La señorita Letitia
Emily entró en el cuarto. De inmediato, la puerta se cerró a sus espaldas. Se oyeron los pasos pesados de la señora Ellmother alejándose por el pasillo. Después, el golpe de la puerta que conducía a la cocina sacudió la endeble casita. A continuación, silencio.
La tenue luz de una lámpara oculta en un rincón y velada por una sucia pantalla verde sólo alumbraba la cama con las cortinas corridas y la mesa próxima, cubierta de frascos de medicinas y vasos. Los únicos objetos que se veían sobre el mármol de la chimenea eran un reloj parado, en atención a los nervios irritados de la paciente, y una caja abierta que contenía un utensilio para echarle gotas en los ojos. En la atmósfera pendía un espeso vaho de pastillas desinfectantes. A Emily, debido a la excitación de su imaginación, el silencio le pareció el de la muerte. Se acercó temblando al lecho.
—¿No me dirás aunque sea unas palabras, tía?
—¿Eres tú, Emily? ¿Quién te dejó pasar?
—Tú dijiste que podía pasar, querida. ¿Tienes sed? Hay un poco de limonada sobre la mesa. ¿Quieres que te la dé?
—¡No! Si corres las cortinas dejarás pasar la luz. ¡Mis pobres ojos! ¿Por qué has venido, querida? ¿Por qué no estás en la escuela?
—Estamos en período de vacaciones, tía. Además, ya no volveré a la escuela.
—¿Qué no volverás a la escuela? —la señorita Letitia hizo un esfuerzo de memoria mientras repetía esas palabras—. Te proponías ir a algún lugar cuando terminaras la escuela, y Cecilia Wyvil tenía algo que ver con ello —dijo—. Oh, mi amor, ¡cuán cruel por tu parte es irte a vivir con un extraño cuando podrías quedarte aquí conmigo! —hizo una pausa, comenzó a confundírsele el sentido de lo que ella misma acababa de decir—. ¿Qué extraño? —preguntó en un exabrupto—. ¿Era un hombre? ¿Cómo se llamaba? ¡Oh, mi cabeza! ¿Será que la muerte se ha adueñado de mi cabeza antes que de mi cuerpo?
—¡Calla! ¡Calla! Te diré el nombre. Sir Jervis Redwood.
—No lo conozco. No quiero conocerlo. ¿Crees que se propondrá enviar a alguien a buscarte? Quizás ya haya enviado a alguien. ¡No lo permitiré! ¡No irás!
—¡No te agites, querida! Me negué a ir; me propongo quedarme aquí contigo.
El cerebro, presa de la fiebre, se asió a esa última idea.
—¿Ya ha enviado a alguien? —volvió a decir, en voz más alta que la vez anterior.
Emily le respondió de nuevo, formulando cuidadosamente su respuesta, con el único propósito de calmarla. Su esfuerzo demostró ser inútil, y lo que es peor, pareció despertar las sospechas de la enferma.
—¡No me dejaré engañar! —dijo—. Lo averiguaré todo. ¿A quién envió?
—A su ama de llaves.
—¿Cómo se llama? —el tono en que hizo la pregunta evidenciaba que la agitación se aproximaba a su clímax—. ¿No sabes que siento curiosidad por los nombres de las personas? —exclamó—. ¿Por qué me irritas? ¿Quién es?
—Nadie que conozcas o de quien necesites preocuparte, querida tía. La señora Rook.
En el instante en que pronunció ese nombre se produjo un resultado inesperado. Se hizo silencio.
Emily aguardó, vaciló, avanzó para separar las cortinas y mirar a su tía. La detuvo en seco el terrible sonido de una risa, la risa amarga que dejan escapar los dementes. Las carcajadas terminaron abruptamente en un espantoso suspiro.
Temerosa de mirar, Emily habló casi sin saber lo que decía.
—¿Deseas algo? ¿Quieres que llame…?
La interrumpió la voz de la señorita Letitia. Monótona, apagada, en un susurro apresurado, era distinta, dolorosamente distinta a la familiar voz de su tía. Decía cosas extrañas.
