La confesión del profesor de dibujo
—¿No se le ocurre nada más? —preguntó Emily.
—Por el momento, no.
—Y si la consulta a mi tía no produjera ningún resultado, ¿no nos quedarían más esperanzas?
—Me quedan esperanzas con la señora Rook —respondió Alban—. Veo que la sorprendo, pero lo que acabo de decir es rigurosamente cierto. El ama de llaves de Sir Jervis es una mujer impresionable y aficionada al vino. Una persona así siempre tiene un punto débil en su carácter. Si esperamos nuestra oportunidad y la aprovechamos bien cuando se presente, todavía podríamos lograr que se delatara.
Emily lo escuchaba atónita.
—Habla como si yo pudiera seguir contando con su ayuda en el futuro. ¿Ha olvidado que me marcho hoy para siempre de la escuela? ¡En media hora estaré condenada a emprender un largo viaje en compañía de ese ser horrible para ir a vivir en su misma casa y rodeada de extraños! Una triste perspectiva y una dura prueba para el valor de una joven, ¿no cree, señor Morris?
—Contará al menos con una persona, señorita Emily, que hará todo lo que esté a su alcance para apoyarla.
—¿A quién se refiere?
—Me refiero a que hoy comienzan las vacaciones de verano, y a que el profesor de dibujo va a pasarlas en el norte —dijo Alban tranquilamente.
Emily se incorporó de un salto.
—¡Usted! —exclamó—. ¿Usted se va a Northumberland? ¿Conmigo?
—¿Por qué no? —preguntó Alban—. El ferrocarril está disponible para cualquier viajero, con tal de que disponga del dinero necesario para comprar un boleto.
—¡Señor Morris! ¿En qué puede estar pensando? Créame, no soy malagradecida. Se que sus intenciones son las mejores, usted es un hombre bueno y generoso. Pero reflexione en que una joven en mi situación está totalmente a merced de las apariencias. ¡Usted, viajando en el mismo vagón que yo! ¡Y esa mujer dándole su infame interpretación al asunto y rebajándome en la estimación de Sir Jervis Redwood desde el primer día en que llego a su casa! Oh, es peor que una imprudencia; es una locura, una locura total.
—Tiene mucha razón, es una locura —concordó Alban con aire grave—. El día en que la vi por primera vez caminando con las demás jóvenes de la escuela, señorita Emily perdí el escaso juicio que en otros tiempos poseía.
Emily se alejó unos pasos en significativo silencio. Alban la siguió.
—Acaba de prometer no volver a mostrarse injusta conmigo —dijo—. La respeto y la admiro demasiado sinceramente para aprovechar de forma mezquina esta situación, la única en que he tenido la oportunidad de hablar con usted a solas. Aguarde un poco antes de condenar a un hombre a quien no comprende. No diré nada que la moleste, sólo le pido que me permita explicarme. ¿Volverá usted a sentarse?
Emily regresó a regañadientes a su asiento. «¡Todo terminará en que me veré obligada a decepcionarlo!», pensó con tristeza.
—Durante años he tenido la peor opinión posible de las mujeres, y la única razón que puedo alegar para ello me condena de inmediato —prosiguió Alban—. Una mujer me trató de forma infame, y mi amor propio herido se ha vengado de manera mezquina vilipendiando a todos los miembros de su sexo. Espere un poco, señorita Emily. He sido debidamente castigado. He sufrido una profunda humillación, y ustedes la autora.
—¡Señor Morris!
—Le ruego que no se ofenda, porque no es esa mi intención. Tuve la enorme desgracia de conocer hace algunos años a una casquivana. ¿Sabe a qué me refiero?
—Sí.
—Era mi igual por nacimiento (soy hijo menor de un terrateniente), aunque me aventajaba en rango. Puedo decirle con toda honestidad que fui lo bastante necio como para amarla con todo mi corazón y toda mi alma. Nunca me hizo albergar ninguna duda —puedo afirmarlo sin pecar de arrogante, teniendo en cuenta el triste final del asunto— de que correspondía a mis sentimientos. Su padre y su madre (excelentes personas) aprobaban el matrimonio. Ella aceptó mis presentes; permitió que llegaran a su término todos los preparativos usuales de un casamiento; no tuvo ni siquiera la compasión o la vergüenza suficientes para evitarme la humillación pública de esperar por ella junto al altar, en presencia de una nutrida congregación. Pasaban los minutos y no aparecía la novia. El sacerdote, que esperaba como yo, fue llamado a la sacristía. Se me invitó a seguirlo. ¿Ya se imagina el resto de la historia? Había huido con otro hombre. ¿Pero adivina quién era el hombre? ¡Su mozo de cuadra!
