La señorita Jethro
Dos semanas después de la desaparición de la señora Ellmother y el despido de la señora Mosey, el doctor Allday llegó puntual a su consultorio, a la hora en que acostumbraba a recibir a sus pacientes.
Un fruncir ocasional de su entrecejo, acompañado de un nerviosismo esporádico de sus movimientos, parecían indicar cierto trastorno de la circunspección profesional de ese digno caballero. Su mente era presa de la intranquilidad. Incluso el poco excitable y anciano médico había experimentado la atracción que ya conquistara a tres personas tan disímiles como Alban Morris, Cecilia Wyvil y Francine de Sor. Pensaba en Emily.
El sonido de la campanilla de la puerta anunció la llegada de su primer paciente. El sirviente hizo pasar a una dama alta, vestida con un sencillo y elegante traje oscuro. A través del velo que le cubría el rostro resultaban visibles unos rasgos llamativos, de corte judío, que aunque ajados y macilentos, aún conservaban la majestad de sus formas. Se movía con gracia y dignidad, y planteó el motivo que la traía a consultar al doctor Allday con la naturalidad de una mujer de buena educación.
—Caballero, vengo a preguntarle su opinión sobre el estado de mi corazón —dijo—. Me lo ha recomendado una paciente que quedó muy satisfecha de una consulta con usted —puso una tarjeta sobre el escritorio del doctor y añadió—: Conocí a la dama porque soy una de sus inquilinas.
El doctor reconoció el nombre y a continuación llevó a cabo los procedimientos de costumbre. Tras un cuidadoso examen, llegó a una conclusión favorable.
—Puedo decirle de inmediato que no hay razones para alarmarse por el estado de su corazón —dijo.
—Nunca me ha alarmado mi salud —respondió la mujer tranquila—. Una muerte súbita es una muerte fácil. Si la persona de quien se trate ha puesto en orden sus asuntos, parece ser, por ese motivo, la muerte preferible. Mi objetivo era poner en orden mis asuntos —que no son considerables— de haber estimado usted que mi vida corría peligro. ¿No tengo ningún padecimiento?
—No digo eso —contestó el doctor—. Su corazón late débilmente. Tome la medicina que le recetaré; préstele un poco más de atención a la comida y la bebida de lo que suelen hacer las damas; no suba escaleras corriendo; no se fatigue con ejercicios violentos; y no veo ninguna razón para que no viva hasta una edad avanzada.
—¡Dios no lo quiera! —dijo la dama para sí misma. Se volvió y miró por la ventana con una sonrisa amarga.
El doctor Allday escribió la receta.
—¿Piensa permanecer en Londres mucho tiempo? —preguntó.
—Estaré aquí sólo por poco tiempo. ¿Quiere volver a verme?
—Me gustaría verla una vez más antes de que se marche, si encuentra un momento conveniente. ¿Qué nombre debo poner en la receta?
—Señorita Jethro.
—Un nombre poco común —comentó el doctor con su franqueza habitual.
La señorita Jethro volvió a exhibir su sonrisa amarga.
Sin dar más muestras de haber prestado atención a lo que dijera el doctor Allday, puso sobre la mesa los honorarios de la consulta. En ese mismo instante, llegó el criado con una carta.
—De la señorita Emily Brown —dijo—. No necesita respuesta.
Mantuvo la puerta abierta mientras daba el mensaje, ya que se había percatado de que la señorita Jethro se disponía a abandonar la habitación. Ésta lo despidió con un gesto y, tras volver junto a la mesa, señaló a la carta.
—¿La persona que le envía esa carta era hasta hace poco alumna en la escuela de la señorita Ladd? —preguntó.
—La persona que me envía esta carta acaba de terminar sus estudios en la escuela de la señorita Ladd —respondió el doctor—. ¿Es amiga de usted?
—La conozco.
—Le haría usted un favor a esa pobre niña si fuera a visitarla. No cuenta con ningún amigo en Londres.
—Perdóneme, pero tiene una tía.
—Su tía murió hace una semana.
—¿Y no tiene más parientes?
—Ninguno. Una triste situación, ¿no cree? Se habría quedado absolutamente sola en la casa si no le hubiera mandado a una de mis sirvientas para que la acompañara durante un tiempo. ¿Conoció usted a su padre?
La señorita Jethro dejó pasar la pregunta como si no la hubiera oído.
—¿La joven despidió a las sirvientas de su tía? —preguntó.
—Su tía tenía sólo una sirvienta, señora. Y esa le ahorró a la señorita Emily el trabajo de despedirla —refirió brevemente cómo la señora Ellmother había abandonado a su ama—. No logro explicármelo —dijo al concluir—. ¿Usted sí?
—¿Qué le hace pensar, señor, que puedo ayudarlo? Ni siquiera había oído hablar de la sirvienta, y al ama no la conocía.
A la edad del doctor Allday, a un hombre no lo desalienta fácilmente una negativa, incluso cuando viene de labios de una mujer atractiva.
—Pensé que quizás habría usted conocido al padre de la señorita Emily —insistió.
