El doctor Allday
Enfrascado en su esfuerzo por vencer la reserva de su paciente, el doctor había olvidado la carta de Emily. La abrió de inmediato.
Después de leer la primera oración, levantó la vista con expresión molesta.
—Ya comenzó el examen de los papeles —dijo.
—Entonces no le soy de ninguna utilidad —replicó la señorita Jethro. Hizo un segundo intento de marcharse de la habitación.
El doctor Allday comenzó a leer la página siguiente de la carta.
—¡Deténgase! —exclamó—. Ha encontrado algo… y aquí está.
Alzó un pequeño papel impreso que había estado colocado entre la primera y la segunda página.
—¿Por qué no le echa un vistazo? —dijo.
—¿Esté o no interesada en él? —preguntó la señorita Jethro.
—Quizás le interese lo que la señorita Emily dice sobre él en su carta.
—¿Se propone mostrarme su carta?
—Me propongo leérsela.
La señorita Jethro tomó el papel sin plantear más objeciones. Este decía lo siguiente:
«ASESINATO. CIEN LIBRAS DE RECOMPENSA. Por cuanto el 30 de septiembre de 1877 se cometió un asesinato en la posada Hand-in-Hand, del pueblo de Zeeland, en Hampshire, se pagará la recompensa indicada a la persona o personas cuyos esfuerzos conduzcan al arresto y condena del sospechoso. Se desconoce su nombre. Su edad se calcula entre los veinte y los treinta años. Es un hombre bien proporcionado y de pequeña estatura. Tez rubia, rasgos delicados, ojos azul claro. Pelo rubio bastante corto. Rostro completamente afeitado, a excepción de unas patillas estrechas. Manos pequeñas, blancas, bien formadas. Llevaba anillos de valor en los dos últimos dedos de la mano izquierda. Pulcramente ataviado con una indumentaria de viaje gris oscura. Llevaba un morral como los empleados por los excursionistas. Voz notablemente hermosa, dulce, potente y persuasiva. Maneras atrayentes. Dirigirse al inspector jefe, Oficina Metropolitana de Policía, Londres».
La señorita Jethro puso a un lado el recorte sin dar muestras visibles de agitación. El doctor volvió a tomar en sus manos la carta de Emily y leyó lo siguiente:
Se sentirá usted tan aliviado como yo, mi querido amigo, cuando lea el papel que le adjunto. Lo encontré, suelto, en un cuaderno en blanco, entre recortes de periódicos y varios anuncios de cosas perdidas y otras curiosidades (todos amontonados entre las hojas), que sin duda mi tía se proponía ordenar y pegar en el lugar que les correspondía. Durante su enfermedad, pobrecita, debe haber estado pensando en su cuaderno. ¡Este es el origen de las «palabras terribles» que asustaron a la tonta de la señora Mosey! ¿Acaso no resulta alentador haber hecho este descubrimiento, que confirma mi opinión? Siento un renovado interés en revisar los papeles que restan por examinar…
Antes de que el doctor llegara al fin de la oración, la agitación de la señorita Jethro se sobrepuso a su reserva.
—¡Haga lo que se proponía hacer! —exclamó con vehemencia—. ¡Impídale de inmediato que continúe su examen! ¡Si vacila, insista en ello!
¡Al fin triunfaba el doctor Allday!
—Su confesión ha tomado bastante tiempo, y es, por ello, más bienvenida —comentó con su impasibilidad acostumbrada—. Teme usted, como yo, señorita Jethro, los descubrimientos que pueda hacer. Y usted sabe cuáles podrían ser esos descubrimientos.
—Lo que yo sé o no sé carece de toda importancia —respondió la mujer cortante.
—Perdóneme, pero es de la mayor importancia. No tengo ninguna autoridad sobre esta pobre joven, no soy ni siquiera un viejo amigo. Me dice que insista. Ayúdeme a afirmar con sinceridad que conozco circunstancias que justifican que lo haga, y puede que insista con cierto éxito.
Por primera vez, la señorita Jethro se alzó el velo y lo examinó con mirada escrutadora.
—Creo que puedo confiar en usted —dijo—. ¡Escuche! La única consideración que me lleva a despegar los labios es la preocupación por la tranquilidad de la señorita Emily. Prométame, por su honor, mantener en el más estricto secreto lo que le diré.
El doctor lo prometió.
—Antes quiero saber algo —continuó la señorita Jethro—. ¿Le dijo la señorita Emily —como me dijo en cierta ocasión a mí— que su padre había muerto de una enfermedad del corazón?
—Sí.
—¿Le hizo usted alguna pregunta?
—Le pregunté cuánto tiempo hacía.
—¿Y se lo dijo?
—Me lo dijo.
—Quiere usted saber, doctor Allday, qué más puede descubrir la señorita Emily entre los papeles de su tía. Juzgue usted mismo cuando le diga que la engañaron sobre la muerte de su padre.
—¿Quiere decir que vive todavía?
—Quiero decir que la engañaron —deliberadamente— sobre la manera en que ocurrió su muerte.
—¿Quién fue el miserable que lo hizo?
—¡Insulta a los muertos, caballero! Se ocultó la verdad por los más puros motivos nacidos del amor y la piedad. No quiero ocultarle la conclusión a la que he llegado después de lo que le he escuchado. La persona responsable debe haber sido la tía de la señorita Emily, y la anciana sirvienta debe haber actuado como su confidente. ¡Recuerde! Me ha dado su palabra de honor de no repetirle a ningún ser humano lo que acabo de contarle.
El doctor acompañó hasta la puerta a la señorita Jethro.
—Aún no me ha dicho cómo murió su padre —dijo.
—No tengo nada más que decirle.
Con esas palabras se marchó.
El doctor llamó a su sirviente. Esperar hasta la hora en que acostumbraba a salir podía equivaler a dejar la paz de espíritu de Emily a merced de un accidente.
—Voy a la casa de la señorita Emily —dijo—. Si alguien me busca, regresaré en un cuarto de hora.
Cuando estaba ya a punto de salir, recordó que Emily probablemente esperaba que le devolviera la noticia. Al tomarlo en sus manos, sus ojos cayeron sobre las primeras líneas: leyó por segunda vez la fecha en que se cometiera el asesinato. De golpe, su rostro rubicundo palideció.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Su padre fue asesinado, y esa mujer está involucrada en el asunto.
Siguiendo un impulso, se guardó el recorte en la cartera, tomó la tarjeta que su paciente le entregara al presentarse y abandonó la casa sin más demora. Llamó al primer coche de alquiler que pasó por su lado y se hizo conducir al domicilio de la señorita Jethro.
—Ya no está aquí —fue la respuesta de la sirvienta cuando preguntó por ella.
El doctor insistió en hablar con la casera.
—Hace apenas diez minutos que se marchó de mi casa —dijo el doctor.
—Hace apenas diez minutos que un chico me trajo este mensaje —contestó la casera.
Era evidente que el mensaje había sido escrito a toda prisa.
Me veo inesperadamente obligada a marcharme de Londres. Adjunto un billete como pago de lo que le adeudo. Enviaré a buscar mi equipaje.
El doctor se marchó.
—Inesperadamente obligada a marcharse de Londres —repitió al volver a montarse en el coche—. Su huida la condena: ya no cabe ninguna duda. ¡Ve tan rápido como puedas! —le gritó al cochero, al tiempo que le daba indicaciones acerca de cómo llegar a casa de Emily.