CAPÍTULO XXIII

La señorita Redwood

—Conseguí la invitación al hogar de Sir Jervis tratando a ese viejo salvaje con la misma falta de ceremonia con la que me había tratado a mí —continuó Alban—. «Esa profesión suya no sirve para nada», dijo, mirando mi boceto. «No es el primer ignorante que hace ese comentario», respondí. Se marchó en su cabalgadura, como si no estuviera acostumbrado a que le hablaran en ese tono, y después lo pensó mejor y regresó. «¿Sabe algo de grabado en madera?», preguntó. «Sí» «¿Y al aguafuerte?» «He hecho grabados al aguafuerte» «¿Es miembro de la Real Academia?» «Soy profesor de dibujo en una escuela para señoritas» «¿Qué escuela?» «La de la señorita Ladd» «Demonios, entonces conoce a la chica que debería haber sido mi secretaria». No estoy muy seguro de que lo tome usted como un cumplido, pero Sir Jervis parecía considerarla una especie de recomendación en lo relativo a mi respetabilidad. De cualquier forma, continuó con sus preguntas. «¿Cuánto tiempo se quedará por esta zona?» «Todavía no lo he decidido» «Mire, quiero consultarle… ¿me escucha?» «No, estoy tomando apuntes». Dejó escapar un grito espantoso. Le pregunté si se sentía mal. «¿Qué si me siento mal? No, me río», dijo. Eran unas carcajadas diabólicas, de una sola sílaba: no «¡ja!, ¡ja!, ¡ja!», sino sólo «¡ja!», y lo hacían parecerse de manera asombrosa al eminente personaje a quien sigo pensando que recuerda. «Es usted un pícaro insolente. ¿Dónde se aloja?», dijo. Se sintió tan encantado al enterarse de mi incomodidad en el cuchitril que hacía las veces de mi dormitorio que de inmediato me ofreció su hospitalidad. «No puedo acompañarlo a un chiquero como ese», dijo. «Debe venir usted a mi casa. ¿Cómo se llama?» «Alban Morris. ¿Y usted?» «Jervis Redwood. Líe sus bártulos cuando termine de trabajar y venga a probar mi cuchitril. Ahí está, en una esquina de su dibujo, y endemoniadamente parecido». Lié mis bártulos y probé su cuchitril. Y ahora basta de Sir Jervis Redwood.

—¡No ha llegado ni a la mitad! —respondió Emily—. Su historia se interrumpe justo en el momento más interesante. Quiero que me lleve al hogar de Sir Jervis.

—Y yo quiero que usted, señorita Emily, me lleve al Museo Británico. ¡No se alarme! Cuando vine hoy un poco más temprano, me dijeron que había ido a la sala de lectura. ¿Acaso es un secreto lo que lee?

Sus maneras, al responderle así, le hicieron pensar a Emily que tenía en mente una idea preconcebida que intentaba corroborar. No obstante, le respondió sin aludir a esa impresión.

—No es un secreto lo que leo. No hago más que consultar periódicos viejos.

Alban repitió para si mismo sus últimas palabras.

—¿Periódicos viejos? —dijo, como si no estuviera totalmente seguro de haberla entendido bien.

Emily trató de ayudarlo con una respuesta más concreta.

—Reviso periódicos viejos publicados a partir de 1876 —continuó.

—¿Y retrocede a partir de esa fecha? —preguntó él ansioso.

—No, todo lo contrario, avanzo desde 1876 hasta la actualidad.

Alban palideció de repente y trató de ocultar su rostro mirando por la ventana. Por un momento, su presencia de ánimo cedió a la agitación. Ese momento fue suficiente para que Emily se percatara de que lo había alarmado.

—¿Qué he dicho para asustarlo así? —preguntó.

El señor Morris trató de asumir un tono galante.

—Hasta su poder sobre mí tiene límites —contestó—. Otras cosas podrá hacerlas, pero nunca asustarme. ¿Examina esos periódicos viejos con algún objetivo específico en mente?

—Sí.

—¿Podría decirme cuál?

—¿Podría decirme qué lo asustó?

Alban volvió a caminar de un lado a otro de la habitación. De pronto se detuvo y apeló a su piedad.

—No sea dura conmigo —suplicó—. Le tengo tanto cariño… ¡oh, perdone! Es sólo que me apena ocultarle algo. Si pudiera abrirle todo mi corazón en este instante, sería más feliz.

