CAPÍTULO VI

Camino al pueblo

Alban Morris —a quien Emily descubriera escondido entre los árboles— no se contentó con marcharse a otro rincón del parque. Prosiguió su retirada, sin importarle la dirección que tomaba, hasta alcanzar una senda que atravesaba los campos y conducía al camino y a la estación del ferrocarril.

El profesor de dibujo de la señorita Ladd se encontraba en ese estado de irritación nerviosa que busca alivio en la rapidez de los movimientos. La opinión pública de la vecindad (especialmente la opinión pública femenina) había sentenciado hacía ya tiempo que sus maneras eran ofensivas y su carácter incurablemente malo. Los hombres que se cruzaron con él le desearon «buenos días» entre dientes. Las mujeres no le prestaron atención, salvo una. Era joven y atrevida, y al verlo caminar a toda prisa rumbo a la estación del ferrocarril, le gritó:

—¡No se apure tanto, caballero! Tiene tiempo de sobra para tomar el tren de Londres.

Para su asombro, el profesor de dibujo se detuvo de golpe. Su fama de grosero estaba tan bien establecida que la joven se alejó a prudente distancia antes de aventurarse a volverse para mirarlo. Alban Morris no le prestaba atención, sino que parecía debatir algo consigo mismo. La traviesa joven le había hecho un favor: le había sugerido una idea.

«Supongamos que me vaya a Londres», pensó. «¿Por qué no? La escuela cierra por vacaciones y ella se va, igual que todas las demás». Volvió la vista en dirección a la escuela. «Si regreso a decirle adiós, se mantendrá alejada de mí y se despedirá en el último momento como si fuera un extraño. Después de mi experiencia con las mujeres, volver a enamorarme —a enamorarme de una joven que podría ser mi hija—, ¡qué tonto, qué tonto redomado y abyecto debo de ser!»

Sus ojos se llenaron de lágrimas ardientes. Se las enjugó con un gesto brusco y prosiguió su camino, más rápido que nunca, decidido a empacar sus cosas de inmediato en la casa del pueblo donde se alojaba y marcharse en el próximo tren.

En el punto donde la senda se cruzaba con el camino, Morris se detuvo una segunda vez.

La causa era, de nuevo, una persona del sexo femenino que asociaba en su mente con un amargo sentimiento de injusticia. En esta ocasión se trataba de una pobre niña que lloraba junto a los fragmentos de una jarra rota.

Alban Morris la contempló con su sonrisa característica, expresiva de un áspero humor.

—¿Así que has roto una jarra? —le comentó.

—Y tiré la cerveza de papá —respondió la niña. Su frágil cuerpecito se estremeció de terror—. Mamá me pegará cuando llegue a casa —dijo.

—¿Qué hace mamá cuando llegas a casa con la jarra sana y salva? —preguntó Alban.

—Me da pan con mantequilla.

—Muy bien. Ahora escúchame. Mamá te dará pan con mantequilla esta vez también.

La niña se le quedó mirando con los ojos llenos de lágrimas. Alban siguió dirigiéndose a ella con la misma seriedad.

—¿Has entendido lo que acabo de decirte?

—Sí, señor.

—¿Tienes un pañuelo?

—No, señor.

—Entonces sécate los ojos con el mío.

Con una mano le arrojó su pañuelo y con la otra recogió los fragmentos de la jarra rota. «Esto bastará como muestra», se dijo. La niña clavó la vista en el pañuelo, después en Alban, cobró valor y se frotó vigorosamente los ojos. El instinto, que vale por todas las razones que hayan pretendido alguna vez alumbrar a la humanidad —el instinto, que nunca engaña— le decía a esa criaturita ignorante que había encontrado a un amigo. Le devolvió el pañuelo en medio de un grave silencio. Alban la tomó en sus brazos.

—Ya tienes los ojos secos y una cara que se puede mirar —dijo—. ¿Me das un beso?

La niña le dio un beso enérgico y sonado.

—Ahora ven conmigo a comprar otra jarra —le dijo el hombre poniéndola en el suelo.

Los ojos redondos de la niña se abrieron grandes, alarmados.

—¿Le alcanza el dinero? —preguntó.

Alban se dio una palmada en el bolsillo.

—Sí —respondió.

—Qué bien, vamos —dijo la niña.

Fueron tomados de la mano hasta el pueblo, compraron la nueva jarra y la hicieron llenar en la taberna. El padre sediento se encontraba en el extremo más alejado de los campos de labor, donde estaban abriendo una zanja. Alban cargó con la jarra hasta que llegaron a la vista del jornalero.

—No tienes que andar mucho más —dijo—. Ten cuidado, que no se te vuelva a caer. ¿Y ahora qué te sucede?

