CAPÍTULO IX

La señora Rook y el medallón

En su condición de directora de una escuela próspera que gozaba de una gran fama, la señorita Ladd se enorgullecía de la liberalidad de la casa. En el desayuno y el almuerzo las jóvenes disfrutaban no sólo de los sólidos placeres, sino también de los elegantes lucimientos de la mesa. La señorita Ladd solía decir: «Sin duda, en otras escuelas se les brinda a las alumnas la afectuosa atención a la que estaban acostumbradas en los hogares de sus padres. En mi escuela, esa atención incluye las comidas, y se les proporciona una cuisine que me precio de afirmar que iguala los mejores logros de los cocineros de sus casas». Cuando padres, madres y amigos visitaban a esa inestimable dama, se llevaban consigo al regresar gratísimos recuerdos de su hospitalidad. Los hombres, en particular, casi nunca dejaban de reconocer en su anfitriona la virtud menos común en una dama soltera: la de servir en la mesa un vino que sus invitados recordaban con gratitud a la mañana siguiente.

A la señora Rook la aguardaba una agradable sorpresa al llegar a la casa de la pródiga señorita Ladd.

En la antesala estaba listo el almuerzo para la emisaria de confianza de Sir Jervis Redwood. Imposibilitada de atenderla debido a los ensayos finales de las piezas musicales y las declamaciones, la señorita Ladd se hacia representar dignamente por un fiambre de pollo y de jamón, un pastel de frutas y un cuartillo de generoso jerez.

—¡Su patrona es una dama correctísima! —le dijo la señora Rook a la sirvienta en un acceso de entusiasmo—. Gracias, puedo trinchar yo misma; y no me molesta esperar por la señorita Emily.

Cuando subían los escalones que llevaban a la casa, Alban le pidió a Emily que le permitiera echarle otro vistazo a su medallón.

—¿Quiere que se lo abra? —sugirió ella.

—No, sólo quiero mirarlo por fuera.

El profesor de dibujo examinó el lado donde aparecía el monograma con los diamantes engastados. Debajo había una inscripción grabada.

—¿Puedo leerla? —dijo.

—¡Por supuesto!

La inscripción decía lo siguiente: «A la amada memoria de mi padre. Fallecido el 30 de septiembre de 1877».

—¿Puede colocar el medallón de manera que el lado de los diamantes cuelgue hacia afuera? —preguntó Alban.

Emily lo entendió. Los diamantes podían llamar la atención de la señora Rook, y, en ese caso, quizás le pediría espontáneamente ver el medallón.

—Ya comienza usted a serme útil —dijo Emily cuando desembocaron en el corredor que llevaba a la antesala.

Encontraron al ama de llaves de Sir Jervis cómodamente arrellanada en el butacón más confortable de la habitación.

De los comestibles del almuerzo quedaban aún algunos restos. Del cuartillo de jerez no restaba ni una gota. La influencia estimulante del vino (incrementada por el calor) resultaba visible en el rostro encendido de la señora Rook, y en un matiz especial de su fea sonrisa. Sus labios dilatados se estiraban hasta alcanzar nuevas dimensiones, y el blanco de sus ojos resultaba más visible y más espantoso que nunca.

—¿Y esta es nuestra querida señorita? —dijo, alzando las manos en un gesto de exagerada admiración. Ya desde los primeros saludos, Alban advirtió que la impresión que producía en Emily, como ocurriera en su caso, era inmediatamente desfavorable.

La sirvienta pasó para recoger la mesa. Emily hizo un aparte de unos minutos con ella para darle algunas instrucciones acerca de su equipaje. Durante ese intervalo, los astutos ojillos de la señora Rook escrutaron con malicia a Alban.

—Usted iba en dirección contraria cuando nos encontramos —le susurró. Se interrumpió y miró a Emily sobre el hombro—. Ya veo lo que lo trajo de regreso a la escuela. ¡Robarle el corazón a esa pobre tontita y después hacerla desgraciada durante todo el resto de su vida! No hay necesidad de apresurarse, señorita —dijo, haciendo gala de su lado cortés con Emily, quien regresaba en ese momento—. Las llegadas de los trenes a vuestra estación son como las de los ángeles que describiera el poeta: «pocas y espaciadas». Le ruego que me perdone la cita. Aunque no lo crea, soy una gran lectora.