Emily lo entendió y lo creyó.

—No volveré a incomodarlo con mi curiosidad —le respondió afectuosamente—. Ni siquiera le recordaré que quería saber cómo le fue en el hogar de Sir Jervis.

Agradecido, Alban aprovechó la oportunidad para contarle algo inofensivo.

—En lo que se refiere a mi experiencia como huésped de Sir Jervis, estoy a sus órdenes —dijo—. Sólo dígame qué le resulta de interés.

Emily contestó con cierta vacilación:

—Me gustaría saber qué sucedió cuando se encontró con la señora Rook.

Para su sorpresa y alivio, Alban satisfizo inmediatamente sus deseos.

—Nos encontramos durante mi primera noche en la casa —dijo—. Sir Jervis me condujo al comedor y allí se hallaba la señorita Redwood, con un gran gato negro sobre el regazo. Es más vieja que su hermano, más alta que su hermano, más delgada que su hermano y tiene unos extraños ojos inanimados y una piel como pergamino, de modo que parecía (si me permite una expresión contradictoria) un cadáver viviente. Cuando Sir Jervis me la presentó, el cadáver volvió a la vida. Los últimos restos de lo que fuera una buena educación salieron a relucir vagamente en su semblante y su sonrisa. De inmediato le contaré otras cosas sobre la señorita Redwood. Pero antes, Sir Jervis me hizo pagarle su hospitalidad con consejos profesionales. Quería que le indicara si los artistas que había empleado para ilustrar su magnífico libro lo habían estafado cobrándole mucho y trabajando mal, de modo que envió a la señora Rook a buscar los grabados a su estudio, que está en los altos. ¿Recuerda que pareció quedar petrificada cuando leyó la inscripción de su medallón? Lo mismo ocurrió cuando nos encontramos cara a cara. La saludé cortésmente: se mostró sorda y ciega a mi urbanidad. Su amo le arrancó de las manos las ilustraciones y le ordenó que se marchara de la habitación. Ella permaneció inmóvil, sin poder quitarnos los ojos de encima. Sir Jervis se volvió a mirar a su hermana y yo seguí su ejemplo. La señorita Redwood observaba al ama de llaves con demasiada atención como para notar nada más; su hermano se vio obligado a dirigirle la palabra. «Llama a Rook con la campanilla», dijo. La señorita Redwood tomó de la mesa una hermosa y antigua campanilla de bronce colocada a su lado y la agitó. Al oír el agudo sonido argentino de la campanilla, la señora Rook se llevó una mano a la cabeza, como si el tañido la hubiera lastimado, se volvió al instante y se marchó. «Sólo mi hermana sabe manejar a Rook», explicó Sir Jervis. «Rook está loca». La señorita Redwood no era de la misma opinión. «¡No!», dijo. Una sola palabra, pero que era una réplica más contundente que la que podían contener diez volúmenes. Sir Jervis me lanzo una mirada de soslayo, con la que quería decirme, quizás, que pensaba que su hermana también estaba loca. En ese momento llegó la comida y mi atención se vio desviada por el esposo de la señora Rook.

—¿Cómo era? —preguntó Emily.

—En realidad no puedo decírselo; era una de esas personas esencialmente ordinarias a las que nunca se les dedica una segunda mirada. Vestía con desaliño, era calvo y sus manos temblaban al servirnos: eso es todo cuanto recuerdo. Sir Jervis y yo le hicimos los honores a un banquete consistente en pescado salado, cordero y cerveza. La señorita Redwood tomó un caldo frío, acompañado por un vaso de ron servido por el señor Rook. «El estómago de ella ya no funciona», me informó su hermano. «Vomita las cosas calientes a los diez minutos de haberlas tragado; vive a base de esa mezcla brutal, ¡y la llama ponche de caldo!». La señorita Redwood tomaba a sorbitos su elixir de la vida y de vez en cuando me lanzaba una mirada de interés que me resultaba incomprensible. Terminada la comida, hizo sonar su vetusta campanilla. El anciano y desastrado sirviente respondió a su llamada. «¿Dónde está su esposa?», preguntó la anciana. «Se siente mal, señorita». Tomó el brazo del señor Rook para marcharse, y al pasar a mi lado se detuvo. «Caballero, le ruego que vaya a mi habitación mañana a las dos», dijo. Sir Jervis volvió a explicarme: «Por la mañana ella es un desastre» (llamaba invariablemente «ella» a su hermana) «y alrededor del mediodía mejora. La muerte se ha olvidado de ella, esa es la verdad». Encendió su pipa y se dedicó a examinar los jeroglíficos encontrados en las ciudades en ruinas de Yucatán. Yo encendí mi pipa y me apliqué a leer el único libro que encontré en el comedor: un horrible recuento de naufragios y desastres marinos. Cuando la habitación se llenó de humo de tabaco nos dormimos sentados, y al despertarnos nos levantamos y nos fuimos a la cama. Ese es el fiel relato de mi primera noche en Redwood Hall.

