CAPÍTULO XX

El reverendo Miles Mirabel

He partido de Engadina para una breve excursión, queridísima amiga. Dos encantadores compañeros de viaje se hacen cargo de mi persona, y quizás lleguemos hasta el lago de Como.

Mi hermana (cuya salud ya ha mejorado mucho) permanece en St. Moritz con la vieja institutriz. En cuanto sepa cuál será nuestro itinerario exacto, le escribiré a Julia para que me envíe cualquier carta que llegue durante mi ausencia. Mi vida en este paraíso terrenal sólo será totalmente feliz cuando tenga noticias de mi adorada Emily.

Mientras tanto, te cuento que pasamos la noche en un sitio interesante cuyo nombre inexplicablemente he olvidado; y aquí estoy en mi habitación, escribiéndote al fin, muriendo de ganas de saber si Sir Jervis ya se arrojó a tus pies y te propuso convertirte en Lady Redwood, además de darte una dote espléndida.

Pero querrás saber quiénes son mis nuevos amigos. Querida, uno de ellos es, después de ti, la criatura más deliciosa del mundo. La sociedad la conoce por el apelativo de Lady Janeaway. Yo la quiero ya por su nombre de pila: es mi amiga Doris. Y ella corresponde a mis sentimientos.

Comprenderás a continuación que fueron nuestras afinidades las que nos hicieron entablar relación.

Creo que si hay algo de lo que pueda sentirme orgullosa es de mi admirable apetito. Y si mi pecho alberga una pasión, su nombre es Repostería. En cuanto a ese punto Lady Doris siente lo mismo que yo. Nos sentamos una junto a la otra en la table d’hote.

¡Santo cielo, olvidé a su esposo! Hace más de un mes que se casaron. ¿Ya te he dicho que Lady Doris es sólo dos años mayor que yo?

¡Lo he vuelto a olvidar! Se trata de Lord Janeaway. Es un hombre muy tranquilo y modesto, y muy fácil de entretener. Lleva consigo a todas partes un pequeño y sucio recipiente de lata con agujeros en la tapa para que le entre el aire. Se la pasa sacudiendo suavemente los arbustos y las zarzas, y hurgando bajo las rocas y detrás de viejas casas de madera. Cuando atrapa algún insecto horroroso que la hace a una estremecerse, se sonroja de placer, nos mira a su esposa y a mí y dice con su simpatiquísimo ceceo: «Esto es lo que llamo un día encantador. Contemplar la manera en que la obedece, es, entre tú y yo, sentir orgullo de ser mujer».

¿Por dónde andaba? Por la table d’hote.

Nunca, Emily —lo digo con toda la solemnidad que reclama la verdad— nunca he consumido una comida más infame, abominable, enloquecedoramente mala que la que nos sirvieron el primer día en el hotel. Apelo a ti para que digas si no soy paciente; te pido que recuerdes todas las ocasiones en que he exhibido un extraordinario control sobre mí misma. Querida, me contuve hasta que trajeron la fuente de los pasteles. Les di un bocado y cometí la más espantosa ofensa contra las buenas maneras en la mesa que puedas imaginar. Mi pañuelo, mi pobre e inocente pañuelo, recibió la horrible… por favor, imagina el resto. Me erizo al recordarlo. Nuestros vecinos de mesa me vieron. Esos ordinarios se echaron a reír. La joven y dulce recién casada, sinceramente apenada por mí, dijo: «¿Quisiera usted estrechar mi mano? Anteayer hice exactamente lo mismo que acaba de hacer usted». Ese fue el inicio de mi amistad con Lady Doris Janeaway.

Somos dos mujeres decididas —en realidad ella es decidida y yo la sigo— y hemos reclamado nuestro derecho a comer como queremos en una entrevista con el jefe de los cocineros.

Ese interesante personaje es un ex zuavo del ejército francés. En vez de disculparse, nos confesó que los paladares bárbaros de los visitantes ingleses y norteamericanos lo habían descorazonado de tal forma que había perdido todo orgullo y todo placer en el ejercicio de su arte. Como ejemplo de lo que quería decir, nos mencionó su experiencia con dos jóvenes ingleses que no sabían hablar ningún idioma extranjero. Los camareros le informaron que habían puesto reparos al desayuno, en especial a los huevos. A partir de ese momento (te traduzco las palabras exactas del francés) se extenuó preparando los huevos de maneras exquisitas. Huevos a la tripe, au gratin, a l’Aurore, a la Dauphine, a la Poulette, a la Tartare, a la Venitienne, a la Bordelaise, etc., etc., etc. Aun así, los dos jóvenes no se declaraban satisfechos. Furioso, con la dignidad herida, humillado en su honor de maestro, el ex zuavo exigió una explicación. ¿Qué cosa, en nombre del cielo, querían para desayunar? Querían huevos cocidos y un pescado al que llamaban Bloaterre. Nos dijo que le resultaba imposible expresar en presencia de unas damas el desprecio que sentía por la idea que tenían los ingleses de lo que es un desayuno. Ya sabes lo que hace un gato en presencia de un perro, así que comprenderás la alusión. ¡Oh, Emily, de qué comidas hemos disfrutado en nuestras habitaciones desde que hablamos con ese noble cocinero!

¿Tengo alguna otra noticia para ti? ¿Te interesan, querida, los clérigos jóvenes y elocuentes?