—¿Es largo el viaje a casa de Sir Jervis Redwood? —preguntó Emily sin saber qué otra cosa decirle a una mujer que ya le estaba resultando insoportable.

La señora Rook consideraba el viaje desde un punto de vista deprimentemente jovial.

—Oh, señorita Emily, en mi compañía no sentirá el paso del tiempo. Puedo conversar sobre una diversidad de temas, y si hay algo que disfruto sobre todas las cosas es distraer a una linda señorita. Le parezco una persona singular, ¿no es cierto? No es más que mi entusiasmo. No tengo nada singular, salvo mi insólito nombre. Se ve usted un poco mustia, querida, ¿quiere que empiece a distraerla antes de que lleguemos al tren? ¿Quiere que le cuente cómo me hice de mi insólito nombre?

Hasta ese momento Alban había logrado controlarse. Esa última muestra de desfachatada familiaridad del ama de llaves rebasó los límites de su paciencia.

—No nos importa cómo se hizo con su nombre —dijo.

—Grosero —declaró la señora Rook sin perder la compostura—. Pero nada me sorprende viniendo de un hombre.

Se volvió hacia Emily.

—Mi madre y mi padre eran una pareja pecadora antes de que yo naciera —continuó—. Se les «subió la religión», como dice el dicho, en una asamblea metodista que se celebraba a campo abierto. Cuando vine al mundo —no sé lo que piensa usted señorita, pero yo estoy en contra de que me trajeran al mundo sin pedir antes mi permiso— mi madre estaba decidida a hacer de mí una beata desde antes que me quitaran los ropones de la primera infancia. ¿Con qué nombre se imagina que me bautizó? Escogió, o inventó, el nombre de Righteous. ¡Righteous Rook! ¿Habrá habido otra pobre niña a quien le hayan espetado el ridículo nombre de «virtuosa»? No hay que decir que cuando escribo cartas firmo R. Rook, y dejo que todos piensen que se trata de Rosamond, o Rosabelle, o algún otro nombre dulce y bello por el estilo. ¡Debió haber visto la cara de mi esposo cuando se enteró de que el nombre de su novia era Righteous! Estaba a punto de besarme y se quedó pasmado. Estoy segura de que se sintió mal. Era totalmente natural, dadas las circunstancias.

Alban intentó de nuevo hacerla callar.

—¿A qué hora sale el tren? —preguntó.

Con una mirada, Emily le suplicó que se contuviera. La señora Rook era tan tenaz en su amabilidad que no se dio por ofendida. Abrió raudamente su maletín y puso en manos de Alban una guía de ferrocarriles.

—He oído decir que en algunos países extranjeros las mujeres realizan el trabajo de los hombres —dijo—. Pero estamos en Inglaterra, y soy una mujer inglesa. Averigüe usted mismo, querido señor, cuándo sale el tren.

Alban consultó la guía sin pérdida de tiempo. Si comprobaba que no había necesidad de partir inmediatamente hacia la estación, estaba decidido a que Emily no se viera condenada a pasar ese rato en compañía del ama de llaves. Mientras tanto, la señora Rook se mostraba tan deseosa como siempre de demostrarle a su querida señorita cuán entretenida podía resultar como acompañante.

—Hablando de esposos, no cometa, querida, el error que cometí —prosiguió—. No deje que nadie la convenza de casarse con un hombre mayor. El señor Rook tiene edad suficiente para ser mi padre. Lo soporto. Por supuesto que lo soporto. A la vez (como dice el poeta), no he «sobrevivido indemne a ese tormento». Mi espíritu —hace ya tiempo que dejé de creer en que existiera: uso la palabra a falta de otra mejor— mi espíritu, digo, se ha tornado amargo. En otros tiempos fui una joven devota; le aseguro que casi hacía honor a mi nombre. No quiero escandalizarla, pero he perdido la fe y la esperanza. Me he convertido… ¿cuál es el nuevo nombre que se les da a los librepensadores? ¡Oh, estoy al tanto de todo lo que sucede, gracias a la anciana señorita Redwood! Ella recibe los periódicos y me hace leérselos. ¿Cuál es ese nuevo nombre? Algo que termina en ico. ¿Bombástico? No. ¿Agnóstico? ¡Eso es! Me he convertido en una agnóstica. Ese es el inevitable resultado de casarse con un hombre mayor. Si hay un culpable, ese es mi esposo.