Emily le rogó que continuara.

—Ha hecho que despierte mi interés por la señorita Redwood —dijo—. Acudió usted a la cita, por supuesto.

—Acudí a la cita, aunque no del mejor humor. Alentado por mi favorable evaluación de las ilustraciones que había sometido a mi juicio, Sir Jervis se propuso emplearme en una nueva función. «Como no tiene nada especial que hacer», dijo, «¿por qué no limpia mis cuadros?». Mi única respuesta fue una de mis miradas furibundas. Mi entrevista con su hermana puso a prueba de otra manera el control que soy capaz de ejercer sobre mí mismo. La señorita Redwood me anunció su propósito en el mismo instante en que puse un pie en su habitación. Sin más preliminares, hablando lenta y enfáticamente, con voz espléndidamente fuerte para una mujer de su edad, me dijo: «Tengo un favor que pedirle, caballero. Quiero que me cuente qué ha hecho la señora Rook». Me sentí tan sorprendido que me quedé mirándola como un tonto. Ella continuó: «No hacía aún una semana de que la señora Rook entrara a nuestro servicio cuando comencé a sospechar, caballero, que llevaba sobre su conciencia alguna culpa». ¿Imagina mi asombro al enterarme de que la opinión de la señorita Redwood sobre la señora Rook coincidía con la mía? Al ver que seguía sin pronunciar palabra, la anciana entró en detalles: «Decidimos, caballero» (insistía en llamarme «caballero», con la cortesía formal de la vieja escuela), «decidimos, caballero, que la señora Rook y su esposo ocuparan el cuarto contiguo al mío, para que yo pudiera tenerla cerca en caso de que me sintiera mal durante la noche. La señora Rook examinó la puerta que separaba, las dos habitaciones… ¡sospechoso! Preguntó si había alguna objeción a que se mudara a otra habitación… ¡sospechoso! ¡Sospechoso! Por favor, tome asiento, caballero, y dígame de qué es culpable la señora Rook, ¿de robo o de asesinato?»

—¡Qué anciana tan horrible! —exclamó Emily—. ¿Qué le respondió?

—Le dije, ateniéndome a la más estricta verdad, que desconocía los secretos de la señora Rook. El humor de la señorita Redwood adoptó un sesgo satírico. «Permítame preguntarle, caballero, si tenía los ojos cerrados cuando nuestra ama de llaves se topó inesperadamente con usted». Le repetí a la anciana la opinión de su hermano. «Sir Jervis cree que la señora Rook está loca», le recordé. «¿Se niega depositar su confianza en mí, caballero?» «No tengo ninguna información que brindarle, señora». Hizo un gesto con su mano huesuda en dirección a la puerta. Yo hice una inclinación e inicié la retirada. Me llamó. «En épocas pasadas, caballero, las ancianas solían ser profetisas», dijo. «Me aventuraré a hacer una profecía. Gracias a usted, perderemos los servicios del señor y la señora Rook. Si tiene la bondad de permanecer con nosotros uno o dos días más, se enterará de que nos han presentado su dimisión. Y será a causa de ella, créame; él es un cero a la izquierda. Buenos días». ¿Me creerá si le cuento que su profecía se cumplió?

—¿Quiere decir que realmente se marcharon?

—Se habrían marchado si Sir Jervis no hubiera insistido en el mes de aviso acostumbrado. Hizo cumplir su decisión encerrando bajo llave en la despensa al viejo esposo. Las sospechas de su hermana nunca cruzaron por su mente; la conducta del ama de llaves (dijo) probaba simplemente que era, como siempre la había considerado, una loca. «Una sirvienta de primera, a pesar de ese defecto», comentó. «Y ya verá que logro que recupere la cordura». Mi impresión, naturalmente, era muy distinta. Cuando aún no sabía qué trampa tenderle a la señora Rook para confirmar mis sospechas, ella me ahorraba ese trabajo. Había interpretado mi aparición en la casa a partir de lo que le dictaba su culpa, ¡y yo la había hecho emprender la fuga!

