Emily
—¿Me permite unas palabras? —preguntó la señora Mosey. Entró a la habitación pálida y temblorosa. Al percibir ese ominoso cambio, Emily volvió a dejarse caer en su asiento.
—¿Murió? —dijo con voz apagada.
La señora Mosey la miró atónita.
—Lo que quería decirle, señorita, es que su tía me ha asustado.
Incluso esa vaga alusión fue suficiente para Emily.
—No tiene que decirme nada más —contestó—. Sé muy bien cómo ha afectado la fiebre la mente de mi tía.
Aun confusa y asustada como se encontraba, la señora Mosey encontró alivio en su acostumbrado parloteo.
—He atendido a muchísimas personas aquejadas de fiebre —anunció—. A muchísimas personas las he oído decir cosas extrañas. ¡Pero nunca, en toda mi experiencia, señorita…!
—¡No me lo diga! —la interrumpió Emily.
—¡Oh, pero debo decírselo! Por su bien, señorita Emily, por su bien. No seré tan inhumana como para dejarla sola en la casa esta noche; pero si este delirio continúa, debo pedirle que consiga otra enfermera. Es como si en ese cuarto esperaran por mí, agazapadas, peregrinas sospechas. Si regreso y vuelvo a escucharle a su tía lo que ha estado diciendo durante la última media hora o más, no podré ignorarlas, como estoy obligada a hacer. La señora Ellmother me pidió un imposible, y es la señora Ellmother quien tendrá que cargar con las consecuencias. No diré que no me lo advirtió, hablando, como comprenderá, con la más estricta reserva. «Elizabeth», me dijo, «sabes de qué manera tan desquiciada hablan las personas que están en la situación en la que se halla actualmente la señorita Letitia. No le prestes atención», me dijo. «Deja que te entre por un oído y te salga por el otro», me dijo. «Si la señorita Emily te pregunta, no sabes nada de la cuestión. Si se asusta, no sabes nada de la cuestión. Si tiene accesos de llanto espantosos de contemplar, compadécela, pobrecita, pero no hagas el menor caso». Todo muy bien, y suena muy claro, ¿no es cierto? ¡Nada de eso! La señora Ellmother me advierte que puede suceder esto, aquello y lo de más allá. Pero hay algo horrendo (que, tenga en cuenta, escuché una y otra vez junto al lecho de su tía) para lo que no me preparó, ¡y ese algo horrendo es… un Asesinato!
La señora Mosey pronunció esa última palabra en un susurro y aguardó a ver qué efecto había producido.
Sometida ya a una terrible prueba por las crueles perplejidades que le causaba su situación, a Emily la abandonó el valor al sentir el horror que el clímax de la histérica narración de la enfermera hiciera nacer en ella. Alentada por su silencio, la señora Mosey prosiguió. Alzó una mano con solemnidad teatral y procedió a aterrorizarse a su gusto con los horrores que ella misma contaba.
—Una posada, señorita Emily; una posada solitaria, en algún lugar del interior del país, y una habitación incómoda en la posada con una cama improvisada en un extremo y otra cama improvisada en el otro. Le doy mi palabra de honor de que eso fue lo que dijo su tía. Después mencionó a dos hombres; dos hombres que dormían (como comprenderá) en las dos camas. Creo que se refirió a ellos como «dos caballeros», pero no estoy segura, y no quiero engañarla; usted sabe que no la engañaría por nada en el mundo. La señorita Letitia masculló y farfulló, pobrecita. Admito que estaba cansándome de prestarle atención cuando volvió a hablar con claridad y fue para pronunciar esa horrible palabra. ¡Oh, señorita, no se impaciente! ¡No me interrumpa!
No obstante, Emily sí la interrumpió. Se había recuperado, al menos hasta cierto punto.
—¡Ni una palabra más! —dijo—. ¡No escucharé ni una palabra más!
Pero la señora Mosey estaba demasiado resuelta a dejar establecida su propia importancia, explotando al máximo la alarma que había experimentado, para que la contuviera una admonición común y corriente. Sin prestar la menor atención a lo que decía Emily, continuó en voz todavía más alta y agitada.
