Los acontecimientos futuros proyectan su sombra
La señorita de Sor y la señorita Wyvil aún seguían sentadas bajo los árboles hablando del asesinato ocurrido en la posada.
—¿Y es eso realmente todo lo que sabe? —dijo Francine.
—Eso es todo —contestó Cecilia.
—¿No hay nada que tenga que ver con el amor en el asunto?
—No que yo sepa.
—Es el asesinato menos interesante que se haya cometido. ¿Qué haremos ahora? Ya estoy cansada de estar aquí en el jardín. ¿A qué hora comienza el espectáculo en el aula?
—Todavía faltan dos horas.
Francine bostezó.
—¿Y qué le toca hacer a usted en él? —preguntó.
—No participo, querida. Una vez lo intenté. Se trataba sólo de cantar una simple cancioncita. Cuando me vi de pie frente a toda la concurrencia, ante varias filas de damas y caballeros que esperaban a que comenzara, me asusté tanto que la señorita Ladd tuvo que disculparse en mi nombre. No me repuse durante todo el día. Por primera vez en mi vida perdí el apetito a la hora de la cena. ¡Horrible! —dijo Cecilia estremeciéndose al recordarlo—. Le aseguro que pensé que moriría.
Totalmente indiferente a la narración de esa espeluznante experiencia, Francine volvió la cabeza perezosamente hacia la casa. En ese momento se abría la puerta. Una personita esbelta descendía a toda velocidad los escalones que conducían al prado.
—Es Emily que regresa —dijo Francine.
—Y parece tener mucha prisa —comentó Cecilia.
La sonrisa burlona de Francine asomó a su rostro un momento. ¿Acaso la prisa en los movimientos de Emily denotaba impaciencia por continuar declamando la «escena del puñal»? No llevaba ningún libro en las manos; no miraba en dirección a Francine. Cuando se aproximó a las dos jóvenes, en su rostro se advirtió claramente el pesar.
Cecilia se incorporó alarmada. Ella era la primera persona a la que Emily le confiara sus preocupaciones domésticas.
—¿Malas noticias de tu tía? —preguntó.
—No, querida, no hay ninguna noticia.
Emily rodeó tiernamente con sus brazos el cuello de su amiga.
—Ha llegado el momento, Cecilia —dijo—. Debemos decirnos adiós.
—¿Ya llegó la señora Rook?
—Eres tú, querida, quien se marcha —respondió Emily con tristeza—. Enviaron a la institutriz a buscarte. La señorita Ladd está demasiado ocupada en el aula para recibirla, y ella me lo ha contado todo. No te alarmes. No hay malas noticias de tu casa. Tus planes han sufrido un cambio, eso es todo.
—¿Un cambio? —repitió Cecilia—. ¿Cuál?
—Un cambio muy agradable: vas a emprender un viaje. Tu padre quiere que llegues a Londres a tiempo para la partida del correo vespertino hacia Francia.
Cecilia adivinó lo que había sucedido.
—Mi hermana no mejora y los médicos la mandan al continente —dijo.
—A los baños de St. Moritz —añadió Emily—. Hay una sola dificultad, y está en tus manos resolverla. Tu hermana cuenta con la buena y anciana institutriz para atenderla y con el correo para evitarle toda dificultad en el viaje. Debían haber partido ayer. Sabes cuánto te quiere Julia. En el último momento, no quiso oír hablar de marcharse a menos que tú la acompañaras. En St. Moritz vuestras habitaciones os aguardan, y tu padre está molesto (dice la institutriz) por la demora.
Hizo una pausa. Cecilia guardaba silencio.
—No vacilas, ¿cierto? —dijo Emily.
—Me siento feliz de ir adonde quiera que vaya Julia —respondió Cecilia con vehemencia—. Pensaba en ti, querida —su naturaleza tierna, que evitaba enfrentar las duras necesidades de la vida, retrocedía ahora ante la perspectiva cruelmente próxima de la separación—. Creí que aún tendríamos algunas horas —dijo—. ¿Por qué nos apremian de esta forma? De nuestra estación no sale un segundo tren hacia Londres hasta avanzada la tarde.
—Está el expreso, y tienen tiempo para tomarlo si parten de inmediato hacia el pueblo —le recordó Emily. Tomó la mano de Cecilia y la apretó contra su pecho—. Una y mil veces gracias, querida, por todo lo que has hecho por mí. Sea que nos volvamos a encontrar o que nunca nos veamos de nuevo, te querré mientras viva. ¡No llores! —hizo un casi imperceptible intento por recuperar su acostumbrada alegría, en atención a Cecilia—. Trata de ser tan insensible como yo. Piensa en tu hermana, no pienses en mí. Sólo dame un beso.
Cecilia lloraba a mares.
—Oh, mi querer, ¡estoy tan preocupada por ti! Tengo tanto miedo de que no seas feliz con ese anciano egoísta, en esa casa lúgubre. ¡Renuncia, Emily! Tengo dinero suficiente para ambas; ven al extranjero conmigo. ¿Por qué no? Siempre te has llevado bien con Julia cuando ibas a visitarnos en las vacaciones. ¡Oh, querida, querida! ¿Qué voy a hacer sin ti?
Todas las ansias de amar de la naturaleza de Emily se habían concentrado, después de la muerte de su padre, en su amiga de la escuela. Su rostro se tornó extremadamente pálido debido a la lucha que sostenía consigo misma para controlarse, pero hizo un esfuerzo y logró soportar su dolor sin dejar que se le escaparan ni un lamento ni una lágrima.
—Nuestros caminos en la vida son muy diferentes —dijo gentil—. Al menos tenemos la esperanza de volver a encontrarnos, querida.