Emily se mantuvo fiel a su promesa de no volver a incomodar a Alban con su curiosidad. Pero la pregunta no formulada rondaba sus pensamientos: «¿Qué es lo que sospecha sobre la señora Rook? ¿Pensaba en mi padre cuando concibió esas sospechas?». Alban prosiguió.

—Lo único que me quedaba por decidir era si podía descubrir algo más de continuar aceptando la hospitalidad de Sir Jervis. El objetivo de mi viaje se había cumplido y no tenía deseos de que me emplearan para limpiar cuadros. La señorita Redwood me ayudó a tomar una decisión. Volvió a enviarme a buscar. El cumplimiento de su profecía la había animado. Me preguntó, con irónica humildad, si me proponía honrarlos permaneciendo en su hogar después de las dificultades que había provocado. Le respondí que me proponía partir en el primer tren a la mañana siguiente. «¿Le resultaría inconveniente trasladarse a algún lugar muy distante de esta parte del mundo?», preguntó. Yo tenía motivos personales para marcharme a Londres, y así se lo hice saber. «¿Haría usted el favor de mencionárselo a mi hermano esta noche, un momento antes de sentarnos a comer?» continuó. «¿Y le diría claramente que no tiene intenciones de regresar al norte? Como de costumbre, me apoyaré en el brazo de la señora Rook para bajar las escaleras y haré todo lo posible para que oiga sus palabras. Aunque no me aventuraré a hacer otra profecía, le diré, sin embargo, que tengo una idea de lo que sucederá; y me gustaría que comprobara, caballero, si ocurre lo que imagino». ¿Tengo que decirle que la extraña anciana demostró estar en lo cierto una vez más? El señor Rook fue liberado; la señora Rook se excusó humildemente y culpó de todo al carácter de su esposo; y Sir Jervis me hizo notar que su método había resultado eficaz para devolverle la cordura al ama de llaves. Esos fueron los resultados que produjo el anuncio de mi partida hacia Londres, hecho a propósito cuando la señora Rook lo pudiera oír. ¿Está de acuerdo conmigo en que mi viaje a Northumberland no fue en vano?

De nuevo, Emily tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse.

Alban había dicho que tenía «motivos personales para marchar a Londres». ¿Se atrevería a preguntarle cuáles eran esos motivos? Su única alternativa era seguir conteniendo su curiosidad y considerar que él le habría mencionado esas motivaciones si hubieran estado (como supusiera en otros tiempos) vinculadas con ella. Fue una sabia decisión. Nada en el mundo habría inducido a Alban a contestarle de haberle hecho ella la pregunta.

Todas sus dudas acerca de lo acertado de su primera impresión se habían disipado; estaba convencido de que la señora Rook había sido cómplice del crimen cometido en 1877 en la posada del pueblo. Su objetivo al viajar a Londres era consultar la crónica del asesinato publicada en los periódicos. Él también había sido uno de los lectores del Museo, había examinado los números atrasados de los periódicos y había llegado a la conclusión de que la víctima del crimen había sido el padre de Emily. A menos que encontrara algún medio para evitarlo, las lecturas de la joven la llevarían del año de 1876 al 1877, y en los periódicos de esa fecha encontraría la fatal crónica encabezando una columna, impresa en un tamaño de letra muy llamativo.

Mientras tanto, Emily había roto el silencio, antes de que pudiera hacerse embarazoso, preguntándole a Alban si había vuelto a ver a la señora Rook la mañana en que partiera del hogar de Sir Jervis.