—Tengo miedo.

—¿Por qué?

—Oh, deme la jarra.

Casi se la arrancó de las manos. Si dejaba que transcurrieran esos preciosos minutos, la esperaba otra paliza en la zanja: su padre no se mostraba indulgente cuando sus hijos tardaban en llevarle su cerveza. Cuando ya estaba a punto de alejarse a toda prisa, sin una palabra de despedida, la niña recordó las reglas de urbanidad que le habían enseñado en la escuela elemental, hizo una reverencia y dijo:

—Gracias, señor.

El amargo sentimiento de haber sido objeto de una injusticia seguía vivo en la mente de Alban mientras la contemplaba alejarse.

—¡Qué lástima que se convertirá en una mujer! —se dijo.

La aventura de la jarra rota había demorado en más de media hora su regreso a la casa. Cuando volvió a llegar al camino, el tren económico procedente del norte ya había llegado a la estación. Oyó el tañido de la campana cuando prosiguió su viaje a Londres.

Una de las pasajeras (a juzgar por el maletín que llevaba) no se había quedado en el pueblo.

A medida que avanzaba hacia Alban por el camino, este advirtió que era una mujer activa y nerviosa, de pequeña estatura, vestida de colores vivos combinados con una deplorable falta de gusto. Al acercarse, le pareció que su nariz aquilina era el más sobresaliente de sus rasgos. Quizás en su juventud, antes de que sus mejillas perdieran carnes y redondez, guardara una hermosa proporción con el resto de su rostro. La mujer probablemente era miope, por lo que mantenía los ojos entrecerrados; en su ángulo exterior exhibían unas arruguitas de astucia. A pesar de esa apariencia, no parecía dispuesta a admitir el paso del tiempo. Tenía el pelo manifiestamente teñido; llevaba el sombrero en un ángulo desenfadado y adornado con una airosa pluma. Caminaba con paso ligero y enérgico, balanceando su maletín y con la cabeza muy derecha, como manda la elegancia. Sus maneras, al igual que su vestuario, decían tan a las claras como lo habría podido formular con palabras: «No importa cuánto tiempo haya vivido, tengo intenciones de conservarme joven y encantadora hasta el fin de mis días». Para sorpresa de Alban, se detuvo y lo abordó.

—Oh, si me hace el favor, ¿podría indicarme si este es el camino para ir la escuela de la señorita Ladd?

Hablaba con rapidez nerviosa y mostraba una sonrisa singularmente desagradable. Ésta le entreabría los labios finos sólo lo suficiente para dejar ver unos dientes sospechosamente hermosos y le hacia abrir los penetrantes ojos grises de la manera más extraña. El párpado superior se alzaba hasta enseñar, por un momento, la parte de arriba del globo del ojo, dándole el aspecto de alguien que fuera presa del pánico a causa del terror y no de una persona que queda mostrarse agradable. Sin tratar de ocultar la desfavorable impresión que le produjera, Alban le respondió con rudeza:

—Siga recto —e intentó reemprender su camino.

La mujer lo detuvo con un gesto perentorio.

—Lo he tratado con cortesía, ¿y cómo me responde a cambio? —dijo—. ¡Bueno, no me extraña! Los hombres son todos unos brutos por naturaleza, y usted es un hombre. «¿Siga recto?» —repitió con desprecio—. Querría saber de qué le sirve eso a una persona en un lugar que le resulta desconocido. ¿Quizás, al igual que yo, tampoco sabe dónde queda la escuela de la señorita Ladd? ¿O es que tal vez no quiere tomarse el trabajo de hablar conmigo? ¡Justo lo que podía esperar de una persona de su sexo! Buenos días.

Alban sintió el reproche; la mujer lo habla tocado por su lado más vulnerable: su sentido del humor. Le hizo gracia ver sus propios prejuicios sobre las mujeres reflejados grotescamente en los prejuicios sobre los hombres de esta excéntrica desconocida. Considerando que era la mejor disculpa que estaba en su mano ofrecerle, le dio todas las indicaciones que podía desear; después intentó proseguir su camino, de nuevo en vano. Se había hecho merecedor de la buena opinión de la mujer: ésta aún no había terminado con él.

—Sabe usted muy bien cómo llegar —dijo la desconocida—. Me pregunto si también sabe algo sobre la escuela.

Ningún cambio en su voz, ningún cambio en sus maneras delataba que tuviera un motivo especial para hacer esa pregunta. Alban estaba a punto de sugerirle que llegara a la escuela e hiciera allí sus averiguaciones cuando se fijó en sus ojos. Hasta ese momento, lo habían mirado al rostro. Ahora estaban clavados en el camino. Era un cambio insignificante; lo más probable es que no quisiera decir nada. Y aun así, por el mero hecho de que era un cambio, despertó su curiosidad.

