CAPÍTULO XXI

Polly y Sally

Disfrutar de una inextinguible variedad de diversiones; conocer nuevos lugares; hacer amigos; y todo sin una preocupación que la inquietara ni en el extranjero ni en casa; ¡qué desalentador contraste existía entre la vida feliz de Cecilia y la vida de su amiga! ¿Quién que se encontrara en la situación de Emily habría podido leer esa carta escrita alborozadamente en Suiza, sin perder el ánimo y la fe, al menos por un instante?

En esos casos, la más preciada de todas las cualidades morales es un temperamento optimista, porque es la única fuerza —cuando la virtuosa resolución demuestra ser insuficiente— que instintivamente nos ayuda a enfrentar el subrepticio avance de la desesperación. «Sólo lloraré si me quedo en casa; es mejor que salga», pensó Emily.

Las personas observadoras que acostumbran a frecuentar los parques de Londres seguramente han advertido a un número de individuos solitarios, melancólicamente empeñados en proporcionar variedad a sus vidas dando un paseo. Se detienen junto a los arriates de flores; permanecen sentados durante varias horas en los bancos; contemplan con paciente curiosidad a quienes andan acompañados; observan con humilde interés a las damas que cabalgan y a los niños que juegan; si son hombres, algunos encuentran compañía en una pipa, aunque no parecen disfrutarla; si son mujeres, algunas sustituyen la comida por unos secos bizcochitos envueltos en arrugados trozos de papel; no son sociables; casi nunca se les ve trabar relación entre sí; quizás son tímidos, u orgullosos, o huraños; quizás dudan de los demás, acostumbrados como están a dudar de sí mismos; quizás tienen motivos para no aventurarse nunca a salir al encuentro de la curiosidad, o vicios que temen que otros detecten, o virtudes que les hacen sufrir sus dificultades con una resignación que no precisa de más consuelo. Lo único cierto es que esos infortunados se resisten a delatarse. Sabemos que son extraños en Londres, y nada más.

Y Emily era una de ellos.

Entre los taciturnos paseantes que deambulaban por los Parques había aparecido en los últimos tiempos una figurita muy compuesta, vestida de negro (con el rostro oculto de las miradas por un velo de crespón) que comenzaba a resultarles familiar, día tras día, a ayas y a niños, y a despertar la curiosidad de los inofensivos solitarios que meditaban en los bancos y de los vagabundos sin derrotero que recorrían las áreas de césped. La sirvienta que el solícito doctor le facilitara era la única persona que quedaba al cuidado de la casa en ausencia de Emily. No había ningún otro ser humano que pudiera acompañar a la joven desprovista de amigos. La señora Ellmother no había vuelto a aparecer después de los funerales. La señora Mosey no olvidaba que se le había pedido (no importa cuán cortésmente) que se marchara. ¿A quién podía Emily decirle: «Vamos a dar un paseo»? Le había comunicado la noticia de la muerte de su tía a la señorita Ladd, en Brighton, y había tenido noticias de Francine. La generosa directora le había escrito con la más sincera bondad. «Fija la fecha, mi querida hija, y ven a visitarme a Brighton; cuanto antes mejor». Emily se mostraba reacia, no a aceptar la invitación, sino a encontrarse con Francine. La insensible heredera caribeña parecía más insensible que nunca cuando empuñaba la pluma. En su carta le anunciaba que «le iba fatal con los estudios (que odiaba); los profesores elegidos para instruirla le parecían feos y desagradables (y detestaba hasta verlos); la señorita Ladd comenzaba a resultarle antipática (y el tiempo no hacía más que confirmar esa desfavorable impresión); Brighton era siempre el mismo; el mar era siempre el mismo; los paseos eran siempre los mismos. Francine tenía el presentimiento de que haría algo desesperado a menos de que Emily se le reuniera e hiciera a Brighton soportable a espaldas de la horrible directora». La soledad de Londres era un privilegio y un placer comparada con la alternativa de una compañía como esa.

Emily le escribió a la señorita Ladd para expresarle su gratitud y pedirle que la excusara.