—No tenía nada que ganar con volver a verla —contestó Alban—. Ahora que ella y su esposo habían decidido permanecer en Redwood Hall, sabía dónde encontrarla en caso de necesidad. La mañana de mi partida no vi a nadie, salvo al propio Sir Jervis. Aún se aferraba a la idea de hacer limpiar sus cuadros gratis. «Si no puede hacerlo usted, ¿no podría enseñarle a mi secretaria?», dijo. Me describió a la dama que había contratado en lugar de usted como a una «malhumorada mujer de mediana edad con un catarro permanente». A la vez (comentó), le resultaba simpática «porque la había conseguido barata». Decliné enseñarle a la infortunada secretaria el arte de limpiar cuadros. Al verme tan decidido, Sir Jervis se sintió más que dispuesto a decirme adiós. Pero hizo uso de mis servicios hasta el último momento. Me utilizó como cartero, con lo que se ahorró un sello. La carta dirigida a usted llegó a la hora del desayuno. Sir Jervis me dijo: «Ya que se marcha a Londres, ¿por qué no se la lleva?»

—¿Le informó que había una carta de él en el mismo sobre?

—No. Cuando me dio el sobre, ya estaba cerrado.

Emily le pasó de inmediato la carta de Sir Jervis.

—Eso le explicará para quién trabajo en el Museo y en qué consiste mi labor —dijo.

Alban la leyó y se ofreció inmediatamente —se ofreció insistentemente— para ayudarla.

—En los últimos años he visitado ocasionalmente la sala de lectura —dijo—. Permítame ayudarla y así tendré una ocupación durante mis vacaciones —estaba tan ansioso por servirla que la interrumpió antes de que lograra darle las gracias—. Tomemos años alternos —sugirió—. ¿No me dijo que examinaba los periódicos publicados en 1876?

—Sí.

—Muy bien. Yo revisaré el año siguiente. Usted el próximo. Y así seguiremos.

—Es usted muy amable, pero me gustaría proponerle una mejora a su plan —respondió ella.

—¿Qué mejora? —preguntó él con cierta brusquedad.

—Si me deja los cinco años que van de 1876 a 1881 y se encarga de los cinco años anteriores, contando hacia atrás a partir de 1876, su ayuda me resultará más provechosa. Sir Jervis quiere que busque informaciones sobre viajes de exploración a la América Central en los periódicos de los últimos cuarenta años, y yo me he tomado la libertad de restringir la pesada tarea que eso me impone. Cuando le informe a mi patrón sobre mis progresos, me gustaría decirle que he examinado diez años en vez de cinco. ¿Tiene alguna objeción al plan que le propongo?

Alban demostró ser obstinado, incomprensiblemente obstinado.

—Atengámonos inicialmente a mi plan —insistió—. Mientras usted busca en 1876, yo trabajaré con 1877. Si después de eso aún prefiere su propuesta, seguiré con placer su sugerencia. ¿Estamos de acuerdo?

La agudeza de Emily —aguijoneada por el tono y las palabras de Alban— detectó que había algo oculto bajo la superficie.

—No estaremos de acuerdo hasta que no lo entienda un poco mejor —contestó serena—. Imagino que tiene algún motivo ulterior en mente.

Hablaba con el aspecto y las maneras francas que le eran característicos. Alban quedó evidentemente desconcertado.

—¿Qué le hace sospechar? —preguntó.

—Mi propia experiencia —respondió ella—. Si yo tuviera algún motivo ulterior, insistiría en salirme con la mía… como usted.

—¿Significa eso, señorita Emily, que se niega a ceder?

—No, señor Morris. Me he mostrado desagradable, pero sé cuándo detenerme. Confío en usted… y cedo.

Si Alban hubiera sentido menos interés en el logro de su piadoso objetivo, quizás habría experimentado cierta desconfianza ante la súbita mansedumbre de Emily. Pero su preocupación por evitar que descubriera la crónica del asesinato lo hizo incurrir en una imprudencia. Le dio una excusa para marcharse inmediatamente, por temor a que cambiara de idea.

—He prolongado mi visita de manera imperdonable —dijo—. Si abuso así de su amabilidad, ¿cómo puedo esperar que me reciba otra vez? Nos veremos mañana en la sala de lectura.

Se marchó a toda prisa, como temeroso de que ella pronunciara una palabra de respuesta.

Emily reflexionó.

«¿Hay algo que no quiere que vea en las noticias del año 1877?». La única explicación que se le ocurría era esa, y el único método de satisfacer su curiosidad que parecía tener posibilidades de éxito era buscar en el volumen que Alban se había reservado.

Durante dos días acometieron juntos la tarea, sentados uno frente al otro. Al tercer día, Emily no acudió.

¿Estaría enferma?

Estaba en la biblioteca de la City, consultando la colección de The Times de 1877.