—Algo debo saber de la escuela —respondió—. Soy uno de sus profesores.

—Entonces es exactamente el hombre que necesito. ¿Me podría decir su nombre?

—Alban Morris.

—Gracias. Soy la señora Rook. Supongo que habrá oído hablar de Sir Jervis Redwood.

—No.

—¡Bendito sea! Usted es un científico, por supuesto, y no ha oído hablar de otro miembro de la misma profesión. Sumamente extraordinario. Verá, soy el ama de llaves de Sir Jervis, quien me ha enviado para que acompañe a nuestro hogar a una de sus señoritas. ¡No me interrumpa! ¡No vuelva a comportarse como un bruto! Sir Jervis no tiene un carácter comunicativo. Al menos, no conmigo. Es un hombre, eso lo explica todo, ¡un hombre! Siempre está concentrado en sus libros y sus escritos; y la señorita Redwood, por su avanzada edad, se pasa la mitad del día en cama. No sé nada de esta nueva huésped de nuestro hogar, excepto que debo llevarla de vuelta conmigo. Usted también sentiría cierta curiosidad si estuviera en mi lugar, ¿no es cierto? Ahora dígame: ¿qué tipo de joven es la señorita Emily Brown?

¡El nombre en el que estaba siempre pensando, en labios de esa mujer! Alban se quedó mirándola.

—Y bien, ¿no me dará ninguna respuesta? —dijo la señora Rook—. Ah, necesita ayuda. ¡Eso es también tan típico de los hombres! ¿Es bonita?

Examinando aún al ama de llaves con una mezcla de interés y desconfianza, Alban le respondió con adustez.

—Sí.

—¿Tiene buen carácter?

—Si —volvió a decir Alban.

—Eso es todo en cuanto a la joven —comentó la señora Rook—. ¿Y su familia? —intranquila, se cambió de mano el maletín—. Quizás pueda informarme si el padre de la señorita Emily… —de repente modificó el contenido de su pregunta—, si los padres de la señorita Emily viven.

—No lo sé.

—Lo que quiere decir es que no me lo dirá.

—Quiero decir exactamente lo que dije.

—Oh, no importa, en la escuela lo averiguaré —replicó la señora Rook—. Creo que me dijo que debía girar a la izquierda en la primer encrucijada… ¿a campo traviesa?

Alban Morris estaba demasiado interesado en Emily para dejar que el ama de llaves se marchara sin hacerle, a su vez, una pregunta:

—¿Sir Jervis Redwood es un viejo amigo de la señorita Emily? —preguntó.

—¿Él? ¿Cómo ha podido imaginarse semejante cosa? Nunca ha visto a la señorita Emily. La joven va a nuestra casa —ah, las mujeres llevan ahora la mejor parte, y bien empleado que les está a los hombres, ¡claro que sí!—, digo que va a nuestra casa como secretaria de Sir Jervis. A usted le encantaría el puesto, ¿no es cierto? Le gustaría impedirle a una joven pobre que se ganara la vida ¿no? Oh, puede adoptar un aspecto tan fiero como le plazca, ya pasaron los tiempos en que un hombre podía asustarme a mí. Me gusta su nombre. Emily me parece un nombre bonito. ¡Pero «Brown»! Buenos días, señor Morris. ¡Usted y yo no tenemos la desgracia de tener un apellido tan lamentablemente común como ese! ¿Brown? ¡Oh, Señor!

Sacudió la cabeza con desdén y se alejó tarareando una melodía.

Alban permaneció inmóvil, como si hubiera echado raíces en el lugar. Todo el afán de los últimos tiempos de su vida había consistido en ocultar la pasión sin esperanzas que lo dominaba muy a su pesar. Como Emily —quien lo compadecía y lo evitaba a la vez— no le había contado nada de sus circunstancias familiares ni de sus planes futuros, se había abstenido de hacer averiguaciones a través de otras personas, por temor a que también adivinaran su secreto, y que al desprecio que sentía por sí mismo se sumara el de ellas. En esa situación, y con esos obstáculos en su camino, el anuncio del próximo viaje de Emily —al cuidado de una desconocida, para desempeñar un empleo en casa de un desconocido— no sólo lo tomó por sorpresa, sino que le inspiró un fuerte sentimiento de desconfianza. Contempló cómo se alejaba la extravagante ama de llaves de Sir Jervis Redwood, completamente olvidado del propósito que lo llevara hasta allí en camino a su domicilio. Antes de que la señora Rook se perdiera de vista, Alban Morris comenzó a seguirla de regreso a la escuela.