La señora Ellmother
La metrópoli de la Gran Bretaña es, en ciertos sentidos, cono ninguna otra metrópoli sobre la faz de la tierra. En la población que se agolpa en sus avenidas conviven los extremos de la Riqueza y los de la Pobreza. En las calles mismas, la gloria y la vergüenza de la arquitectura —la mansión y el tugurio— se alzan lado a lado como en ningún otro lugar del mundo. En lo que respecta a su dimensión social, Londres es la ciudad de los contrastes.
A la caída de la tarde, Emily salió de la estación terminal del ferrocarril en dirección al lugar de residencia en el que la pérdida de su fortuna había obligado a su tía a buscar refugio. Al acercarse a su destino, el coche pasó —merced al mero expediente de cruzar una calle— de un parque bello y espacioso, rodeado de mansiones coronadas por estatuas y cúpulas, a una hilera de casas muy cercana a una zanja maloliente mal llamada canal. La ciudad de los contrastes: norte y sur, este y oeste; la ciudad de los contrastes sociales.
Emily ordenó detener el coche frente a la verja del jardín de una casa ubicada al final de la hilera. Al sonido de la campanilla acudió la única sirvienta que quedaba al servicio de su tía: la doncella de la señorita Letitia.
Esa excelente criatura era, en lo tocante a su apariencia, una de esas mujeres infortunadas cuyo aspecto parece indicar que la Naturaleza tenía la intención de hacerlas hombres y cambió de idea en el último momento. La doncella de la señorita Letitia era alta, flaca y desgarbada. La primera impresión que producía su rostro era la de que tenía muchos huesos. Se alzaban en la frente, se proyectaban en las mejillas y alcanzaban su mayor desarrollo en las mandíbulas. Los ojos cavernosos de esa infeliz miraban, con inflexible obstinación e inflexible bondad, y con el mismo aire severo, a todos sus prójimos. Su ama (a cuyo servicio había permanecido durante más de un cuarto de siglo) la llamaba «Huesitos». Ella aceptaba ese apodo brutalmente justo como una muestra de afectuosa familiaridad que hacía honor a una sirvienta. A nadie más le permitía tomarse semejantes libertades: para todos los que no fueran su ama, era la señora Ellmother.
—¿Cómo está mi tía? —preguntó Emily.
—Mal.
—¿Por qué no me informaron antes de su enfermedad?
—Porque la quiere demasiado para dejar que se preocupe por ella. «No le digan nada a Emily». Esas fueron sus órdenes mientras estuvo en pleno uso de sus facultades.
—¿En pleno uso de sus facultades? ¡Santo cielo! ¿Qué quiere decir?
—Que ha enfermado de fiebres: eso quiero decir.
—Debo verla de inmediato. No le temo al contagio.
—No hay ningún contagio que temer. Pero aun así, no debe verla.
—Insisto en verla.
—Señorita Emily, la contradigo por su propio bien. ¿No me conoce lo bastante para confiar en mí?
—Claro que confío en usted.
—Entonces déjeme a mí con mi ama y vaya a acomodarse a su cuarto.
La respuesta de Emily fue una rotunda negativa. Casi agotados sus recursos, la señora Ellmother señaló un nuevo obstáculo.
—¡Le digo que no se puede! ¿Cómo podría ver a la señorita Letitia, si no soporta la luz en su habitación? ¿Sabe de qué color tiene los ojos? Rojos, pobrecita; rojos como una langosta hervida.
Con cada palabra que pronunciaba la mujer, aumentaban la perplejidad y la inquietud de Emily.
—Me dijo primero que mi tía tenía fiebres, y ahora me habla de una enfermedad de los ojos —dijo—. Quítese de en medio, por favor, y déjeme ir a su lado.
Sin apartarse, la señora Ellmother le lanzó una mirada a la puerta abierta.
—Aquí está el médico —anunció—. Como parece que no logro responderle a su entera satisfacción, pregúntele a él cuál es el problema. Pase, doctor —abrió de par en par la puerta de la sala y le presentó a Emily—. Esta es la sobrina de la señora, doctor. Por favor, intente usted tranquilizarla. Yo no puedo.
Colocó las sillas con la hospitalaria cortesía de la vieja escuela y regresó a su puesto junto al lecho de la señorita Letitia.
El doctor Allday era un hombre de avanzada edad, de maneras impasibles y tez rubicunda, totalmente aclimatado a la atmósfera de pena y dolor en la que le había tocado vivir. Se dirigió a Emily (sin ninguna familiaridad indebida) como si la hubiera conocido durante buena parte de su vida.
—He ahí una mujer singular; creo que es la persona más testaruda que he conocido —dijo cuando la señora Ellmother cerró la puerta—. Pero fiel a su ama y, si se descuenta cierta torpeza, no es una mala enfermera. Me temo que no puedo darle un parte alentador sobre su tía. La fiebre reumática (agravada por la situación de esta casa, hecha de arcilla, sabe, y cercana a aguas estancadas) se ha complicado en los últimos días, y ahora delira.
—¿Es esa una mala señal, doctor?
—La peor posible: es muestra de que la enfermedad ha afectado el corazón. Sí, sufre de una inflamación de los ojos, pero ese es un síntoma sin importancia. Podemos aliviarle el dolor con lociones refrescantes y manteniendo el cuarto oscuro. A menudo la he oído hablar de usted, sobre todo después de que su enfermedad se agravó. ¿Qué dice? ¿Qué si la conocerá cuando pase a su cuarto? Esta es más o menos la hora en que suele presentársele el delirio. Veré si todavía está tranquila.