El rostro de Emily se encendió de indignación.
—¿Pagó por ello? ¡Oh, señor Morris, tiene que haber pagado por ello!
—De ningún modo. Tenía dinero suficiente para recompensar al mozo por casarse con ella, y rodó con facilidad cuesta abajo hasta ponerse al nivel de su esposo. Fue un matrimonio conveniente en todos los sentidos. Cuando supe de ellos por última vez, habían adquirido el hábito de embriagarse juntos. Me temo haberle producido asco. Dejaremos ahora el tema y proseguiremos mi preciosa autobiografía en una ocasión posterior. Un día lluvioso del otoño pasado, las alumnas de la escuela salieron a dar un paseo con la señorita Ladd. Cuando regresabais a toda prisa bajo vuestras sombrillas, ¿notó usted (en particular) a un individuo malhumorado que estaba parado en el camino y la contemplaba aproximarse a él por la vereda que quedaba en lo alto?
Emily sonrió aun a su pesar.
—No lo recuerdo —dijo.
—Llevaba usted un abrigo marrón tan bien entallado que parecía que hubiera nacido con él puesto, y el sombrerito de paja más elegante que haya visto en cabeza alguna de mujer. Era la primera vez que advertía esas cosas. Creo que podría pintar de memoria las botas que calzaba (fango incluido). Tan grande fue la impresión que me produjo. Después de haber creído, y creído sinceramente, que el amor era una de las ilusiones perdidas de mi vida; después de haber sentido, y sentido sinceramente, que antes me fijaría en el mismo demonio que en una mujer, mi castigo consistía en verme reducido a ese estado, y el instrumento era la señorita Emily Brown. ¡Oh, no tema lo que pueda decir a continuación! Tanto en su presencia como lejos de usted soy lo bastante hombre para avergonzarme de mi necedad. En este mismo momento me resisto a la influencia que ejerce sobre mí con la más fuerte de las resoluciones: la que nace de la desesperación. Volvamos al lado gracioso de la historia. ¿Qué cree que hice cuando el destacamento de señoritas me dejó atrás?
Emily se negó a adivinar.
—Lo seguí hasta la escuela, y, con el pretexto de que tenía una hija en edad de colegio, solicité en la portería uno de los prospectos de la señorita Ladd. Me encontraba en la zona porque había emprendido una gira para tomar apuntes para mis dibujos. Regresé a la posada y consideré seriamente lo que me había ocurrido. El resultado de mis meditaciones fue que me lancé al extranjero. ¡Sólo en busca de un cambio, de ningún modo porque intentara atenuar la impresión que usted me había producido! Al cabo de cierto tiempo regresé a Inglaterra. ¡Sólo porque estaba harto de viajar, de ningún modo porque me atrajera su influencia! Transcurrió otro lapso de tiempo y, para variar, me acompañó la suerte. Quedó vacante la plaza de profesor de dibujo. La señorita Ladd puso un anuncio, traje mis recomendaciones y ocupé el puesto. ¡Sólo porque el salario constituía una seguridad económica muy bienvenida para un hombre pobre, de ningún modo porque mi nuevo empleo me permitiría entrar en contacto personal con la señorita Emily Brown! ¿Comienza a entender por qué la he molestado con toda esta charla acerca de mi persona? Aplique el despreciable sistema de autoengaño que revela mi confesión a ese recorrido por el norte durante las vacaciones, que tanto la ha sorprendido e incomodado. Viajaré esta tarde en su mismo tren. ¡Sólo porque siento un ansia lógica de ver el condado más septentrional de Inglaterra, de ningún modo porque no permitiré que quede usted a merced de la señora Rook! ¡No porque no la dejaré entrar al servicio de Sir Jervis Redwood sin un amigo al alcance si es que lo necesita! ¿Locura? Oh, sí, una locura total. Pero dígame: ¿qué es lo que hace toda persona sensata cuando se encuentra en compañía de un demente? Le sigue la corriente. Permítame tomar su billete y asegurarme de que su equipaje esté debidamente identificado: sólo le pido permiso para ser su sirviente durante el viaje. Si es orgullosa —me será aún más simpática si lo es— págueme y manténgame así en mi lugar.