La señorita Jethro se puso de pie y le deseó buenos días.
—No debo seguir ocupando su valioso tiempo —dijo.
—¿Por qué no espera un minuto? —sugirió el doctor. Imperturbable como siempre, hizo sonar la campanilla.
—¿Hay algún paciente en la sala de espera? —preguntó—. Como ve, no me falta el tiempo —continuó después de que el criado le contestara que no—. Estoy especialmente interesado en esta pobre chica, y pensé…
—Si piensa que yo también me intereso en ella, está en lo cierto —lo interrumpió la señorita Jethro—. Conocí a su padre —añadió abruptamente, como si la alusión a Emily le hubiera hecho recordar la pregunta que hasta ese momento se negara a escuchar.
—En ese caso necesito un consejo —continuó el doctor Allday—. ¿Por qué no toma asiento?
La mujer se sentó en silencio. El movimiento irregular de la parte inferior de su velo pareció indicar que respiraba con dificultad. El doctor la contempló atentamente.
—Permítame de nuevo mi receta —dijo. Después de añadir un ingrediente, se la devolvió con unas palabras de explicación—. Sus nervios están más afectados de lo que suponía. La enfermedad más difícil de curar que conozco es… la preocupación.
La indirecta difícilmente podría haber sido más clara, pero la señorita Jethro no dio señales de advertirla. Fueran cuales fuesen sus problemas, no se los refirió a su consejero médico. Después de doblar en silencio la receta, le recordó que había manifestado la intención de pedirle consejo.
—¿En qué puedo servirlo? —preguntó.
—Me temo que para responder a esa pregunta con claridad debo poner a prueba su paciencia —admitió el doctor.
Después de esas palabras preliminares, refirió los acontecimientos que siguieron a la llegada a casa de Emily de la señora Mosey.
—No hago más que hacerle justicia a esa necia si le cuento que después de dejar a la señorita Emily vino aquí de inmediato e hizo todo lo posible por arreglar las cosas —continuó—. Acudí inmediatamente junto a la pobre chica. Sentía que era mi deber no dejarla sola esa noche, después de haber atendido a su tía. Cuando llegué a mi casa a la mañana siguiente, ¿a quién cree que encontré esperándome? ¡A la señora Ellmother!
Se detuvo, en espera de que la señorita Jethro diera alguna señal de sorpresa. De sus labios no salió ni una palabra.
—El motivo que traía a la señora Ellmother era averiguar cómo seguía su ama —prosiguió el doctor—. Día tras día, mientras vivió la señorita Letitia, vino a averiguar lo mismo, sin ofrecerme una palabra de explicación. El día del funeral, allí estaba en la iglesia, de luto cerrado y, como puedo atestiguar personalmente, llorando amargamente. Cuando terminó la ceremonia —¿podrá creerlo?— se marchó subrepticiamente, antes de que la señorita Emily o yo pudiéramos hablar con ella. No la hemos vuelto a ver ni hemos sabido nada de ella desde entonces hasta la fecha.
Volvió a detenerse, y la dama siguió en silencio, sin hacer ningún comentario.
—¿No tiene ninguna opinión que expresarme? —preguntó el doctor lisa y llanamente.
—Estoy esperando —respondió la señorita Jethro.
—¿Esperando qué?
—Todavía no sé por qué quiere mi consejo.
Hasta ese momento, el examen de la humanidad que llevara a cabo el doctor Allday le había hecho creer que la cautela era una de las cualidades morales ausentes de la naturaleza femenina. Calificó a la señorita Jethro de notable excepción a la regla.
—Quiero que me aconseje sobre cómo proceder con la señorita Emily —dijo—. Me ha asegurado que no le concede mayor importancia a los desvaríos de su tía en los peores momentos de la fiebre de la pobre anciana. No dudo de que diga la verdad, pero tengo mis razones para temer que se engañe. ¿Lo recordará?
—Sí…, si es necesario.
—En pocas palabras, señorita Jethro, cree que aún no llego a lo esencial. Lo cierto es que ya he llegado a lo esencial. Ayer, la señorita Emily me dijo que confiaba en que pronto se encontraría lo suficientemente repuesta para examinar los papeles que dejara su tía.
De repente, la señorita Jethro se dio vuelta en su asiento y miró al doctor Allday.
—¿Comienza a sentirse interesada? —preguntó el doctor con aire travieso.
La mujer ni lo admitió ni lo negó.
—Siga —fue todo lo que dijo.
—No sé que cree usted —continuó el doctor—. Yo temo los descubrimientos que pueda hacer y me siento fuertemente tentado a aconsejarle que le deje el examen propuesto al abogado de su tía. ¿Sabe usted algo, dado que conoció al difunto padre de la señorita Emily, que le indique que estoy en lo cierto?
—Antes de contestarle, no estaría mal dejar que hablara la joven —dijo la señorita Jethro.
—¿Y cómo hacerlo? —preguntó el doctor.
La señorita Jethro señaló al escritorio.
—Mire —dijo—. Aún no ha abierto la carta de la señorita Emily.