Cecilia la estrechó con más fuerza. Emily trató de liberarse del abrazo, pero sus fuerzas habían llegado al límite. Sus manos cayeron, temblorosas. Aún podía tratar de hablar animadamente: eso era todo.
—No hay el menor motivo, Cecilia, para que te angusties por mi futuro. Me he propuesto ser la favorita de Sir Jervis Redwood antes de que pase una semana de entrar a su servicio.
Se interrumpió y señaló hacia la casa. La institutriz se aproximaba.
—Un último beso, mi bien. No olvidaremos las horas felices que pasamos juntas; nos escribiremos constantemente —al fin se desplomó—. ¡Oh, Cecilia! ¡Cecilia! ¡Déjame, por amor de Dios, no puedo soportarlo!
La institutriz las separó. Emily se dejó caer en la silla que antes ocupara su amiga. Hasta a su naturaleza optimista le resultaba demasiado pesado el fardo de la vida en ese momento.
Una voz dura que le hablaba desde un lugar muy cercano le produjo un sobresalto.
—¿Preferirla ser como yo y no tener a nadie que se preocupara por usted? —le preguntó la voz.
Emily alzó la vista. Francine, testigo inadvertido de la conversación, se mantenía apartada, deshojando con indolencia una rosa que había caído del ramillete de Cecilia.
¿Le había dolido su exclusión? Le había dolido y aún le dolía.
Emily la miró con el corazón conmovido por la pena. En los ojos de la señorita de Sor no encontró una mirada amable en respuesta a la suya, sino sólo una empecinada resistencia, triste de advertir en alguien tan joven.
—Usted y Cecilia se escribirán —dijo—. Supongo que eso les brindará algún consuelo. Cuando partí de la isla, se alegraron de verse libres de mí. Me dijeron: «Telegrafía cuando llegues a la escuela de la señorita Ladd». Somos tan ricos que no nos importan los gastos de telegrafiar al Caribe. Además, un telegrama tiene ventajas sobre una carta: no lleva mucho tiempo leerlo. Claro que escribiré a mi casa. Pero ni ellos ni yo tenemos prisa. La escuela cierra; vosotras os vais por vuestro rumbo y yo por el mío, ¿y a quién le importa lo que me suceda a mí? Sólo a una directora de escuela fea y vieja a la que le pagan para que le importe. Me pregunto por qué le cuento todo esto. ¿Porque me resulta usted simpática? No creo que me resulte más simpática de lo que le resulto yo a usted. Cuando quise ser su amiga, me trató con frialdad; no quiero imponerle mi amistad. No me importa usted de manera especial. ¿Puedo escribirle desde Brighton?
Bajo toda esa amargura —que era la primera exhibición de lo peor del carácter de Francine desde que llegara a la escuela— Emily vio, o creyó ver, una pena demasiado orgullosa o demasiado tímida para mostrarse abiertamente.
—¿Cómo se le ocurre hacerme esa pregunta? —respondió cordialmente.
Francine era incapaz de corresponder, siquiera mínimamente, a la simpatía de la que era objeto.
—No me pregunte cómo se me ocurre —dijo—. Lo único que quiero que me responda es sí o no.
—¡Oh, Francine! ¡Francine! ¿De qué está usted hecha? ¿De carne y hueso? ¿O de piedra y hierro? Escríbame, por supuesto, y yo le responderé.
—Gracias. ¿Se quedará aquí, bajo los árboles?
—Sí.
—¿Sola?
—Sola.
—¿Sin nada que hacer?
—Puedo pensar en Cecilia.
Francine la miró atentamente durante un momento.
—¿No me dijo anoche que era muy pobre? —preguntó.
—Sí.
—¿Tan pobre que se veía obligada a ganarse la vida?
—Sí.
Francine volvió a clavarle la vista.
—Estoy segura de que no me va a creer, pero me gustaría estar en su lugar —dijo.
Se volvió con aire irritado y emprendió el camino de regreso a la casa.
¿Había en realidad ansias de bondad y amor bajo la superficie del retorcido carácter de la joven? ¿O bien no había nada mejor que esperar si se la conocía más? En lugar de las tiernas remembranzas de Cecilia, esos fueron los pensamientos desconcertantes e indeseados que la fuerte personalidad de Francine obligó a Emily a considerar.
Emily se puso de pie impaciente y consultó su reloj. ¿Cuándo llegaría su turno de marcharse de la escuela y comenzar una nueva vida?
Todavía indecisa acerca de qué hacer a continuación, la aparición de una de las sirvientas en el prado captó su atención. La mujer se le acercó y le entregó una tarjeta de visitas que llevaba impreso el nombre de Sir Jervis Redwood. Debajo del nombre había unas palabras escritas a mano: «La señora Rook, para ver a la señorita Emily Brown». ¡Al fin se abría ante ella la senda de su nueva vida!
Volvió a mirar el sencillo anuncio contenido en las palabras y no se sintió totalmente satisfecha. ¿Sería que pretender una carta de Sir Jervis o de la señorita Redwood, que le proporcionara alguna información sobre el viaje que estaba a punto de emprender y que expresara con cierta cortesía el deseo de hacer todo lo posible para que su nuevo hogar le resultara placentero, era pretender una deferencia a la que no tenía derecho? De cualquier modo, su patrón le había hecho un favor: le había recordado que su lugar en la vida ya no era el de los tiempos en que su padre vivía y su tía disfrutaba de una situación desahogada.
Levantó la vista. La sirvienta se había marchado. Alban Morris esperaba a cierta distancia; esperaba en silencio a que ella advirtiera su presencia.