Desde entonces, había tenido otros días tristes, pero el que trajo la carta de Cecilia puso unas junto a las otras, de manera tan vívida y cruel, las alegrías del pasado y las penas del presente, que a Emily la abandonó el valor. Había contenido las lágrimas en su hogar solitario; había salido a buscar consuelo y aliento bajo el cielo soleado, a encontrar alivio para su corazón dolorido en la radiante belleza veraniega de las flores y la hierba, en el dulce soplo del aire, en el alegre vuelo de los pájaros. ¡No! La Madre Naturaleza es una madrastra para quienes sufren. Pronto, demasiado pronto, casi dejó de saber adónde la llevaban sus pasos. Una y otra vez se enjugaba resueltamente las lágrimas al amparo de su velo, cuando los desconocidos que pasaban a su lado se percataban de su presencia; y una y otra vez, las lágrimas regresaban a sus ojos. Oh, si las jóvenes de la escuela la hubieran visto ahora —las jóvenes que solían decir en sus momentos de tristeza: «Vayamos junto a Emily, para que nos alegre»—, ¿la habrían reconocido? Se sentó a descansar y recobrarse en el banco más cercano. Estaba desocupado. No se escuchaban los pasos de ningún caminante en el retirado sendero al que la llevaran sus pies. ¡Soledad en su hogar! ¡Soledad en el Parque! ¿Dónde estaría Cecilia en ese momento? En Italia, entre los lagos y las montañas, feliz en compañía de su risueña amiga.

Terminó el lapso de soledad: alguien se acercaba. Dos hermanas, jóvenes como ella, se detuvieron a descansar en el banco.

Estaban absortas en sus asuntos; casi no le prestaron atención a la desconocida que vestía de luto. La hermana menor se iba a casar y la mayor sería su madrina. Hablaban de sus trajes y sus regalos; comparaban al intrépido novio de la una con el tímido enamorado de la otra; reían de sus pequeñas salidas ingeniosas, de sus venturosos sueños de futuro, de sus opiniones sobre los invitados a la boda. Demasiado inquietas para seguir inactivas, a causa de su alborozo, se levantaron del banco de un salto. Una de ellas dijo:

—¡Polly, soy demasiado feliz! —y se alejó con paso danzarín.

La otra exclamó:

—¡Sally, qué vergüenza! —y se rio como si hubiera hecho el mejor chiste de todos los tiempos.

Emily se levantó y se encaminó a su hogar.

Por algún misterioso motivo cuyo origen era incapaz de detectar, el júbilo bullicioso de las dos jóvenes había despertado en ella un sentimiento de rebeldía contra la vida que llevaba. Un cambio, un cambio rápido, emprender una ocupación que la obligara a hacer un esfuerzo constituía la única posibilidad que le era dable ver de que llegaran días más felices. Ese sentimiento inevitablemente le hizo recordar a Sir Jervis Redwood. He aquí que había un hombre, a quien nunca había visto en persona, transformado por la incomprensible intervención de la Fortuna en el amigo que necesitaba, el amigo que le indicaba el camino hacia un nuevo mundo de actividad, el mundo laborioso de los lectores de la biblioteca del Museo.

A inicios de la siguiente semana Emily ya había aceptado la propuesta de Sir Jervis, y había logrado despertar tanto el interés del editor, a quien se le indicó que acudiera, que éste había decidió modificar las arbitrarias instrucciones de su patrón.

—El anciano no tiene piedad ni consigo mismo ni con los demás en lo que concierne a sus labores literarias —explicó—. No debe agotarse, señorita Emily. No sólo es absurdo, sino también cruel, pedirle que registre viejos periódicos en busca de descubrimientos realizados en Yucatán desde la época en que Stephens publicara sus «Viajes por la América Central», ¡hace casi cuarenta años! Comience con los números publicados en los años más recientes —digamos que unos cinco años a partir de la fecha actual— y ya veremos lo que encuentra en sus búsquedas en ese período de tiempo.

Siguiendo ese amistoso consejo, Emily comenzó con el volumen de los periódicos fechados a partir del día de año nuevo de 1876.

La primera hora de su búsqueda fortaleció la sincera gratitud con que recordaba la amabilidad del editor. Mantener la atención concentrada en el tema que deseaba su patrón y resistir la tentación de leer las noticias misceláneas que interesan especialmente a las mujeres, sometieron a una prueba inmisericorde su paciencia y su resolución. Afortunadamente, las personas sentadas a su lado no perdían el tiempo. Verlas tan absortas en su trabajo que ni siquiera levantaron la vista para mirarla cuando ocupó la silla vacía en medio de ellas, fue el ejemplo perfecto que necesitaba. Con el paso de las horas, continuó su arduo recorrido por las columnas impresas, resignada al menos a su tarea (aunque no totalmente reconciliada aún con ella). Su trabajo terminó ese día con el aliciente que le brindaba la certidumbre de haber realizado concienzudamente una búsqueda infructuosa hasta el momento. A su llegada al hogar, la esperaban noticias que levantaron su ánimo deprimido.

Al marcharse esa mañana había dado ciertas instrucciones relativas al discreto desconocido que se hiciera cargo de su correspondencia, en caso de que fuera a visitarla una segunda vez cuando ella se encontraba en el Museo. Las primeras palabras que le dirigió la sirvienta al abrirle la puerta fueron para informarle que el caballero incógnito había regresado. Esta vez había dejado resueltamente su tarjeta. En ella aparecía el nombre que Emily ansiaba ver: Alban Morris.