—Falta más de una hora para la partida del tren —la interrumpió Alban—. Estoy seguro, señorita Emily, de que le resultará más agradable esperar en el jardín.

—No es mala idea —declaró la señora Rook—. He aquí, para variar, un hombre capaz de mostrarse útil. Vayamos al jardín.

Se levantó y abrió la marcha hacia la puerta. Alban aprovechó la oportunidad para susurrarle a Emily.

—¿Vio la garrafa vacía cuando entramos? Esa horrible mujer está ebria.

Emily apuntó significativamente al medallón.

—No la deje ir. El jardín distraerá su atención: manténgala aquí y cerca de mí.

La señora Rook abrió la puerta jubilosa.

—Llevadme a los arriates de flores —dijo—. No creo en nada, pero adoro las flores.

Aguardó junto a la puerta, con la vista clavada en Emily.

—¿Qué opina, señorita?

—Creo que estaremos más cómodos si nos quedamos aquí.

—Lo que usted guste, querida, es también mi gusto, sea lo que fuere —y con esa respuesta, la complaciente ama de llaves, tan amable como siempre en la superficie, retornó a su asiento.

¿Advertiría el medallón al sentarse? Emily se volvió hacia la ventana para que la luz cayera sobre los diamantes.

No: la señora Rook estaba sumida, por el momento, en sus propias reflexiones. Como la señorita Emily le había impedido recorrer el jardín, estaba malévolamente resuelta a contrariar a Emily a su vez. La secretaria de Sir Jervis (como era joven) sin duda tenía sus esperanzas cifradas en las perspectivas que se abrían ante ella. La señora Rook decidió entenebrecerlas de la manera aviesamente sugerente que le resultaba peculiar.

—Naturalmente, sentirá cierta curiosidad acerca de su nuevo hogar, y aún no le he dicho ni una palabra de él —comenzó—. ¡Qué desconsiderado por mi parte! Por dondequiera que se lo mire, querida señorita Emily, nuestro hogar es un poco aburrido. Hablo de nuestro hogar, y por qué no, si llevo todo su manejo sobre mis espaldas. La casa es de piedra, demasiado larga, y no tiene ni la mitad de la altura que debería. Está ubicada en la parte más fría del condado, muy hacia el oeste. Queda cerca de los montes Cheviot, y si se imagina que hay algo que admirar desde las ventanas más allá de las ovejas, está en un lamentable error. En cuanto a paseos, si sale por un lado de la casa puede que la destripe el ganado, o puede que no. Por el otro lado, si la sorprende la oscuridad, puede que se despeñe por una mina de plomo abandonada, o puede que no. Pero los habitantes de la casa lo compensan todo —prosiguió la señora Rook, disfrutando la consternación que comenzaba a exhibir el rostro de Emily—. La esperan grandes emociones, querida, en el seno de nuestra reducida familia. Sir Jervis la hará familiarizarse con moldes de yeso de espantosos ídolos indios; la mantendrá escribiendo para él, sin piedad, de la mañana a la noche; y cuando al fin la deje ir, la anciana señorita Redwood se dará cuenta de que no logra dormirse y enviará a buscar a la linda y joven secretaria para que le lea. Estoy segura de que mi esposo le resultará simpático. Es un hombre respetable y de un carácter íntegro. Después de los ídolos, es el objeto más espantoso que hay en la casa. Si es usted tan buena como para demostrarle interés, no digo que no la distraiga; le dirá, por ejemplo, que nunca detestó a ningún ser humano en la vida tanto como detesta a su esposa. Por cierto, no debo olvidar —en honor a la verdad, sabe— mencionar una desventaja que sí tiene nuestro círculo doméstico. Uno de estos días nos volarán la cabeza o nos cortarán el cuello. La madre de Sir Jervis le dejó en herencia unas piedras preciosas que valen diez mil libras, y que se guardan en las gavetas de una pequeña vitrina. Sir Jervis nunca ha dejado que el banco se encargue de sus joyas; no las ha vendido; ni siquiera lleva uno de los anillos en los dedos o uno de los alfileres en la corbata. Mantiene la vitrina sobre la mesa de su gabinete y dice: «Me gusta contemplar mis joyas todas las noches antes de irme a la cama». Diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros y quién sabe qué otras cosas, por valor de diez mil libras, al alcance del primer ladrón que se entere de su existencia. Oh, querida mía, el bandido no tendría más remedio que hacer uso de sus pistolas. No nos resignaríamos tranquilamente a que nos robaran. Sir Jervis ha heredado los arrestos de sus antepasados. Mi esposo tiene el temperamento de un gallo de pelea. Y yo misma soy capaz, en defensa de las propiedades de mis patrones, de convertirme en una perfecta furia. ¡Y ninguno de nosotros sabe usar armas de fuego!

