por un rato. El hombre trigueño pidió indicaciones para llegar al correo y se dirigió solo a dicho lugar.
Regresó al cabo de unos diez minutos y se sentó a cenar con su compañero. Ni el posadero ni ninguna de las personas que se encontraban en el comedor advirtieron un cambio en él a su regreso. Era un hombre grave, tranquilo y (a diferencia del otro) no muy conversador.
Con la oscuridad volvió a llover torrencialmente y el cielo se encapotó.
El resplandor de un relámpago sorprendió a los caballeros cuando se dirigían a la ventana para mirar al exterior: comenzaba una tormenta con descargas eléctricas. Era sencillamente imposible que dos personas que no conocían la zona pudieran llegar a la estación, en medio de la tempestad y las tinieblas, a tiempo para alcanzar el tren. Con o sin dinero, tendrían que pernoctar en la posada. Como ya habían cedido su pieza a otros huéspedes, el posadero y su esposa no tenían más lugar para dormir que la cocina. Contigua a ella y separada por una puerta, había una accesoria que se utilizaba como fregadero y leñera. Entre la leña había una vieja camita provista de ruedas, en la que podría descansar uno de los caballeros. Al otro se le prepararía un colchón en el suelo. Después de añadir una mesa y una palangana para propósitos de aseo, la hospitalidad que el señor Rook podía brindarles llegó a su fin. Los viajeros se mostraron de acuerdo en ocupar ese dormitorio improvisado.
Los relámpagos pasaron, pero la lluvia seguía cayendo torrencialmente. Poco después de las once, los huéspedes de la posada se retiraron a sus habitaciones. Hubo cierta discusión entre los dos viajeros a propósito de cuál de ellos debía ocupar la cama, a la que puso fin el caballero rubio a su manera afable. Propuso «echarlo a suertes con una moneda» y perdió. El caballero trigueño se acostó primero; el caballero rubio lo imitó un poco después. El señor Rook le llevó su morral a la accesoria y dispuso sobre la mesa sus utensilios de aseo personal —que estaban en un envoltorio de cuero, y que incluían una navaja—, listos para usar por la mañana.
Como ya había cerrado la puerta de la accesoria que daba paso al patio, el señor Rook cerró la otra, cuyas cerraduras y seguros quedaban del lado de la cocina. Después aseguró la puerta del establecimiento y las persianas de las ventanas más cercanas al piso. Al regresar a la cocina, advirtió que faltaban diez minutos para la medianoche. Poco después, él y su esposa se fueron a la cama.
Durante la noche nada perturbó el descanso del señor y la señora Rook.
A las siete menos cuarto de la mañana siguiente, el señor Rook se levantó, mientras su esposa aún dormía. Había recibido instrucciones de despertar temprano a los caballeros, de modo que tocó a su puerta. Al no recibir respuesta después de tocar en repetidas ocasiones, abrió la puerta y entró a la accesoria.
En ese punto de su declaración, el testigo pareció abrumado por sus recuerdos. «Concédanme un momento, señores», le dijo al jurado. «Me he llevado un susto terrible, y no creo que logre reponerme en todo lo que me queda de vida».
El juez lo ayudó con una pregunta: «¿Qué vio al abrir la puerta?»
El señor Rook respondió: «Vi al hombre trigueño tirado sobre su cama, muerto, con una herida espantosa en la garganta. A su lado vi una navaja abierta, con manchas de sangre».
«¿Se fijó en la puerta que da al patio?»
«Estaba abierta de par en par, señor. Cuando al fin logré mirar a mi alrededor, no vi rastros del otro viajero, esto es, del hombre de tez rubia que llevaba el morral».
«¿Qué hizo después de descubrir esos hechos?»
«Cerré la puerta que da al patio. Después le pasé el seguro a la otra puerta y me guardé la llave en el bolsillo. A continuación desperté a mi criado y lo mandé en busca del alguacil —que vive cerca de nosotros— mientras yo corría a traer al médico, cuya casa se encuentra en el otro extremo del pueblo. El doctor envió a su mozo de cuadra, a caballo, a la estación de policía del pueblo. Cuando regresé a la posada, el alguacil ya se encontraba allí, y él y la policía se ocuparon del asunto.»
«¿Tiene algo más que informarnos?»
«Nada más.»