Abrió la puerta… y volvió atrás.
—Por cierto, quizás debería explicarle por qué me tomé la libertad de enviarle ese telegrama —continuó—. La señora Ellmother se negaba a informarle sobre la grave enfermedad de su ama. Esa circunstancia, según mi punto de vista, colocaba la responsabilidad en manos del médico. La forma que adopta el delirio de su tía —me refiero al aparente sentido de las palabras que escapan de sus labios en ese estado—. Parece despertar un sentimiento incomprensible en la mente de su hosca sirvienta. Ni a mí me permitiría pasar a la habitación si pudiera impedírmelo. ¿La señora Ellmother le dispensó una cálida bienvenida a su llegada?
—Muy lejos de ello. Mi llegada pareció molestarla.
—Ah, exactamente lo que me esperaba. Estos viejos sirvientes fieles siempre terminan por presumir de su lealtad. ¿Oyó alguna vez lo que un poeta ingenioso —he olvidado su nombre; vivió hasta los noventa años— dijo del hombre que fue su ayuda de cámara durante más de medio siglo? «Durante treinta años fue el mejor de los sirvientes; y durante treinta años ha sido el más implacable de los amos». Muy cierto: yo podría decir lo mismo de mi ama de llaves. Una buena observación, ¿no cree?
A Emily no le importaba lo más mínimo la observación, pero había un tema que sí le interesaba.
—Mi pobre tía siempre me ha querido —dijo—. Quizás sepa quién soy, aunque no reconozca a nadie más.
—No es muy probable —respondió el doctor—. Pero en casos como este no existen reglas. En ocasiones he observado que ciertas circunstancias que han impresionado fuertemente a los pacientes cuando gozaban de salud les dan su rumbo a los desvaríos de la mente cuando son presas de la fiebre. Usted me dirá: «No soy una circunstancia. No veo por qué eso habría de darme esperanzas», y estaría en lo cierto. En vez de hablar de mi experiencia médica, haría mejor en echarle un vistazo a la señorita Letitia y después hacerle saber el resultado. Supongo que tiene usted otros parientes. ¿No? Muy lamentable, muy lamentable.
¿Quién no ha sufrido como Emily al quedarse sola? ¿Acaso no hay momentos —si osamos confesar la verdad— en que a nuestra pobre condición humana no le basta con el consuelo de la religión y la esperanza de la inmortalidad y siente la crueldad de una creación que nos ordena vivir con la condición de que muramos, y conduce los primeros y cálidos inicios del amor, con certidumbre inmisericorde, al frío final de la tumba?
—Por el momento permanece tranquila —anunció el doctor Allday a su regreso—. Recuerde, por favor, que no puede verla debido a la inflamación de sus ojos, y no descorra las cortinas de la cama. Quizás, cuanto antes acuda a su lado mejor, si es que tiene usted algo que decirle que dependa de que reconozca su voz. Volveré mañana por la mañana. Muy lamentable —repitió, tomando su sombrero y haciendo una inclinación—. Muy lamentable.
Emily cruzó el corto y estrecho pasillo que separaba las dos habitaciones y abrió la puerta del cuarto. La señora Ellmother salió a su encuentro en el umbral.
—No, usted no puede entrar —dijo la obstinada sirvienta.
Se oyó la voz apagada de la señorita Letitia que llamaba a la señora Ellmother por su apodo familiar.
—¿Quién es, Huesitos?
—No se preocupe.
—¿Quién es?
—La señorita Emily, si es que tiene que enterarse.
—¡Oh!, pobrecita, ¿por qué ha venido? ¿Quién le dijo que estaba enferma?
—Se lo dijo el doctor.
—No pases, Emily. No haré más que preocuparte y no me hará ningún bien. Dios te bendiga, mi amor. No pases.
—¡Ahí está! —dijo la señora Ellmother—. ¿Lo oye? Regrese a la sala.
Hasta ese momento, la imperiosa necesidad de controlarse había mantenido muda a Emily. Ahora ya podía hablar sin llorar.
—Recuerda los viejos tiempos, tía —suplicó suavemente—. ¡No me impidas entrar en tu cuarto ahora que he venido a cuidarte!
—Yo cuido de ella. Regrese a la sala —repitió la señora Ellmother.
El verdadero amor dura toda la vida. La moribunda accedió.
—¡Huesitos! ¡Huesitos! No puedo ser dura con Emily. Déjala pasar.
La señora Ellmother insistió todavía en salirse con la suya.
—Está contradiciendo lo que usted misma ordenó —le dijo a su ama—. No sabe cuándo comenzará de nuevo a desvariar. Reflexione, señorita Letitia; reflexione.
Esa reconvención fue recibida en silencio. La figura grande y enjuta de la señora Ellmother seguía cerrando el paso.
—Si me obliga a hacerlo, apelaré al doctor y le pediré que intervenga —dijo Emily serena.
—¿Lo dice en serio? —dijo a su vez la señora Ellmother, también serena.
—Lo digo completamente en serio —fue la respuesta.
La anciana sirvienta cedió súbitamente, con una mirada que tomó a Emily por sorpresa. Esperaba ver cólera; el rostro al que ahora se enfrentaba estaba dominado por la pena y el temor.
—Me lavo las manos —dijo la señora Ellmother—. Pase y aténgase a las consecuencias.