Mientras la señora Rook disfrutaba plenamente de ese último añadido a los horrores que le esperaban, Emily probó con un nuevo cambio de posición, y esta vez tuvo éxito. De golpe, los ojitos de la señora Rook se abrieron al máximo con codiciosa admiración.

—Bendito sea, señorita, ¿qué es lo que veo en la cadena de su reloj? ¡Cómo centellean! ¿Podría dejármelo ver más de cerca?

Aunque con dedos temblorosos, Emily logró zafar el medallón de la cadena. Alban se lo alcanzó a la señora Rook.

Ésta comenzó por admirar los diamantes, con ciertas reservas.

—No son tan grandes como los diamantes de Sir Jervis, pero sin duda son piedras escogidas. ¿Me podría decir cuál es el valor…?

Se interrumpió. La inscripción había captado su atención. Comenzó a leerla en voz alta: «A la amada memoria de mi padre. Fallecido…»

Su rostro quedó súbitamente paralizado. Las palabras que iba a pronunciar murieron en sus labios.

Alban aprovechó la oportunidad para intentar que se delatara, con el pretexto de ayudarla.

—Quizás no le resulte fácil leer los números —dijo—. La fecha es «30 de septiembre de 1877», hace casi cuatro años.

La señora Rook no dejó escapar una palabra, no hizo el menor movimiento. Sostenía el medallón entre las manos como lo hiciera desde el principio. Alban miró a Emily. Los ojos de la joven estaban clavados en el ama de llaves; el simple esfuerzo de mantener un aspecto tranquilo era casi superior a sus fuerzas. Al ver que era necesario que tomara la iniciativa, Alban dijo de inmediato las palabras que ella era incapaz de pronunciar.

—¿Quizás le gustaría mirar el retrato, señora Rook? —sugirió—. ¿Quiere que le abra el medallón?

Sin hablar, sin levantar la vista, la mujer le entregó el medallón a Alban.

Éste lo abrió y se lo tendió. Ella ni lo aceptó ni lo rechazó: sus manos seguían colgando sobre los brazos del asiento. Alban le puso el medallón sobre el regazo.

El retrato no le produjo a la señora Rook ningún efecto visible. ¿La fecha la habría preparado para lo que vería? Se quedó mirándolo, aún inmóvil, aún muda. Alban no mostró ninguna piedad.

—Ese es el retrato del padre de la señorita Emily —dijo—. ¿Es el mismo señor Brown que tenía usted en mente cuando me preguntó si el padre de la señorita Emily vivía aún?

La pregunta la sacudió. Levantó la vista al instante y respondió en voz alta y con tono insolente:

—¡No!

—Y, sin embargo, se consternó al leer la inscripción; y teniendo en cuenta que es usted una mujer muy habladora, el retrato le ha producido un extraño efecto, por decir lo menos.

La señora Rook lo contempló fijamente mientras hablaba y se volvió hacia Emily cuando él terminó.

—Señorita, acaba usted de mencionar el calor. El calor me ha fatigado; pronto volveré a sentirme bien.

La insolente futilidad de esa excusa irritó tanto a Emily que le contestó:

—Tal vez vuelva a sentirse bien con más rapidez si no seguimos molestándola con nuestras preguntas y la dejamos a solas para que se recupere.

El primer cambio de expresión que relajó la férrea tensión del rostro del ama de llaves se hizo evidente al oír esa respuesta. Al fin la señora Rook dejaba ver claramente un sentimiento: el de impaciencia por ver a Alban y a Emily marcharse de la habitación.

La dejaron sin pronunciar otra palabra.