Algunas jóvenes, de haber sido objeto de esa imprudente mezcla de bromas y verdades, se habrían sentido confundidas, al tiempo que otras se habrían sentido halagadas. Con aire de decisión y un buen humor que nunca traspasó los límites del pudor y el refinamiento, Emily se dispuso a enfrentar a Alban Morris en su propio terreno.
—Dice usted que me respeta y voy a probarle que le creo —comenzó—. Lo menos que puedo hacer es no malinterpretarlo. ¿Debo entender —creo que no desmereceré en su opinión, señor Morris, si hablo con toda claridad—, debo entender que está enamorado de mí?
—Sí, señorita Emily, si lo tiene a bien.
Había respondido con la singular gravedad que le resultaba peculiar, pero ya era consciente de que ella no le daría esperanzas. En su opinión, la compostura de la joven era una mala señal.
—No dudo de que ese momento llegará para mí —continuó ella—. Pero por lo pronto no conozco el amor por experiencia propia; sólo sé lo que oigo decir a mis compañeras en secreto. A juzgar por lo que me cuentan, las jóvenes se ruborizan cuando sus enamorados les suplican que se muestren favorables a sus ruegos. ¿Me ha visto ruborizarme?
—¿Debo hablar también con toda claridad? —preguntó Alban.
—Si no tiene objeción —respondió ella, tan imperturbable como si se dirigiera a su abuelo.
—En ese caso, señorita Emily, tengo que confesar que no se ha ruborizado.
La joven prosiguió:
—Otra prueba de amor consiste en temblar, según me han informado. ¿Tiemblo acaso?
—No.
—¿Estoy tan confundida que no puedo ni mirarlo?
—No.
—¿Me alejo con aire de dignidad y después me detengo y le lanzo una tímida mirada subrepticia a mi enamorado por encima del hombro?
—¡Ojalá lo hiciera!
—¡Respuestas claras, señor Morris! Sí o no.
—No, por supuesto.
—En una palabra: ¿le he dado algún tipo de aliciente para que insista?
—En una palabra: me he portado como un necio y usted ha encontrado la manera más amable posible de decírmelo.
Esta vez Emily no hizo ningún intento por contestarle en su mismo tono. Desaparecieron de sus maneras la levedad y el buen humor. Pronunció sus próximas palabras en serio, verdadera y penosamente en serio.
—¿No es mejor, pensando ahora en usted, que nos digamos adiós? —preguntó—. Más adelante, cuando sólo recuerde cuán bondadoso se mostró conmigo en cierta ocasión, podremos pensar en volver a encontrarnos. Después de todo lo que ha sufrido, tan amarga e inmerecidamente, no me haga sentir, por favor, que otra mujer se ha comportado cruelmente con usted, ¡y que soy yo —tan acongojado para lastimarlo— ese ser sin corazón!
Nunca se había visto tan irresistiblemente encantadora como en ese momento. Su dulce naturaleza hacía aflorar a su rostro toda la inocente conmiseración que experimentaba por él.
Alban lo vio, lo sintió, no fue indigno de ella. En silencio, se llevó su mano a los labios. Palideció al besarla.
—Diga que está de acuerdo conmigo —suplicó ella.
—La obedezco.
Al responder, apuntó al césped a sus pies.
—Mire esa hoja caída que el aire hace revolotear sobre la hierba. ¿Es posible que la compasión que siente por mí y el amor que siento por usted se marchiten, se agoten y caigan al suelo como esa hoja? Me marcho, Emily, con la firme convicción de que nuestras dos vidas tendrán un momento futuro de plenitud. Suceda entre tanto lo que suceda, confío en el futuro.
Acababan de salir esas palabras de sus labios cuando los alcanzó la voz de una sirvienta que llamaba desde la casa:
—Señorita Emily, ¿está usted en el jardín?
Emily dio unos pasos hasta quedar al sol. La sirvienta se apresuró a reunírsele y le entregó un telegrama. Emily lo miró con súbito recelo. En su limitada experiencia, los telegramas estaban asociados a la comunicación de malas noticias. Venció sus titubeos, lo abrió, lo leyó. El color abandonó su rostro; se estremeció. El telegrama cayó sobre la hierba.
—Léalo —dijo con voz desfallecida cuando Alban lo recogió.
El profesor de dibujo leyó lo siguiente: «Venga a Londres de inmediato. Señorita Letitia gravemente enferma».
—¿Su tía? —preguntó.
—Sí, mi tía.