—¿La señora Rook? ¿Qué importa la señora Rook? ¿O su esposo? Huesitos, Huesitos, no hay motivo para asustarse. ¿Qué peligro hay de que esos dos vuelvan a aparecer? ¿Sabes a cuántas millas de distancia queda el pueblo? Oh, tonta, a más de cien millas. No te preocupes por el juez: el juez tiene que permanecer en su distrito, y el jurado también. ¿Un engaño riesgoso? Yo lo llamo una mentira piadosa. Y tengo una conciencia susceptible y una mente cultivada. ¿El periódico? Me gustaría saber cómo podría llegar a sus manos nuestro periódico. ¡Pobre y vieja Huesitos! Palabra que me haces bien: me obligas a reír.
Volvió a dejarse oír la risa amarga, que volvió a morir melancólicamente en un suspiro.
Acostumbrada a decidir rápidamente sobre las emergencias cotidianas que le planteaba la vida, Emily se sentía dolorosamente turbada por la situación en la que ahora se encontraba.
Después de lo que ya había escuchado, ¿sería coherente permanecer en la habitación con el deber que sentía tener para con su tía?
Víctima de la irremediable indefensión del delirio, la señorita Letitia había revelado un engaño que cometiera en el pasado y que le confiara a su fiel sirvienta. Dado lo anterior, ¿lo que Emily había descubierto suponía que aprovechaba innoblemente su presencia junto al lecho de la enferma? ¡Por supuesto que no! La naturaleza del engaño; las causas que llevaran a él; la persona (o personas) afectadas, todo ello constituía un misterio que le ocultaba enteramente de qué se trataba. Se había enterado de que su tía conocía a la señora Rook, y eso era literalmente todo lo que sabía.
Según la línea de conducta que se trazara, era inocente hasta ese momento; pero ¿debía permanecer en el cuarto, en el entendido de que regresaría de inmediato a la sala si llegaba a escuchar algo que proyectara una sombra sobre el derecho que tenía la señorita Letitia a su afecto y su respeto? Tras unos instantes de vacilación, decidió dejar que su conciencia respondiera esa pregunta. ¿Acaso dice que No la conciencia cuando nos inclinamos a decir que Sí? La conciencia de Emily tomó partido por su renuencia a apartarse del lado de su tía.
Durante todo el tiempo que ocuparon esas reflexiones, nada rompió el silencio. Emily comenzó a sentirse intranquila. Pasó tímidamente su mano a través de las cortinas y tomó la de la señorita Letitia. El contacto con la piel ardiente la alarmó. Avanzó hacia la puerta para llamar a la sirvienta, pero en ese momento el sonido de la voz de su tía la hizo regresar apresuradamente junto al lecho.
—¿Estás ahí, Huesitos? —preguntó la voz.
¿Volvía a despejarse su mente? Emily probó con una respuesta clara.
—Es tu sobrina quien está contigo —dijo—. ¿Quieres que llame a la sirvienta?
La mente de la señorita Letitia aún vagaba lejos de Emily y del presente.
—¿La sirvienta? —repitió—. Todas las sirvientes fueron despedidas, salvo tú. A Londres es adonde debemos ir. En Londres no hay ni sirvientes murmuradores ni vecinos curiosos. A enterrar la horrible verdad en Londres. Ah, claro que es cierto lo que dices de que me veo preocupada e infeliz. Odio la mentira y, sin embargo, no hay más remedio que hacerlo. ¿Por qué malgastas tu tiempo hablando? ¿Por qué no averiguas dónde vive esa vil mujer? Ojalá pueda hallar a Sara, para que se avergüence de si misma.
El corazón de Emily comenzó a latir con fuerza cuando escuchó ese nombre de mujer. «Sara» (como sabían ella y sus compañeras de escuela) era el nombre de la señorita Jethro. ¿Aludía su tía a la maestra caída en desgracia o a alguna otra mujer? Aguardó, deseosa de seguir escuchando. Ni una palabra. En el momento más interesante, nada rompía el silencio.
Enfebrecida por el ansia de salir de sus dudas, Emily sintió que la fe en sus buenas resoluciones comenzaba a flaquear. Si permanecía junto al lecho de su tía, la tentación de decir algo que la impulsara a volver a hablar seria demasiado fuerte para resistirla. Temerosa de lo que podría hacer, se levantó y avanzó hacia la puerta. En el lapso que le tomó atravesar el cuarto se le ocurrieron las palabras precisas para lograr sus propósitos. Las mejillas le ardían de vergüenza, vaciló, volvió a mirar a la cama, las palabras salieron de sus labios.