La primera vez que acudimos a la mesa común notamos que las damas exhibían un aspecto de notable depresión. ¿Acaso un amante de las aventuras había tratado de escalar una montaña y fracasado en el intento? ¿O sería que habían llegado noticias políticas desastrosas de Inglaterra, como una derrota de los conservadores, por ejemplo? ¿Se habría producido una revolución de la moda en París y todos nuestros vestidos de salir ya no tenían el menor valor? Le pedí información a la única dama presente que brillaba en el grupo por su rostro animado: mi amiga Doris, por supuesto. «¿Qué día fue ayer?», preguntó.

«Domingo», respondí.

«El más triste de todos los domingos tristes del año», continuó. «El señor Miles Mirabel predicó su sermón de despedida en nuestra capilla provisional de los altos.»

«¿Y aún no os habéis recuperado?»

«Todas tenemos el corazón destrozado, señorita Wyvil.»

El asunto, naturalmente, despertó mi interés. Le pregunté qué tipo de sermones predicaba el señor Mirabel. Lady Janeaway dijo: «Venga a nuestras habitaciones después de la comida. Es un tema demasiado penoso para discutirlo en público».

Comenzó por presentarme al reverendo, es decir, me mostró sus retratos. Eran dos. En uno, sólo aparecía su rostro. En el otro se exhibía de cuerpo entero, ataviado con su sobrepelliz. Todas las damas de la congregación habían recibido las dos fotografías como regalo de despedida. «Mis retratos son los únicos especímenes que permanecen intactos», comentó Lady Doris. «Los demás han sido irreparablemente arruinados por las lágrimas.»

Querrás ahora una descripción de ese hombre fascinante. Lo que no me decían las fotografías, mi amiga tuvo la amabilidad de añadirlo a partir de los recursos que le brindaba su propia observación. He aquí el resultado, hasta donde alcanza mi destreza.

Es joven, aún no ha cumplido los treinta. Su tez es rubia, sus rasgos delicados, sus ojos azul claro. Tiene unas manos hermosas y lleva en ellas unos anillos aún más hermosos. ¡Y qué voz, y qué maneras! Me dirás que hay muchos párrocos mimados que responden a la misma descripción. Espera un poco: he reservado para el final su singularidad fundamental. Su hermoso cabello rubio flota profuso sobre sus hombros; y su lustrosa barba se prolonga, con longitud apostólica, hasta los botones inferiores de su chaleco.

¿Qué piensas ahora del reverendo Miles Mirabel?

La vida y las aventuras de nuestro encantador clérigo son un elocuente testimonio de la santa paciencia de su carácter, sometido a pruebas que habrían anonadado a un hombre común. (Ten en cuenta, por favor, que en lo referente a este punto Lady Doris cita palabras de sus admiradoras, y que yo escribo lo que me informa Lady Doris.)

Fue amanuense en el bufete de un abogado: injustamente despedido. Interpretó a Shakespeare: vilmente ignorado. Fue secretario de una compañía de conciertos públicos: engañado por un gerente en bancarrota. Participó en negociaciones para construir ferrocarriles en el extranjero: repudiado por un gobierno carente de principios. Fue traductor en una editorial: declarado incapaz por periódicos y revistas envidiosos. Buscó refugio en la crítica teatral: cesanteado por un editor corrupto. Después de este largo camino de purificación conducente a una carrera eclesiástica, llegó al fin a la única esfera digna de él: se puso al servicio de la Iglesia, al amparo de amigos influyentes. ¡Oh, feliz transformación! A partir de ese momento su labor se ha visto premiada por todas las bendiciones. Ya en dos ocasiones le han regalado teteras de plata llenas de soberanos. Dondequiera que va, lo rodean exquisitas simpatías, y el afecto doméstico le reserva un puesto en las mesas de innumerables familias. Tras haberse desempeñado en el continente, donde deja recuerdos imborrables, vuelve ahora a Inglaterra a petición de un personaje distinguido de la Iglesia que prefiere un clima templado. Ahora disfrutará del envidiable privilegio de sustituir a un párroco ausente en un beneficio eclesiástico del interior del país distante de las ciudades, refugiado en la soledad pastoril, entre sencillos criadores de ovejas. ¡Ojalá que el pastor demuestre ser digno de su rebaño!

De nuevo, querida mía, debo hacer honor a quien honor merece. Este recuento de la vida del señor Mirabel no ha salido de mi pluma. Formaba parte de su sermón de despedida y se conservaba en la memoria de Lady Doris. El mismo demuestra (de nuevo en palabras de sus admiradoras) que la más auténtica humildad puede convivir con el mayor talento.

Permíteme añadir solamente que tendrás oportunidades de ver y oír a este popular predicador cuando las circunstancias le permitan predicarles a las congregaciones de las grandes ciudades. Mis noticias han llegado a su fin, y empiezo a sentir —después de esta larga, larga carta— que es hora de irme a la cama. ¿Es necesario que te diga que le he hablado a menudo de ti a Doris y que ella te suplica que seas su amiga, al igual que mía, cuando nos volvamos a encontrar en Inglaterra?

Adiós, mi amor, por el momento. Con todo cariño.

Tu Cecilia.

PD. Me he creado un nuevo hábito. Por si siento hambre durante la noche, guardo una caja de chocolates bajo la almohada. No tienes ni idea de cuán cómodo resulta. Si alguna vez encuentro a mi hombre ideal, añadiré al contrato matrimonial la cláusula de que debo tener chocolate bajo la almohada.