—¡Escuche, señorita! ¡Escuche! La parte más espantosa aún no ha llegado; aún no ha oído nada sobre los dos caballeros. Uno de ellos fue asesinado —¡qué me dice de eso!— y el otro (oí cuando su tía lo dijo claramente) cometió el crimen. ¿La señorita Letitia imaginaba que se dirigía a muchas personas cuando usted la cuidaba? Cuando estaba yo en el cuarto, gritaba como quien pronuncia una proclama: «Seáis quienes seáis, buenas gentes» (dijo), «cien libras de recompensa a quien encuentre al asesino fugitivo. Buscad en todas partes a un ser afeminado, débil y enclenque, con las manitas blancas llenas de anillos. No hay en él nada de varón, excepto su voz, una voz clara y hermosa. Lo identificareis, amigos míos —a ese miserable, a ese monstruo—, lo identificareis por su voz». Fue eso lo que dijo; le repito que fue eso lo que dijo. ¿La oyó gritar? ¡Ah, querida señorita, tanto mejor para usted! «¡Oh, ocultad el horrible asesinato!» (dijo). Juraría sobre la Biblia ante un magistrado que su tía dijo «¡Ocultad el horrible asesinato!» —exclamó la señora Mosey incorporándose de un salto.
Emily atravesó la habitación. Al fin despertaba la energía propia de su carácter. Tomó a la necia mujer por los hombros, la volvió a sentar a la fuerza y la miró fijamente a los ojos sin pronunciar palabra.
Por un momento, la señora Mosey quedó petrificada. Había esperado —al final de su terrible historia— encontrar a Emily a sus pies suplicándole que no llevara a vías de hecho su amenaza de marcharse de la casa a la mañana siguiente; y había decidido que después de que el sentimiento de su propia importancia hubiera sido debidamente halagado, cedería a los ruegos de la indefensa joven. Esas eran sus previsiones, pero ¿cómo se cumplían? ¡La trataban como a una loca presa de un acceso de furia!
—¿Cómo se atreve a agredirme? —preguntó con acento lastimoso—. Debería darle vergüenza. Dios sabe que mis intenciones eran buenas.
—Usted no es la primera que hace daño con las mejores intenciones —respondió Emily soltándola con aire sereno.
—Cumplía con mi deber, señorita, al informarle sobre lo que decía su tía.
—Olvidó su deber cuando prestó oído a lo que mi tía decía.
—Permítame explicarme.
—No. Entre nosotras no se pronunciará ni una palabra más sobre ese tema. Espere un momento, por favor; tengo algo que proponerle, por su bien. Aguarde y cálmese.
El propósito que ocupaba el lugar primordial en la mente de Emily se sostenía sobre el firme cimiento del amor y la compasión que sentía por su tía.
Ahora que había recuperado la capacidad de pensar, sentía que las revelaciones de la señora Mosey la forzaban a concebir una duda odiosa. Si había dado por sentado que lo que ella misma oyera en el cuarto de su tía tenía cierta base de verdad, ¿podía razonablemente rechazar la conclusión de que debía haber cierta base de verdad en lo que escuchara la señora Mosey en circunstancias similares?
Había una sola forma de escapar de ese dilema, y Emily la adoptó premeditadamente. Rechazó sus propias convicciones y se persuadió de que se había equivocado cuando le concediera importancia a lo que había dicho su tía a impulsos del delirio. Tras adoptar esa decisión, se dispuso a enfrentar la perspectiva de una noche de soledad junto al lecho de la moribunda antes que permitir que la señora Mosey tuviera una segunda oportunidad de hacer sus propias inferencias a partir de lo que pudiera escuchar en el cuarto de la señorita Letitia.
—¿Me hará esperar mucho más tiempo, señorita?
—Ni un momento más, ahora que ha recuperado la calma —respondió Emily—. He estado reflexionando sobre lo que ha sucedido y no veo ninguna necesidad de posponer su partida hasta la llegada del doctor mañana por la mañana. No hay ningún motivo para que no se marche esta misma noche.
—Perdone, señorita, pero sí hay un motivo. Ya le dije que mi conciencia no me permite dejarla sola aquí. No soy inhumana —dijo la señora Mosey al tiempo que se llevaba el pañuelo a los ojos, rebosante de compasión por sí misma.
Emily probó el efecto de una respuesta conciliatoria.
—Le agradezco su bondadoso ofrecimiento de quedarse conmigo —dijo.
—Muy bien por su parte, no me cabe la menor duda —contestó irónica la señora Mosey—. Pero aun así, insiste en despedirme.
—Insisto en pensar que no hay necesidad de obligarla a permanecer aquí hasta mañana.
—¡Oh, como quiera! No soy tan poca cosa que tenga que imponerle a nadie mi presencia.
La señora Mosey se guardó el pañuelo en el bolsillo e hizo una demostración de dignidad. Abandonó la habitación con la cabeza muy alta y paso lento y acompasado. Emily se quedó sola en la casa con su tía agonizante.