—Sara no es más que uno de los nombres de esa mujer —dijo—. ¿Te gusta su otro nombre?
El rápido sonsonete se reinició al instante, pero no en respuesta a la pregunta de Emily. El sonido de su voz había animado a la señorita Letitia a seguir devanando el confuso ovillo de sus ideas y había estimulado de nuevo su capacidad para hacer uso de la palabra, aunque cada vez le resultaba más penoso.
—¡No! ¡No! Es demasiado astuto para ti y para mí. No deja ninguna carta fuera de su lugar; las destruye todas. ¿Dije que era demasiado astuto para nosotras? Falso. Nosotras somos demasiado astutas para él. ¿Quién encontró los pedazos de su carta en el cesto? ¿Quién los pegó? ¡Ah, nosotras sabemos! No la leas, Huesitos. «Querida señorita Jethro»… no la vuelvas a leer. «Señorita Jethro» en su carta, y «Sara» cuando habla consigo mismo en el jardín. ¡Oh, quién lo habría creído de él, de no haberlo visto y oído nosotras mismas!
Ya no quedaba ninguna duda.
Pero ¿quién sería el hombre al que aludía con tanta amargura y pesar?
No: esta vez Emily se atuvo con toda firmeza a la resolución que la comprometía a respetar la indefensión de su tía. La manera más rápida de llamar a la señora Ellmother consistía en hacer sonar la campanilla. Cuando tocó su mango, una apagada exclamación de sufrimiento la hizo regresar junto al lecho.
—¡Oh, qué sed! ¡Qué sed! —musitó la voz cada vez más apagada.
Emily separó las cortinas. La luz velada sólo le dejó ver la visera verde que cubría los ojos de la señorita Letitia, y debajo, las mejillas hundidas, los brazos extendidos sin fuerzas sobre la ropa de cama.
—Oh, tía, ¿no reconoces mi voz? ¿No conoces a Emily? ¡Déjame darte un beso, querida!
Incapaz de suplicar, incapaz de besarla, la señorita Letitia sólo repetía las mismas palabras:
—¡Qué sed! ¡Qué sed!
Emily alzó el pobre cuerpo torturado con pacientes miramientos, para ahorrarle dolores, y le llevó el vaso a los labios. La enferma bebió hasta la última gota de la limonada. Mitigada la sed, volvió a hablar, siempre dirigiéndose a la imaginaria sirvienta de sus delirios, mientras descansaba entre los brazos de Emily.
—Por Dios, ten cuidado cómo le respondes si te pregunta. ¡Si ella supiera lo que sabemos nosotras! ¿Los hombres nunca sienten vergüenza?, ¡ja! ¡Esa vil mujer! ¡Esa vil mujer!
Su voz, que se hacia cada vez más débil, se tornó un murmullo. Las próximas palabras que escaparon de sus labios fueron un susurro incoherente. Poco a poco, la abandonaba la falsa energía de la fiebre. Quedó muda e inmóvil. Verla ahora era ver la imagen de la muerte. Emily la besó de nuevo, cerró las cortinas e hizo sonar la campanilla. La señora Ellmother no acudió. Emily salió del cuarto para llamarla.
Al llegar a lo alto de las escaleras de la cocina advirtió un leve cambio. La puerta de los bajos, que oyera cerrar de un golpe al entrar al cuarto de su tía, ahora estaba abierta. Llamó a la señora Ellmother. Le respondió una voz desconocida. Su acento era suave y cortés, lo que contrastaba sobremanera con el tono áspero de la hosca doncella de la señorita Letitia.
—¿Hay algo en que pueda servirle, señorita?
La persona que hacia tan cortés pregunta apareció al pie de la escalera: era una mujer de mediana edad, rolliza y agraciada. Alzó la vista para mirar a la joven con una agradable sonrisa.
—Perdóneme, no era mi intención molestarla —dijo Emily—. Llamaba a la señora Ellmother.
La desconocida subió unos escalones y respondió:
—La señora Ellmother no está.
—¿Regresará pronto?
—Perdóneme, señorita, pero no creo que regrese.
—¿Quiere decirme que se ha marchado de la casa?
—Si, señorita. Se ha marchado de la casa.